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– Ahí hay alguien mirándonos -murmuró más para sí mismo que para ella.

Windumanoth asintió con la cabeza y dijo:

– Sí, ese hombre nos mira desde el día en que llegué a esta casa.

En ese momento, el trueno rodaba de nuevo de un lado a otro del cielo.

– Los bosques estarán inundados y será casi imposible atravesarlos -dijo Aranmanoth.

Una nueva inquietud se abría paso al tiempo que los relámpagos estallaban en el cielo.

– Sí -dijo ella-. Debemos esperar a que el sol luzca de nuevo.

Y sintieron un raro alivio, un ambiguo sentimiento de espera, acaso de esperanza. Lo que sí sabían, y con certeza, era que cuando al fin emprendieran el viaje, si es que la tormenta se lo permitía, deberían hacerlo a escondidas, sin dejar rastro, ni huellas. Nadie, excepto Orso, a quien inocentemente creían de su lado, podía conocer su partida.

Y así pasaron varios días, hasta que una mañana el cielo amaneció azul, como recién lavado. Una pequeña nube avanzaba lentamente hacia el lugar donde el brazo y la mano abierta de Windumanoth señalaron que estaba la ruta hacia el Sur.

– Han regresado las aves desde las tierras calientes -dijo Aranmanoth una mañana.

Windumanoth levantó los ojos y escuchó el griterío de los pájaros, y los vio cruzar el firmamento con sus negras plumas como dardos. Entonces una golondrina misteriosamente muerta cayó del cielo. Una larga y oscura gota de sangre manaba de sus alas.

Capítulo VIII

Orso regresó a las tierras de Lines en primavera, cuando el deshielo había devuelto a los arroyos su cauce habitual y el bosque despertaba de su argo silencio blanco.

Aranmanoth presintió el regreso de su padre antes de que éste pudiera ser avistado desde la torre vigía. Lo supo porque, de pronto, en su mente aparecieron inseparables, como una revelación, el miedo y el afecto: la imagen de la cicatriz partiendo en dos el rostro de Orso surgía a ráfagas y Aranmanoth deseaba intensamente volver a ver a su padre, a la vez que sabía -de algún modo lo sabía- que el reencuentro traería consigo el dolor de una nueva despedida.

El viejo mayordomo subió a la torre y sus ojos de escarcha divisaron a lo lejos las salpicaduras de barro que levantaban de entre la maleza los cascos de los caballos. En su rostro de piedra se esbozó una leve y maliciosa sonrisa al comprobar que Orso se acercaba a la casa acompañado de un nutrido y clamoroso ejército de jóvenes caballeros. El mayordomo fue a avisar a Aranmanoth y lo encontró en su aposento. El muchacho contemplaba el horizonte a través de una de sus ventanas.

– Joven señor -murmuró en los oídos de Aranmanoth-, el Señor de Lines, vuestro padre, regresa a la casa.

El mayordomo hablaba con voz apenas perceptible, como si estuviera desvelando un secreto inconfesable en lugar de comunicar una buena noticia. Aranmanoth se volvió hacia él y pudo ver de cerca su mirada inexpresiva, los ojos pequeños y brillantes y aquella extraña sonrisa en los labios que parecía más una advertencia.

Aranmanoth bajó corriendo a recibir a su padre. Cuando Regó a la puerta de la casa, los ladridos de los perros y el griterío de los hombres se habían adueñado del recinto. Los sirvientes corrían al encuentro de los caballeros y se hacían cargo de sus monturas. La alegría del regreso se respiraba en el aire limpio de aquella mañana. Parecía que fuera la primera vez que Aranmanoth viera u oyera la alegría de un reencuentro, como si todo se le presentara ahora de un modo distinto o se revelara ante sus ojos con un significado que no llegaba a descifrar, pero que, en cierto modo, le atemorizaba.

Orso descendió de su montura y se acercó a su hijo con los brazos extendidos. Aranmanoth recuperó en aquel momento el calor y la luz de su niñez, y revivió en su memoria la imagen de su padre yendo hacia él con los mismos brazos extendidos, sus palabras cálidas, sus enseñanzas y su afecto. Todo resurgía y Aranmanoth sintió que aquél era un auténtico regreso, puesto que no solamente Orso volvía a la casa, sino que también él volvía a ser el mismo Aranmanoth al que le estaba permitido amar a su padre libremente, sin severas restricciones de comportamiento.

Verdaderamente, el Señor de Lines aparecía en esta ocasión sonriente y alegre, pero su alegría no era del todo limpia. Una sombra de desasosiego cruzaba su rostro al igual que la cicatriz. Había algo excesivo en sus gestos, en su risa y en su voz, algo que le alejaba del Orso que siempre había sido y lo convertía en un hombre distinto.

Cuando Aranmanoth se acercó a su padre para recibir el acostumbrado beso de bienvenida, percibió el aroma de los viejos vinos, y presintió que la alegría de Orso nacía de ellos, de su perfume. Aquél era el perfume del Sur, el mismo que surgía de los cabellos de Windumanoth, el que en ocasiones inundaba el aire hasta introducirse en los rincones más ocultos para iluminarlos y llenarlos con la risa de la juventud.

Aranmanoth no supo qué decir tras el cálido abrazo de su padre. Se sentía desconcertado y las palabras no llegaban hasta él. Sólo al cabo de unos segundos, acercándose al oído de Orso, murmuró:

– Padre, te amo…

Pero en contra de lo que esperaba, la sonrisa de Orso desapareció y Aranmanoth pudo ver con claridad que la cicatriz de su padre era aún más profunda de lo que suponía. La tristeza invadía ahora su rostro partido, y el desconcierto volvió a adueñarse del muchacho, que bajó la cabeza asustado ante la extraña reacción de su padre. «¿Por qué?», se preguntó a sí mismo. Y recordó al poeta y sus inquietantes palabras: «El corazón es como un lobo hambriento. El corazón es un depredador».

Al momento Orso se retiró a su cámara.

Y aquella noche llamó a Windumanoth a sus aposentos.

Al amanecer, Orso y su ejército de caballeros partieron nuevamente. Un cortejo de ladridos que se perdía más allá de los bosques fue lo único que aparentemente quedó de la breve estancia del Señor de Lines en sus dominios. Fueron los ladridos los que despertaron a Aranmanoth de su sueño.

Se sentó en el borde de su lecho y, aún adormilado, escuchó el galope de los caballos que se alejaban. Su corazón latía con tanta fuerza que Aranmanoth palpó su pecho y sintió que aquellos golpes le enviaban señales o avisos de algo que no alcanzaba a reconocer. Eran la ira, la rabia, y en cierto modo también el miedo. Tales sentimientos le obligaron a vestirse velozmente y a correr a la cámara de Windumanoth olvidando prohibiciones y protocolos.

Llamó suavemente a su puerta hasta que una donce~ lla somnolienta le recibió en el umbral:

– La señora duerme -murmuró.

Aranmanoth creyó percibir un lejano rumor de lá~ grimas que le recordó al del rocío sobre la hierba. Entonces miró directamente al rostro de la doncella, y le dijo:

– Dile a tu señora, cuando despierte, que Aranmanoth está aquí esperándola.

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