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Quirós cogió el cubo y la pala y miró a su alrededor sin ver al posible propietario. Volvió a dejarlos sobre el muro y siguió caminando. El viento le tiraba de la chaqueta como un perro bondadoso. Sus piernas zanqueaban un poco, y, pese a que no hacía calor, empezó a sudar. También sentía cierto ahogo que le obligaba a respirar con la boca abierta, como si tuviera una humareda en el pecho. Coleccionó todas aquellas sensaciones y decidió que eran morirse. Uno no se muere cuando se muere, sino que se va muriendo desde antes. La muerte completa, para Quirós, aguardaba en lo alto y él tenía que hacer pausas durante la subida porque hasta morir le costaba esfuerzo. Le hubiese gustado tener compañía durante la ascensión, pero ¿quién? Por Pilar solo experimentaba un tibio afecto y hacía tiempo que había olvidado a otras mujeres. En cuanto a Marta…

No. En Marta no quería pensar. Menos aún junto al mar.

Dio media vuelta. En el cielo, desangelado, el sol no se decidía a salir.

Al regresar comprobó que la mujer aún no había bajado. La esperó mientras miraba la televisión. Era una telenovela, a Pilar le gustaban. El argumento de esta lo ignoraba. Además, ya había empezado. Aparecía un hombre moreno y todavía joven, en traje de baño, conducido a la fuerza por un chico y una chica hasta una piscina. Allí le enseñaban algo que había en el fondo -un cuerpo de mujer- y se reían del dolor que el hombre mostraba. La música consistía en golpes de tambor.

– Dime, Carlos Escorial -le decía la chica-. Qué te parece tu secretaria…

Luego había una fiesta con invitados en la misma casa: copas de champán, camareros, una muchacha de largo pelo trigueño. En un momento dado Carlos Escorial se acercaba a la cámara. Aparecía empapado, como si lo hubiesen arrojado también a la piscina.

– Quiero decirles -afirmaba temblando-, si están viendo esto, que es real, que está sucediendo ahora… y que yo, Carlos Escorial… soy de carne y hueso y no un personaje, y, aunque ustedes piensen que esto que digo son palabras escritas, la verdad es…

En ese punto la camarera morena cambió de canal. Quirós se lo agradeció. El barbudo, sentado en otra mesa, sin las pelirrojas, empezó a protestar. La camarera se disculpó y volvió a poner la tele novela, pero ya había terminado. En su lugar, había un resumen deportivo.

La mujer no apareció en toda la mañana, tampoco por la tarde. Al fin, cuando bajó a cenar, la descubrió en una mesa de la terraza bebiendo un líquido transparente. Vestía un fino traje chaqueta negro de manga corta y una blusa blanca, estaba elegante y bonita. Cuando inclinaba el vaso el limón le golpeaba los labios. A Quirós le encantó verla, pero no se lo dijo. Tampoco manifestó mayor alegría que otras veces, ni siquiera sonrió al sentarse frente a ella. La mujer, en cambio, parecía feliz, aunque también nerviosa. Jugaba con la alianza haciéndola deslizarse por la carne delgada y blanca; a ratos lanzaba miradas furtivas hacia su teléfono móvil, que había colocado sobre la mesa.

– Cuénteme solo lo bueno -le pidió ella. Su aliento despedía alcohol.

– La Guardia Civil está investigando. Ya sabe, han… Vamos, están en el lugar donde apareció el colgante. Dicen que lo más probable es que se le cayera. Van a venir expertos y técnicos.

– Expertos y técnicos.

– Sí, de Madrid. El asunto está en buenas manos, descuide… Claro, nos piden que seamos… En fin, mucha discreción… Todavía no quieren dar la noticia, porque en este momento lo mismo puede ser una cosa que otra, comprenda usted…

– Lo comprendo.

– ¿Y su marido? ¿Ha hablado con él?

Nieves Aguilar abrió los labios en una sonrisa creciente, amplia, algo exagerada.

– Estoy esperando su llamada.

– Sea prudente, y pídale que también lo sea él.

– No se preocupe. -Bajó la voz-. No se chivará.

Cuatro hombres que jugaban al dominó se carcajearon como en respuesta a aquel comentario, pero en realidad celebraban un chiste sobre una chica sentada en una cama que Quirós no había podido escuchar bien.

– ¿Y usted? No la he visto en todo el día…

– He hecho muchas cosas. -La mujer jugó un instante con el silencio-. Pero se las contaré con una condición: que me acompañe a dar un paseo. Me gustaría ver la fiesta y los fuegos artificiales. Quizá podríamos comer por ahí…

A Quirós no le gustaba la idea pero aceptó. En la calle todo estaba a oscuras, salvo las flores en las macetas. A lo lejos se oían resplandores de sonidos. Los siguió como quien obedece un llamado. Ella se acopló a sus pasos mientras hablaba.

– La noche de ayer fue toledana, pero hoy vi las cosas de otra manera. Me levanté y tuve una… una revelación. No se ría de mí. -No me río, iba a decir Quirós, pero la mujer continuó-. Es una teoría muy razonable. Soledad llega a este pueblo y lee los libros de Guerín que encuentra en el albergue. Le gustan, decide quedárselos. Piensa devolverlos, pero de momento se los queda. No hay más ejemplares: Guerín solo publicó cosas autofinanciadas. Desea saber más sobre este autor. Pero, qué pena, ha fallecido. Se entera de que fue amigo del cura. Pero, qué pena, el cura también ha fallecido. Hay otro cura ahora. Conoció a Guerín un poco, y es un hombre muy amable que accede a prestarle los libros que no ha leído a falta de mejor información. Y entonces, en uno de estos últimos, Soledad encuentra algo y… Digamos que se queda de piedra, no sabe qué hacer. Quizá sea una leyenda, pero le interesa mucho más que ninguna. Hay un sitio al que tiene que ir para enterarse mejor de todo, sin duda el libro se lo dice. Un sitio que no está en el pueblo pero que queda bastante cerca, lo suficiente para ir a pie. Lo planea todo y decide contárselo a alguien. ¿A quién? A su profesora y amiga. A una servidora. «Se lo diré», piensa. «O mejor no, porque no me va a creer. Tiene que venir y verlo.» Me llama y me invita sin decirme nada, quizá porque ella misma no lo tiene claro, pero su tono de voz la delata: está nerviosa… Al día siguiente emprende la excursión. Piensa regresar cuando yo llegue. Se marcha muy temprano. -La mujer se detuvo en mitad de una calle solitaria y se volvió hacia Quirós echando la cabeza hacia atrás, como si respirara hondo. Acentuó cada sílaba con alcohol invisible-. Y… no… re… gre… sa… -Tras decir esto reanudó la marcha-. Pero soy optimista: se habrá retrasado más de lo previsto y le resultará imposible llamarme desde ese lugar. Y habrá extraviado el colgante, pero sigue sana y salva. Es una teoría -agregó en tono cantarín-. Mi teoría.

Quirós dobló una esquina, enfiló una calle empinada, miró de soslayo para ver si la mujer lo seguía. Era como si le dijera: «Por aquí es la subida». A ella se le resbaló el bolso del hombro y volvió a colgárselo con un gesto.

– Estoy segura de que en uno de esos libros hallaré el lugar al que quería… al que fue… al que pensaba ir. Hasta ahora no sé otra cosa. El libro que me prestó el cura es una colección de poemas bonitos, nada más. Mientras los leía se me ocurrió visitar la casa de Guerín. Debió de ser monísima en su época, con las maderas pintadas de blanco y las ventanas de ojo de buey, tan cerca del mar que parece que se irá navegando si la empujas un poquito. Pero está muy deteriorada. Una pena. Y no pude entrar, había un candado. Me quedé mirándola y pensando en la vida de ese hombre, ese pobre poeta borracho… ¿Le dije que era muy amigo de Paca Cruz, la antigua dueña del hostal…? Caramba, menudo ambiente.

De pronto, sin saber bien cómo, se hallaban en un túnel atestado. El techo lo formaban bombillas de colores, el suelo millares de zapatos. Desde lo alto llegaba estruendo de trompetas.

– La fiesta -dijo Quirós.

Todas las familias parecían numerosas: con sus niños, sus abuelos, sus globos. También había turistas de cuerpo blanco, inmigrantes de cuerpo oscuro, gente que pedía u ofrecía algo a cambio de pedir. Atravesaron la calle con cierto esfuerzo, Quirós abriendo paso. Las puertas de los bares eran un incendio de voces. Nieves Aguilar propuso beber algo. Quirós dijo: «De acuerdo». Entraron en un lugar nublado de tabaco y ella pidió un fino. Quirós dio instrucciones sobre la clase, la botella, cómo deseaba que se lo sirvieran, en dónde, su grueso dedo índice señalándolo todo.

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