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Nadie, hasta aquel momento, le había despertado tanta piedad. Era una niña, sólo una niña, muy frágil y pequeña, que intentaba mantenerse impávida sobre la montura. Tenía hermosos cabellos negros, rizados, que, súbitamente, trajeron a la memoria de Orso los racimos de uvas negras que otoño tras otoño acarreaban sus sirvientas desde tierra sureña.

Capítulo III

Desde el día en que Aranmanoth llegó a Lines, Orso le distinguió de cuantos le rodeaban. No sólo porque era su hijo -y él no lo dudaba-, sino porque conociendo su doble naturaleza, medio mágica, medio humana, sabía que debía cuidar de él con mayor atención.

Aranmanoth era una criatura más bien silenciosa. Apenas hablaba y, si esto ocurría, sólo lo hacía con su padre. Era un niño muy bello, alto -muy alto para su edad-, delgado y con grandes ojos azules, de un azul poco frecuente, parecido a los cielos despejados de nubes después de la tormenta. Se rumoreaba, tanto entre los que le querían como entre los que le envidiaban, que el color de sus ojos era el gran azul que, en ciertos días de verano, se extiende sobre los trigales. Su mirada era limpia, cristalina, como el agua transparente de un manantial, y en ocasiones se le encontraba contemplando el cielo o a algún ave que lo atravesaba, y parecía -eso se decía- que entre el cielo y el niño existiera un pacto silencioso que les hacía brillar a ambos. Y además había en él algo, si cabe, aún más peculiar, algo que, por una parte, atraía y, por otra atemorizaba a cuantos le miraban. En los extremos, sus largos cabellos, mechón a mechón, se trenzaban de forma natural de manera que se asemejaban increíblemente a las espigas que inundaban los campos del verano. Nadie podía dejar de mirar sus cabellos. Se rumoreaba que eran espigas milagrosas, capaces de curar lo incurable, y algunos decían que sólo bastaba contemplarlos o rozarlos suavemente para que una extraña y bella calma se instalara en el corazón de cuantos se acercaban a él. Pero como suele suceder con todas las cosas inexplicables y bellas, Aranmanoth también causaba temor, un temor del que él apenas era consciente y que ni siquiera presentía puesto que, desde su llegada a la mansión del Señor de Lines, el niño se mostró ante todos como cualquier otro. Y poco a poco fue saliendo de su silencio: jugaba, reía, preguntaba y procuraba mezclarse con cuantas criaturas de su edad encontraba. Y de este modo, Aranmanoth jugaba con otros niños, se bañaba en el río y escuchaba sobrecogido, confundido entre los demás, las antiquísimas historias que la anciana Mengoa, junto al fuego, contaba durante las noches de invierno en su cabaña. Y oyéndola, Aranmanoth, como los demás, buscaba manos amigas, abría los ojos y encendía su imaginación -y acaso escuchaba lejanos ecos de un mundo que no atinaba a emplazar en su memoria-. Luego regresaba a la casa y dormía plácidamente en el pequeño lecho que su padre había ordenado habilitar junto al suyo. Porque Orso desde el principio deseó que su hijo participara de casi todos los momentos en que distribuía su jornada. Aranmanoth le seguía allí donde iba, y recibía ansioso sus instrucciones y enseñanzas.

El niño estaba al lado de su padre cuando, a lo lejos, divisaron a la joven prometida. Orso buscó los ojos azules de su hijo y le preguntó tembloroso:

– Aranmanoth, hijo mío, dime qué debo hacer.

Pero Aranmanoth no dijo nada.

Y Orso sintió alivio e inquietud ante el silencio de su hijo.

Era una tarde de otoño, cuando los bosques aparecen encendidos por el último sol. Rojos, dorados y de un suave castaño se extendían como un manto sobre la tierra.

Padre e hijo permanecieron inmóviles y en silencio mientras observaban cómo aquella niña se acercaba lentamente a su nueva casa. En ambos se había instalado una sobrecogedora emoción que les impedía hablar. Orso apretó entre la suya la pequeña mano de Aranmanoth y así estuvieron largo rato, intuyendo quizá, cada uno'a su modo, que algo parecido a una despedida llegaba ahora hasta ellos.

La niña parecía demasiado erguida sobre su caballo., tal vez a causa del temor a desvelar su fragilidad. Entraba en una tierra desconocida, entre gentes desconocidas, y su corazón temblaba. Venía de un país de suaves colinas, allí donde el Gran Río aparecía bordeado de viñas y el aire esparcía al resplandor del sol el dulce aroma del mosto mezclado con el color de la miel. Ahora, en cambio, la recibía, y parecía espiarla, un país erizado de bosques, bordeado y cruzado por grandes montañas; y regresaban a su memoria historias de lobos. Lobos que jamás había visto en las tierras del sur, pero de los que, en voz de cuentos de nodrizas, imaginaba su ferocidad y su acecho.

Cuando Orso, apeándola de su montura, la tomó entre sus brazos y la miró a los ojos, la niña se tranquilizó. Y no porque aquel hombre grande y desconocido le inspirara confianza, sino porque, de pronto, como el sol que atraviesa el ramaje de un oscuro bosque, su mirada le devolvió un destello de la mirada que tantas veces había visto en su padre. Este, al contrario de otros señores, tenía para ella una suavidad que en nadie había conocido. Y así fue como, súbitamente, guiada por un recuerdo y por una ternura recuperados ante tanto temor, rodeó el cuello de Orso con los brazos y dejó que las lágrimas, demasiado tiempo retenidas, brotaran de sus ojos. Sólo los oídos del señor de Lines, muy próximos a los labios de la niña, oyeron murmurar una palabra:

– Padre…

Orso depositó a la niña en el suelo con cuanta delicadeza le era posible. Aun así sus manos temblaban.

– Señora -dijo-, os confío en manos de vuestras doncellas.

Y, como si el antiguo susurro del Manantial regresara a través de espesuras de egoísmo, mezquindad, cobardía, y, en fin, de tanta ignorancia con que poco a poco fuera apagando el recuerdo de aquel día en que tuvo lugar su encuentro con la más joven de las hadas, Orso creyó reencontrar una voz y, con la mayor dulzura de que era capaz, acarició el cabello de la niña, y dijo:

– Mejor, os confío al más noble y fiel guardián que pudierais imaginar: mi hijo Aranmanoth.

Se volvió hacia él y tomó su mano:

– Éste es mi hijo querido, el tesoro más preciado de mi corazón. Su nombre es Aranmanoth, que significa Mes de las Espigas: el tiempo en que fue concebido. Y será tu hermano, tu Guardián, hasta el día en que nuestro matrimonio pueda consumarse…

Orso se detuvo un instante, confuso, y al fin añadió:

_… según las leyes de la naturaleza.

Aranmanoth estaba a su lado, como de costumbre, quieto y en silencio. Pero había en el aire una sonrisa, tan sutil, que no distendía sus labios; sólo revoloteaba en el azul de sus ojos, y era tan leve como el temblor de una libélula sobre el agua. Se inclinó graciosamente y, ante la sorpresa de su padre y de cuantos le rodeaban, habló. Y lo que dijo fue:

– Me llenaría de gozo conocer el nombre de nuestra nueva Señora.

– Es verdad -Orso parecia sorprendido-. ¿Cómo pude olvidarlo?

– Mi nombre es Lie -dijo la niña casi en un susurro.

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