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– ¿Qué le parece? -preguntó ella.

– ¿Qué?

– Mi teoría.

– Bien.

La mujer se inclinó para apurar la copa.

– ¿Usted no bebe?

– No -dijo Quirós.

– Venga, no se haga el abstemio, que lo que es conocer, conoce un rato.

Fue poco después de encargada la segunda copa cuando Quirós se percató de que la mujer reía por cualquier cosa y ponía una cara grande y boba cuando miraba algo. En un momento dado abrió el bolso, sacó el teléfono, se alejó, regresó casi enseguida.

– Nada, hoy no tengo marido. Llevo llamándole desde media tarde, ¿será posible, el muy pendón…? Claro, siempre con reuniones… Trabajo pendiente, trabajo sorpresa…

La puerta del local se abrió, propinándole una nalgada. Quirós habló con el hombre que había entrado y este se disculpó. A Nieves Aguilar le hizo mucha gracia el incidente. «Qué cara ha puesto el pobre -le decía-. Lo ha asustado usted, hay que ver.» Estalló en carcajadas. Pidió otra copa. De pronto fue como si alguien la llamara: se volvió hacia la barra y apoyó la nariz en los cristales donde se agazapaban las tapas.

– Yo tengo que comer si bebo… Es requisito in-dis-pen-sa-ble…

Se decidió por ensaladilla rusa. Quirós no quiso probar. «Pues toda para mí», dijo ella. Comió deprisa, entre sorbos de vino y pausas de servilleta de papel. Frotaba el pan sobre el plato cuando se oyeron explosiones.

– ¡Los fuegos!

Casi volcó el plato al salir. Quirós pagó la cuenta, la alcanzó en la acera, la adelantó. La calle se agitaba bajo un cielo de anémonas.

– ¡Por aquí! -decía Nieves Aguilar, pero en realidad caminaba dócilmente detrás de Quirós.

Sin embargo, era imposible avanzar. Una muchedumbre atascaba la vía. Quirós vislumbró la señal de «Casco Histórico», y le pareció que esta vez sí, esta vez sería muy capaz de llegar al centro. Tenían que estar muy cerca, porque los cohetes, sin duda, eran lanzados desde la plaza, y el ruido como de rasgar el aire que producían se escuchaba a la vuelta de la esquina. Si no fuera por la gente, pensaba Quirós, en esta ocasión sí llegaría. Pero no estaba enfadado, todo lo contrario: le gustaba ver tanta alegría por todas partes. Así era Quirós. Al fin decidió capitular, sobre todo por la mujer, ya que desde allí no iba a poder ver a gusto el espectáculo. Descubrió un callejón libre y se lo señaló. Llegaron a un descampado. La ausencia de paredes y personas les regalaba la noche.

Nieves Aguilar permaneció quieta, abrazándose a sí misma, la sonrisa levantada, mirando una salamandra disolverse en el cielo. Durante una pausa en los estallidos preguntó:

– ¿Usted no los mira?

– Sí -dijo Quirós. Y siguió mirándola.

Cuando solo quedaron nubes de pólvora obstruyendo el aire Nieves Aguilar echó a caminar. Por algún motivo, Quirós, que se había quitado el sombrero, volvió a ponérselo, y su gesto fue como el de quien saluda al paso de una imagen sagrada.

Bordearon el descampado dejando el pueblo a un lado, fulgurante y alegre. El silencio se asemejaba a un estruendo, la oscuridad deslumbraba. Una valla los detuvo, pero la mujer descubrió una abertura. Más allá, la infinitud. El suelo era de arena. Ella se descalzó y siguió avanzando tambaleante. Quirós dejó de ver su cuerpo enfundado en el traje negro; solo el cabello -una campana de oro trémulo- la separaba de la noche a sus ojos.

– ¿Ha visto qué noche tan bonita? -dijo Nieves Aguilar y alzó los brazos, como si «bonita» fuera algo que volara y ella pretendiera atraparlo.

Sin saber por qué, sin ser apenas consciente de ello, Quirós se sentía muy feliz siguiendo los pasos indecisos de la mujer. En aquel momento recordó su grito del día anterior. Había algo en todo aquello que le gustaba mucho y algo que no le gustaba nada, pero no sabía qué era qué exactamente. Lo único que sabía era que habría podido caminar tras la mujer durante todas las noches de su vida.

La vio pararse frente a las olas. La oyó hablar con voz enredada por el alcohol.

– ¿Ha leído a Mar… Marco Lombardo? No, claro que no lo ha leído, qué tontería. Es un teórico educacional. Dice que la felicidad depende de lo que él llama la «atadura a la silla». Yo estoy atada a una silla. Es decir, yo sola no, usted también. -Lanzó una risita-. Todos, hasta usted… Estamos atados y tenemos que vivir así, es algo inevitable, obligatorio, propio de nuestra condición. Pero lo importante es lo que sucede mientras tanto. Si queremos desatarnos y forcejeamos, seremos aún más infelices. La solución consiste, pues, en… en vivir conforme a nuestras ataduras y a nuestra silla, buscar la mejor postura, la apropiada, y vivir atados para siempre. Eso es lo que no son capaces de comprender chicas como Soledad. Cuando se es tan joven, es fácil creer que podemos romper las cuerdas y escapar… Pero lo único que conseguimos, ¿sabe qué es? Hacernos más daño. Aunque… No, no es esto lo que quiere decir Lombardo… No sé por qué lo estoy diciendo yo, quizá es que he bebido un poco… ¿En qué piensa?

Quirós, que estaba pensando que un día había atado a un hombre a una silla cabeza abajo y le había hundido una escoba en el trasero, titubeó.

– Escuche -dijo Nieves Aguilar, pese a que fue entonces cuando bajó la voz, o precisamente por eso-. Confío en usted.

Quirós la miraba. Los ojos de la mujer brillaban en la noche como gemas cicladas.

– Confío mucho en usted -repitió ella-. Más que en la policía, más que en nadie. Usted infunde… seguridad… tranquilidad. Usted es mi atadura a la silla. -Sonrió-. Quiero decir que es buena persona. Y sé que será capaz de encontrarla. Encontrará a Soledad, la salvará… Tengo esa corazonada. -La voz se le había humedecido como si el rocío del mar la traspasara-. Las corazonadas nunca me engañan…

Durante un instante Quirós continuó mirándola. Luego se dijo que quizá las cosas habrían sido distintas si hubiesen seguido así, los ojos de uno devolviendo el interés a los del otro. O quizá no, por que nadie sabe qué clase de caminos escoge la vida para desplegar los acontecimientos. Lo cierto es que (en mitad de ese paréntesis de la mirada) decidió apartar la vista y oyó que ella le pedía regresar. Pensó entonces que el mundo había girado. Que el mundo giraba y giraba y que nunca, nunca dejaría de hacer igual, en el mismo sentido.

Se introdujeron en el pueblo, caminaron por calles vacías. Señora, pensaba Quirós. Sentía un peso en el pecho, un resfriado del alma. Señora, pensaba. Hubiese querido decírselo, estuvo a punto de hacerlo. Señora, no se confunda. Separó los labios formando las palabras. Señora, le diría, por favor, no se confunda, señora, no…

Pero otra cosa empezó a importarle más. Volvió la cabeza y se cercioró. Se detuvo en una cuesta. La luz de una farola estropeada les guiñaba.

– Tengo que ir a un sitio -dijo atropelladamente-. Usted… siga recto por esa calle… Llegará al hostal, no hay pérdida…

Tomó por un callejón y apretó el paso mientras se quitaba el sombrero y lo arrojaba a la oscuridad. Se desembarazó también de las gafas, cuyo estuche tiró a un contenedor en el que luego le sería fácil recuperarlo. Miró atrás y distinguió la figura de la mujer al fondo, pálida, quieta, sin duda asombrada. Le hizo gestos de despedida, dobló la esquina y en ese momento sucedió todo.

Confió en que solo les interesara él. También confiaba en que la mujer le hubiese obedecido. Decidió no defenderse. Recibió golpes recios, patadas, pero sin mucha pericia, les faltaba experiencia, en el estómago le dolieron más. Uno de ellos no hizo nada, solo hablar. Quirós lo atisbó a través del bosque de puños: era el chico del pelo revuelto, el gran Borja. No gritaba: hablaba. Pero lo que decía, sin duda muy importante para él, no importaba a Quirós.

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