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– Te lo contaré porque no es secreto de confesión y porque creo que así puedo ayudar. -La mano izquierda del padre Sebastián Toro palpaba la curva del brazo de la mecedora. Sus dedos eran cortos, velludos-. Vino un mediodía como este, hace un par de semanas. La recuerdo perfectamente, era una chiquilla muy espabilada. Le pregunté si quería confesarse y me dijo: «No, solo hablar con usted». -Arqueó las cejas como para pedirle que compartiera su asombro, pero también, entendió Nieves Aguilar, como un signo en clave. Ni se te ocurra pensar, le decía, que yo la abordé primero. Con aquel gesto, el padre Sebastián Toro se protegía. De igual forma, minutos antes, en el confesionario, le había dicho: «No me lo tomes a mal, pero creo que he conocido a esa muchacha»-. Quería hacerme algunas preguntas sobre Manuel Guerín. Sus obras le gustaban mucho. Las había conseguido en el albergue del danés. Había leído que yo era uno de sus grandes amigos, y por eso venía a verme. Qué espabilada era, la recuerdo bien. Y qué cara puso cuando le dije: «Hija, te has equivocado, lo siento. No soy el cura que buscas. Ese era don Francisco, que en gloria esté. Falleció hace dos años». A pesar de todo, yo había conocido un poco a Manolo Guerín, así que le permití que me hiciera las preguntas que quisiera.

– ¿Y qué le preguntó ella, padre?

– Nada. Me pidió que le contara cosas sobre Manolo. Fui yo quien le pregunté a ella. Me dijo que era madrileña, que estaba aquí de vacaciones con otras amigas, que lo que más le gustaba era la lectura y que se había puesto muy contenta de descubrir a un autor del que no había oído hablar a nadie en su colegio, ni siquiera a ti. Entonces te mencionó. Por eso, al oírte hace un rato, comprendí que podías ser tú la profesora de la que me había hablado. Dijo que eras su amiga. Tuve que hacerle muchas preguntas para que me dijera todo esto. Parecía bastante tímida. Al mismo tiempo, también muy segura de sí misma. Recuerdo que pensé, no sé por qué, que sus padres debían de ser ricos.

– ¿Y usted le habló sobre Manuel Guerín?

– Sí.

– ¿Podría decirme qué le contó?

El padre Sebastián Toro parecía, de repente, ensimismado, como si hubiese advertido algo en la habitación, un objeto a la vista pero no demasiado agradable, y lo estuviera mirando con fijeza.

– Poca cosa, hija. Le dije que Guerín y yo nos habíamos conocido el último año de su vida. Por entonces ya estaba muy envejecido. Tenía solo sesenta y pico de edad, pero aparentaba más. Nunca fue muy creyente, pero fue amigo de don Francisco y se hizo, también, un poco amigo mío. Le gustaban los curas «como a todos los buenos ateos», me decía. Su pasión por la literatura venía de familia: su tío abuelo Alejandro había sido poeta, y, vamos a decirlo, tan aficionado al alcohol como él… Ni su tío ni él llegaron a ser escritores célebres, pero en Roquedal se les estima mucho. Guerín amaba a su pueblo. ¿Tienes calor? ¿Estás cómoda? ¿Estás bien?

– Sí, padre, gracias.

– Vuelvo a decírtelo: si quieres un café, unas galletas, o…

– De verdad que no, ahora iré a almorzar, padre.

El cura desvió la vista hacia la claridad del cristal de la puerta. Era un hombre grueso, moreno, calvo. Su vientre curvaba la sotana.

– Manolo Guerín era un ermitaño. Vivía en una casa que él mismo había construido aprovechando un viejo almacén de pescadores, más allá de la torre árabe. Ahora quieren echarla abajo. Fue siempre un luchador. Se ganó la vida trabajando en muchas cosas, entre ellas en el hostal de doña Paca, ahora de la señora Ripio. Tuvo una hermana retrasada a la que quiso con locura. Se le conocen muchos romances, pero ninguno como el que mantuvo con Carmela Cruz, la hermana de Paca. Dicen que no podían vivir el uno sin el otro, y Guerín lo demostró, porque cuando Carmela murió de cáncer él empezó a hundirse. Antes ya bebía, pero a partir de aquel momento no paraba hasta caer borracho en la playa cada mañana. Últimamente trabajaba de guía turístico para el ayuntamiento y publicaba libros de cuentos y leyendas sobre el pueblo. Le gustaba lo auténtico. Su obsesión era la verdad de las cosas. Opinaba que su pueblo, que todos los pueblos, están adulterados. «Mire lo que han hecho con Roquedal», decía. Se lamentaba de que las tradiciones más profundas, los ritos más ancestrales, hubiesen derivado en esta hipocresía, este artificio… Sin ir más lejos, mañana se celebra el Día de la Solidaridad… Una fiesta absurda. Una excusa de la alcaldía para que chicos como los del albergue del danés se desfoguen, se emborrachen y se vayan a la playa a vomitar. Hoy todo es igual. Campañas de concienciación, apoyo a los inmigrantes, defensa de… Lo único que todo eso tiene de bueno o de noble es el nombre. No hay mas que ver los municipios de alrededor: los cerdos de la droga vendiendo su veneno en las discotecas, los perros de la especulación queriendo apropiarse de la sierra, los jabalíes de la juventud, unos de un bando y otros de otro, enfrentándose entre sí… Así son nuestros pueblos… -Un ruido brusco de cañerías, grifos o duchas, le hizo interrumpirse-. ¿De qué te hablaba?

– De Manuel Guerín. De lo que usted le contó a Soledad.

– Somos muertos hablando de otros muertos.

Tras aquella frase, el padre Sebastián Toro se sumió en un largo silencio. De repente, con un crujido de exhumación, el armario se abrió solo. No fue nada: a los muebles viejos les da, a veces, por tales sustos. Pero Nieves Aguilar, que tenía los nervios de punta, tuvo que reprimirse para no saltar.

– Hay un mal -dijo armónicamente el padre Toro con voz tan dulce que ella creyó no haberle entendido-. Hay muchos, pero sobre todo uno, y es peor de lo que podríamos imaginar. Está aquí, en este pueblo, escondido dentro de la complejidad de las cosas, aparentemente diminuto, casi invisible…

– ¿Qué es, padre? -preguntó, casi sin aliento, Nieves Aguilar.

– Dios lo sabrá. O el diablo. Yo no lo sé. Solo sé que cada vez que lo noto, cada vez que lo venteo, me pone la carne de gallina como si tuviese fiebre… -Dentro del armario se veían vestiduras sacerdotales. El ventilador las animaba. Se movían colgadas de sus ganchos, ondulaban. De pronto algo perdió fuerzas y finalizó. Nieves Aguilar contempló el ventilador quieto-. La luz -dijo el padre Toro-. Ha vuelto a irse. Es la fiesta de mañana, que se lo come todo. ¿Eres realmente madrileña, hija? Tienes la piel tan blanca… Pareces nórdica. Aquí vienen muchos escandinavos…

– Soy de Madrid. -La ausencia del consuelo monótono del ventilador había situado a Nieves Aguilar, de alguna forma, en un estado próximo a la desesperación-. Padre, ¿le dijo algo más a Soledad que…?

– Le presté libros.

– ¿Qué libros?

– Supongo que los que le faltaban de Manolo. Ella estuvo mirando en la caja de cartón, donde don Francisco guardaba todos los libros que Guerín le había dejado. Me dio pena la chiquilla y le dije que se llevara los que quisiera, pero que tendría que devolverlos… No sé por qué pensé que era una niña muy rica. Por eso quise prestarle algo, porque a mí todos los ricos me parecen pobres.

– ¿Podría ver esa caja, padre?

– Ahora está vacía. Se los llevó casi todos, y los que quedaron los puse en las estanterías. No me gusta la literatura, solo leo cosas sobre la naturaleza: las flores, en particular… A mí la naturaleza me interesa por encima de todo. El hombre es como el plástico, un invento moderno… Pero… -El padre Sebastián Toro se levantó, salió de la habitación, entró con un libro, se lo entregó-. He encontrado uno. Son poemas. Si te lo vas a llevar, déjame apuntarlo. Siempre anoto la fecha de las cosas que presto.

Nieves Aguilar se lo agradeció, y mientras lo guardaba en el bolso se le ocurrió hacer una pregunta que consideraba obvia.

– Por supuesto que la apunté también. -El padre Toro salió de nuevo, regresó hojeando un cuaderno, leyó una fecha en voz alta. Soledad lo visitó cuatro días antes de llamarme, calculó ella.

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