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– Ayer opinaba que hay que hablar con los jóvenes, hoy quiere denunciarlos…

– No es lo mismo -repuso ella-. Las amenazas no deben aceptarse por las buenas. Es preciso enseñarles…

Patatín, patatán. Psicología, pensó Quirós. Sin embargo, le gustaba oírla. Hablaba muy bien la mujer. Quirós no la miraba, pero podía imaginar su aspecto como si su forma de hablar fuera un espejo y él la espiara a través de eso. También le agradaba su preocupación, aunque le irritara haberla causado. La mujer (debía recordarlo para otra vez) procedía de un mundo frágil, actual, donde las amenazas resultaban inconcebibles y los insultos eran como golpes que podían quebrar algo.

– De acuerdo, señora… Al volver pasaré por el puesto de la Guardia Civil. Ahora déjeme pensar…

No quería pensar, en realidad. Tampoco tenía intención alguna de denunciar nada, pero menos aún de enzarzarse en discusiones. Lo que quería era caminar. Le agradaba caminar por el borde de aquel asfalto no recalentado todavía por el sol del cenit.

Pequeñas veredas cortaban tierras arrugadas y oscuras, como calcinadas. La carretera ascendía en sucesivos cambios de rasante hacia la sombra grande de la sierra. Había un punto en el pavimento; un objeto; un cuerpo tendido sobre los ladrillos blancos y planos de la línea de cruce. Era un gato, parecía holgazanear, pero Quirós fue el primero en advertir su cabeza destrozada.

– Pobrecillo -susurró la mujer.

En el arcén del lado opuesto un letrero se empalaba a un poste. Quirós se detuvo.

– Ollero está en la sierra, y hay que tomar aquel desvío. Para Amargo, hay que continuar… Son los pueblos más próximos. Debemos decidir por dónde vamos.

Evaluaron la situación. La mujer alzó la pequeña mano, lubricada de crema protectora, señalando un muro en el costado derecho.

– ¿Y si entramos ahí?

– ¿Para qué?

– No sé. Quizá ella lo hizo.

El muro se encontraba antes de la desviación hacia la sierra y era blanco, como hecho de yeso. Sobre él se alzaban cipreses que semejaban haber caído del cielo para clavarse de pie como puñales.

– Podemos echar un vistazo, si usted quiere. -Quirós se arrastró sumiso por la carretera. La mujer lo siguió mientras hablaba: su voz llegaba a Quirós del mismo lado que el sol.

– Esta noche, es curioso, he soñado que entraba en un cementerio. Había mucha luz, muy intensa. Me cegaba. En el cementerio no había tumbas, solo una explanada vacía, un desierto. Y yo la recorría, pero no caminando: volando…

Quirós, que miraba el borde de la cuneta, le dio una patada a una cajetilla.

– Aquí no hay nada.

Sabía que no era verdad. Había muertos. Estaba acostumbrado a ellos y podía sentir su presencia. Lo que ocurría con los muertos era que no hacían ruido. Y tampoco tenían motivo alguno para quejarse, porque los vivos les habían construido bonitas y sosegadas casas con techo de flores. Quirós pensaba, incluso, que se sentían muy orgullosos de hallarse allí, cada uno con la piedra de su nombre a cuestas, como hormigas afanosas. Envidió sus vidas ocultas y quedas. Así era Quirós.

– Aquí no hay nada -repitió.

Nieves Aguilar no le oía. Se encontraba a cierta distancia, acuclillada frente a una tumba con un ángel de piedra acuclillado frente a ella. El sol otorgaba colores propios a la mitad de su cuerpo, la otra mitad era oscura. Apoyaba una mano en la garganta, como tocando algo, quizá la cadenilla de su cruz plateada. A Quirós no le pareció tan flaca en aquel momento: había engordado rodeada de sepulcros.

– Está muerto -dijo ella y se estremeció como si una pluma cosquilleara sus axilas indefensas-. Mire.

Quirós se acercó. El nombre de Manuel Guerín yacía a sus pies.

– Observe la fecha. Murió hace un año. Soledad no lo conoció, pero lo leyó. Tengo que conseguir sus libros.

Una anciana de pie frente a unos nichos dejó caer algo negro, quizá un misal, e inició el lento proceso de encorvar la espalda.

Mientras la mujer reflexionaba, Quirós se puso a contar los nichos. Al final resultó que había tantos como las personas que había matado en toda su vida. De pronto, un RIP en relieve a los pies de un ángel atrajo su atención. Le hizo pensar en Humberto Aldobrando, que era amigo del barbudo Casella. Se trataba de otra casualidad, pero, a juzgar por las que le habían sucedido desde que se encontraba en aquel pueblo, creía comprender que las casualidades, como cualquier lotería, dependen de la cantidad de números que se compren, y, sin duda, a su edad, él ya había comprado muchos.

Aldobrando era un tipo guapo y rubicundo, divorciado, con una hija pequeña y una amante muy joven llamada Luli que vestía falditas escocesas y blusas tan cortas que por detrás podían verse los hoyuelos del lomo. Se comentaba que Aldobrando la obligaba a ser su puta porque había secuestrado a su madre. Fuera cierto o no, lo que no podía dudarse era que aquella jovencita había intervenido en varias de las películas que constituían el negocio más lucrativo de Aldobrando y Casella. Aldobrando era el «esnupi». A Quirós el término le sonaba a perro de dibujos animados, pero sabía que designaba, en la germanía de ese submundo, a los tipos que realizaban películas snuff, en las que jóvenes de ambos sexos eran torturados para solaz de la cámara. Casella no pasaba de ser un simple negociante. Aldobrando las filmaba, su socio las vendía, Luli hacía un papel secundario y el protagonista, invariablemente, era distinto cada vez.

A Humberto Aldobrando lo había ejecutado Quirós en su casa con un pisapapeles que tenía la exacta forma de un ángel. En la base de la escultura se hallaban grabadas aquellas letras, R, I, P, y Quirós le partió el cráneo con la zona de la P. Fue un solo golpe, macizo, contundente, por encima de la nuca, que le hizo desplomarse sobre el escritorio y estampar con su muerte un poema que escribía. Se hallaba en plena inspiración, por eso no había sentido los pasos de Quirós en su despacho. A Quirós le habían dicho que, en el fondo, Aldobrando deseaba ser poeta y no verdugo de jovencitas. Su verdadera vocación era esa. Afirmaba que quería hacer algo que nadie había hecho nunca: escribir lo que de verdad tuviera por dentro, extraer su inspiración del interior de su ser y volcarla en el papel. Quirós pensó, al ver los restos dispersos de su encéfalo, que le había ayudado a cumplir su deseo. Luego dejó el pisapapeles sobre la mesa y se marchó. Luli, que estaba encerrada en el sótano, ni se enteró de lo sucedido. La hijita, por fortuna, estaba en el parque con la doncella.

Apartó la vista del ángel. Todas las casualidades le traían recuerdos de Marta. Pero en Marta no quería pensar, menos aún en un cementerio.

El guarda, que antes les había abierto la cancela, estaba regando un arriate formado por tres escalones de diferente color, y mientras tanto miraba a la anciana, a Quirós, a la mujer, en ese mismo orden u otro distinto, sin conceder a ninguna flor más agua que a las restantes. Era bizco. A Quirós no le gustaban los bizcos. Pero si ve doble quizá pueda ser un buen testigo, pensó.

Se acercó y le mostró una de las fotos. El guarda no le entendía, o no quería entenderle. Lo único que hizo fue cambiarse la manguera de mano. Luego abrió la boca y emitió una serie de ruidos gangosos. Parecía ahogarse, su aliento despedía un hedor viejo, le faltaban varios dientes. Señalaba un rosal de rosas rojas. Ahora era Quirós quien no entendía. Pero sabía que solo había una cosa que entender.

– Eres sordomudo. -Resopló. Ni los sordomudos ni los bizcos agradaban a Quirós-. Al menos, sabrás leer los labios… -El guarda sonrió y asintió; la manguera solo asintió-. ¿Has visto a esta muchacha?… ¿Aquí?… ¡Pero mira la foto, hombre! -Era difícil saber hacia dónde miraba el sordomudo, porque era bizco. Sin embargo, aunque sonreía y asentía, Quirós estaba casi seguro de que no reconocía a la muchacha.

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