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José Carlos Somoza

La Caja De Marfil

La Caja De Marfil - pic_1.jpg

Para mi padre.

Para María José

Aguza, lector, los ojos en la verdad.

DANTE, Purgatorio VIII

QUIRÓS

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El mar tenía el color de los ojos de la muchacha; el pueblo, las curvas suaves de su cuerpo. Quirós había visto algunos mares y pueblos así, a la muchacha solo la conocía por las fotos. Ignoraba cuánto tardaría en encontrarla, si es que la encontraba alguna vez, pero al divisar aquel paisaje desde la carretera pensó que, al menos, ya había llegado al lugar donde debía iniciar la búsqueda.

O eso suponía, porque algún patán descerebrado había tachado el nombre del pueblo en el letrero con esvásticas de aerosol. Para empeorar las cosas, a la entrada estaban tendiendo guirnaldas de luces entre las farolas, quizá debido a una fiesta local, y un policía obligó a Quirós a desviarse por un callejón. Era cuesta abajo y serpenteaba entre las casas hasta finalizar en un descampado de dunas. Quirós decidió dejar el coche junto a una valla y seguir a pie. Por fortuna, encontró el hostal enseguida, al doblar la primera esquina. Estaba pintado de azul claro; su oscuridad era fresca y olía a boquerones.

– Una señora ha estado preguntando por usted -le dijo la mujer de recepción, redonda como una tortuga y miope como un topo, con gafas de culo de vaso, hablando con un acento del sur que era como tender un velo sobre las palabras-. Se hospeda aquí, ¿sabe? Me encargó que le diera esto.

Quirós desdobló la cuartilla y la leyó despacio, porque casi nunca leía nada y porque la caligrafía menuda le obligaba a entornar los ojos. «¿Le parece bien que nos veamos esta tarde, en la terraza del hostal, a las seis? Muchas gracias.» También Quirós se lo agradeció: así podría echar la siesta.

La habitación olía a lo que jamás debe oler una habitación: a habitación. Era minúscula y no daba al mar ni a la sierra del norte sino a las casuchas de enfrente. La ventana estaba trabada y el picaporte se desprendió al intentar abrirla, pero Quirós había dormido en sitios mucho peores.

Tras refrescarse en el lavabo, se concentró en su equipaje. Consistía en un sombrero y una bolsa de hule. El sombrero era de fieltro blanco, copa baja y ala ancha, adornado con una cinta negra. De la bolsa rescató una americana color crema que hacía juego con sus pantalones. La puso al lado del sombrero y comprobó que en el bolsillo interior se hallaba el estuche con las gafas de sol, de cristales pequeños y redondos, sin montura. Se trataba de su uniforme de trabajo. Llevaba años usándolo: le daba buena suerte.

A continuación se sentó en la cama a pensar qué otra cosa haría. Para ilustrar sus reflexiones sacó un sobre marrón de la bolsa y repasó las fotos.

Mostraban a la muchacha en uniforme de colegio o camiseta y vaqueros, con otras compañeras o sola, en un jardín o un cuarto, ante una barbacoa o una tarta con velitas, de frente o de perfil. Suaves curvas, montículos de adolescencia, cabello trigueño, óvalo de un rostro que nunca sonreía y unos ojos que, ciertamente, tenían el color del mar.

– Mi hija ha muerto -dijo Julián Olmos-, pero quiero encontrarla. No es la primera vez que muere a lo largo de su vida. Murió cuando murió su madre, hace diez años, porque dejó de ser la niña que yo había conocido. Y murió el verano pasado, cuando se fue de casa por primera vez. La excusa entonces era que quería cambiar de colegio. Yo no veía motivos para ese cambio: Valdelosa es un centro liberal, laico incluso, y los profesores estaban muy contentos con ella. Discutimos, claro. O discutió ella, porque yo, ya me conoces, Quirós, no suelo hacerlo. Luego agarró una mochila y se largó. Unos hombres que contraté la hallaron dos semanas después en un albergue de un pueblo de Gerona. Este verano, por lo visto, ha elegido un albergue de un pueblo del sur. ¿Puedes darme un vaso de agua, Pedro?

El despacho anidaba en un ático y era inmenso como la soledad de un tirano. Las persianas estaban echadas y solo quien se sentaba en el escritorio merecía el regalo de una luz cenital. Y quien allí es taba sentado era don Julián Olmos Catón de Utica. El resto eran sombras: un bargueño, un retrato del Papa y otro del rey, cruces y banderas, un óleo del padre de Olmos, el enjuto secretario Pedro Correa, que en aquel momento inclinaba una jarra de cerámica sobre un vaso, y Quirós. A Quirós le había extrañado que don Julián lo citara allí, pero luego comprobó que en agosto cualquier sitio de Madrid podía ser discreto.

Cuando Olmos apuró el segundo vaso guardó silencio, como si con la sed también se le hubiese ido el sonido. Pasaron unos cuantos minutos. A Quirós no le importaba, incluso le parecía muy propio. El silencio, como la ropa, opinaba Quirós, a los ricos sienta de maravilla y a los pobres casi siempre mal, y preciso era reconocer que don Julián quedaba bien así, enmudecido, con el pelo níveo y las cuatro medallitas de virtudes empresariales y religiosas destellando en la solapa de la chaqueta. Los grandes señores necesitaban grandes pausas; a Quirós le agradaba trabajar para ellos.

– A veces me pregunto por qué me odia tanto -dijo Olmos de repente-. Encuentro muchas razones, claro. Lo que sobra en esta vida son motivos para odiar. Quizá empezó cuando maté a su gato. Lo hice en defensa propia, debo advertirte. Un socio que vivía rodeado de gatos me invitó a cenar un día y contraje una toxoplasmosis. Me transformé en una especie de Herodes de los gatos. No dejé uno con cabeza a mi alrededor, y al fin le tocó el turno a Zafiro. Ella no me lo perdonó. Pero, no creas, ya tenía temperamento desde antes. Es una niña que ha salido mal. Los niños son cosas que pueden salir mal o bien, como los negocios. Admito que no he sido buen padre, y desde luego no he podido ocupar el lugar de la madre que perdió, pero creo haber sido un gran padre. Nadie puede ser grande y bueno al mismo tiempo. -Tras una reflexión, Olmos añadió-: A lo mejor ella también es una gran hija.

– Si me permite decirlo, don Julián -intervino Correa en el silencio siguiente-, su hija tiene algunas virtudes. -Sonrió como si no supiera qué añadir. Miró a Quirós-. Le gusta escribir -dijo.

– Sí. -Olmos repitió como si escupiera-: Le gusta escribir. Es un diablo.

– Es escritora -dijo Correa casi al unísono.

– Es un demonio -dijo Olmos-. Me ha dejado una nota esta vez: «Nunca regresaré, y si me buscas, me hallarás muerta». Parece la paradoja del gato. ¿Conoces algo de física cuántica, Quirós…? No te preocupes, yo tampoco. Es mi hijo mayor, que es físico, quien me habla de estos temas. Por lo visto, la ciencia ha demostrado que si metes un gato dentro de una caja y le disparas un tiro, solo morirá si abres la caja y lo miras. Hasta ese momento no estará muerto ni vivo, o estará ambas cosas a la vez. Naturalmente, se trata de una metáfora para explicar el comportamiento de no sé qué partículas. En la vida real eso no ocurre. De hecho, yo maté a Zafiro dentro de una caja con una inyección letal, y te aseguro que la palmó en cuestión de segundos. Quizá fue eso lo que… ¿Por qué estaba contando esto?

– Lo de la nota que ella le ha dejado -acudió Correa, solícito.

– En efecto. «Si me buscas, me hallarás muerta.» Como la paradoja del gato, pienso yo. Solo si miro dentro de la caja la hallaré muerta. Y la conozco lo bastante para saber que no exagera. ¿Tú mirarías, Quirós? Con otras palabras: ¿la preferirías viva y perdida o encontrada y muerta?

Quirós, que no esperaba tener que hablar en aquel momento ni en ningún otro, tartamudeó.

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