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Se dejó caer en el asiento y lanzó un suspiro de alivio. Había descubierto que el hallarse en un ambiente en el que cada cosa no podía sino estar en su lugar, igual que siempre, anónima, sin posibles sorpresas, le infundía calma, conciencia de sí mismo, libertad de pensamiento. Toda su vida se dispersaba en el desorden, pero ahora encontraba el perfecto equilibrio entre el impulso interno y la impasible neutralidad de las cosas.

Duraba un instante (si estaba en segunda; un minuto si estaba en primera) y en seguida le asaltaba una angustia: la sordidez del compartimiento, el terciopelo gastado aquí y allá, la sospecha de que hubiera polvo a su alrededor, la raída trama de las cortinas de los vagones anticuados, le transmitían una sensación de tristeza, el disgusto de pensar que dormiría vestido, en un camastro que no era suyo, sin confianza posible con lo que tocaba. Pero en seguida recordaba por qué estaba de viaje, y volvía a sentirse presa de aquel ritmo natural, como de mar o de viento, aquel ímpetu jocoso y ligero; le bastaba buscarlo dentro de sí, cerrando los ojos o apretando en la mano la ficha del teléfono, y la impresión de sordidez era vencida, él estaba solo frente a la aventura de su viaje.

Pero algo le faltaba todavía: ¿qué era? Oyó entonces la voz de bajo que se acercaba por el andén:

– ¡Cojines! -y ya se había levantado, bajaba el vidrio, adelantaba la mano con las dos monedas de cien, gritaba:

– ¡Aquí, uno!

El hombre de los cojines era el que daba la señal de partida de su viaje.

Pasaba al pie de las ventanillas un minuto antes de partir empujando el carrito con los almohadones colgados: era un viejo de alta estatura, flaco, de bigotes blancos y grandes manos, de dedos largos y gruesos, manos que inspiraban confianza. Vestía todo de negro: gorra militar, uniforme, capote, bufanda ajustada en torno al cuello. Un tipo de la época del rey Umberto; algo así como un viejo coronel o solamente un fidelísimo furriel. O si no un cartero, un viejo cartero rural: con sus grandes manos, cuando tendía a Federico la almohada flaca sujetándola con la punta de los dedos, parecía entregarle una carta o que quisiera deslizarla por el buzón de la ventanilla. La almohada estaba ahora entre los brazos de Federico, cuadrada, plana, exactamente como un sobre, y además cargado de sellos, era la carta cotidiana a Cinzia que partía también aquella noche, y en el lugar de la página de escritura ansiosa, Federico en persona era el que tomaba el camino invisible del correo nocturno, por mano del viejo cartero invernal, última encarnación del septentrión racional y disciplinado antes de aventurarse en las incontrolables pasiones del Centro-Sur.

Pero al fin y al cabo, sobre todo, era una almohada, es decir, un objeto blando (aunque aplastado y compacto) y blanco (si bien constelado de sellos), salido del autoclave. Contenía en sí, como un signo ideográfico encierra un concepto, la idea de la cama, de la pereza, de la intimidad, y Federico pregustaba ya la isla de frescura que sería para él, por la noche, entre aquellos sospechosos y ásperos terciopelos. No sólo eso: el exiguo rectángulo de comodidad prefiguraba otras formas de comodidad, otras intimidades, otras dulzuras, para cuyo disfrute iniciaba el viaje; más aún, el hecho mismo de iniciar el viaje y de alquilar la almohada era ya una manera de disfrutarlas, de entrar en la dimensión donde reinaba Cinzia, en el círculo cerrado por sus suaves brazos.

Y con un movimiento amoroso, de caricia, empezaba el tren avanzar entre los pilastres de las marquesinas, serpenteaba por los espacios abiertos de los desvíos, se lanzaba a la oscuridad y se convertía en el ímpetu mismo que Federico había sentido hasta entonces dentro de sí. Y como si al liberarse de su ímpetu en la marcha del tren se volviera más ligero, se puso a acompañar el ritmo canturreando el tema de una canción que aquel ritmo le recordaba: «J'ai deux amours… Mon pays et Parts… París toujours…»

Entró un señor, Federico calló.

– ¿Está libre?

Se sentó. Federico ya había hecho mentalmente un rápido cálculo: a decir verdad, si uno quiere viajar acostado es mejor que sean dos en el compartimiento: uno se tiende a un lado, el otro al otro, y nadie se atreve a molestar; en cambio, si queda libre medio compartimiento, cuando menos te lo esperas sube una familia de seis personas, con niños, que va a Siracusa, y estás obligado a levantarte. Federico sabía pues muy bien que lo más atinado en un tren con pocos viajeros era instalarse no en un compartimiento vacío, sino en uno donde ya hubiera un viajero. Pero no lo hacía nunca: prefería jugar la carta de la soledad total, y cuando sin haberlo decidido él le tocaba un compañero de viaje, siempre podía consolarse con las ventajas de la nueva situación.

Es lo que hizo.

– ¿Va usted a Roma? -preguntó al recién llegado, para poder añadir: «Bueno, entonces corramos las cortinas, apaguemos la luz y no dejemos entrar a nadie más». En cambio el otro respondió:

– No. A Génova.

Excelente que bajara en Génova y dejase a Federico de nuevo solo, pero en un viaje de pocas horas no se acostaría, probablemente permanecería despierto, no dejaría apagar la luz, otra gente podría entrar en las estaciones intermedias. Federico tenía así las desventajas del viaje en compañía sin las relativas ventajas.

Pero no se detuvo en esto. Su fuerza siempre había consistido en expulsar del área de sus pensamientos todo aspecto de la realidad que lo perturbara o que no le sirviese. Borró al hombre sentado en el ángulo opuesto al suyo hasta reducirlo a una sombra, una mancha gris. Los periódicos que ambos desplegaban contribuían a la impermeabilidad recíproca. Federico podía seguir dejándose llevar por su vuelo amoroso. «París toujours…» Nadie podía imaginar que desde el sórdido escenario de idas y venidas nacidas de la necesidad y de la paciencia, estuviera volando entre los brazos de una mujer como Cinzia U. Y para alimentar ese orgullo, Federico sintió la necesidad de examinar a su compañero de viaje (a quien hasta ese momento ni siquiera había mirado) para confrontar -con la crueldad del nuevo rico- la propia condición afortunada con la grisalla de la existencia ajena.

Sin embargo, el desconocido estaba lejos de parecer un pobre hombre. Era todavía joven, robusto, carnoso; con aire satisfecho y activo leía un periódico de deportes, tenía a su lado una gran bolsa: en suma, el aspecto del representante de una firma cualquiera, un inspector comercial. A Federico V. le asaltó por un instante la envidia que siempre le habían inspirado las personas de aspecto más práctico y vital que el suyo; pero fue una impresión instantánea que borró en seguida pensando: «Este viaja como representante de artículos de quincallería o pintura, en cambio yo…», y le volvió el deseo de cantar, en un desahogo de euforia y de vacío de ideas, «Je voyage en amour!», moduló mentalmente, con aquel ritmo de antes que encontraba acorde con la marcha del tren, adaptándole palabras inventadas a propósito para hacer rabiar al representante, si lo hubiera oído, «Je voyage en volupté!», enfatizando lo más que podía los arrebatos y las languideces del tema, «Je voyage toujours… l'hiver et l'été…». Siguió exaltándose cada vez más, «l'hiver et… l'eté!», hasta el punto de que en sus labios debió de asomar una sonrisa de absoluto bienestar mental. En ese momento se dio cuenta de que el representante lo miraba fijo.

Se recompuso, se concentró en la lectura de los diarios, negándose incluso a sí mismo que hubiera conocido un segundo antes un estado de ánimo tan pueril. ¿Y por qué pueril? No había nada de pueril: el viaje lo ponía en una situación espiritual favorable, en un estado propio del hombre maduro, del hombre que conoce lo bueno y lo malo de la vida y ahora se prepara a disfrutar, merecidamente, de lo bueno. Tranquilo, con la conciencia en paz, perfecta, hojeaba los semanarios ilustrados, imágenes fragmentadas de una vida veloz, exaltada, en la que buscaba algo de aquello que también a él le movía. Pronto descubrió que los semanarios no le interesaban nada, meras huellas de la inmediatez, de la vida que se desliza en la superficie. Por cielos mucho más altos navegaba su impaciencia. «L'hiver et… l'été!» Ya era hora de dormir.

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