Poco después Windumanoth le hizo pasar. Estaba sentada en el lecho, y miraba acercarse a Aranmanoth, como si le suplicara algún perdón que pudiera devolverla a sí misma. Su larga y blanquísima camisa dejaba ver sus pies, aún de niña, sobre los que resbalaba una oscura gota de sangre. Y los dos recordaron al mismo tiempo a la golondrina muerta que, con sangre en una de sus alas, cayó del cielo.
– Aranmanoth, sácame de aquí -murmuró Windumanoth.
– Esta noche -dijo él-. Cuando nadie nos vea, ni espíe nuestros pasos, ni pueda llenar de piedras nuestro camino.
Aranmanoth aguardaba con los caballos ensillados junto al huerto. El silencio de la noche y su inconfundible aroma le permitieron repasar en su memoria todo lo que había sucedido desde la llegada a la casa de aquella niña que se había convertido, con el paso del tiempo, en la razón más profunda de su vida. Recordó los largos paseos por el bosque, las conversaciones que tantas veces habían mantenido en ese mismo lugar del que ahora se despedían. Volvía a ver las hojas de los árboles y las palabras que de ellas brotaban. También se veía a sí mismo mirando más allá del horizonte, y la mano de Windumanoth extendida señalando el camino hacia el Sur. La inquietud, la prisa y el temor de que alguien pudiera impedir su marcha confundían sus recuerdos. Incluso los de su más lejana infancia se enredaban unos con otros. Y vio a Orso nombrándole guardián de su jovencísima esposa, la cicatriz que le cruzaba el rostro y le recordó alejándose de él bruscamente, negando su afecto y huyendo de su mirada asombrada.
Aranmanoth estaba impaciente, y al fin apareció Windumanoth, bien entrada la noche. Ella llegaba con todo el perfume de los viñedos que él no conocia pero que imaginaba incesantemente. Imaginaba su olor, su dulzura, incluso su color. No tenía más que cerrar los ojos y respirar profundamente para que las tierras del Sur llegaran hasta él con toda la frescura y la belleza que contenían. En las palabras de Windumanoth el Sur era un deseo, un sueño que había ido alimentándose de sus fantasías y que le esperaba más allá de los bosques y las montañas, más allá de todo lo que hasta aquel momento había conocido.
Pero la tristeza también se respiraba en la noche. Windumanoth llevaba consigo, en su caminar por el pequeño sendero que conducía al huerto, la dolorida tristeza de una niña que se ha visto obligada a poner fin a un largo y maravilloso juego, y que, perdida en el interior de la noche, despierta y desea escapar. El miedo dejaba paso a un poderoso sentimiento de libertad y de esperanza que reclamaba su derecho a existir y a guiar sus pasos en busca de sus más íntimos deseos.
Y de este modo, los dos comprendieron que, definitivamente, estaban a punto de dejar atrás la infancia que les había unido.
Capítulo IX
A pesar de los intentos de Aranmanoth por mantener sujeto al caballo de Windumanoth, éste consiguió huir. Los dos muchachos se miraron extrañados:
– ¿Por qué habrá escapado? -preguntó Windumanoth.
Pero el silencio fue la única respuesta que escucharon. La noche se abría sobre ellos, inmensa, con todo el eco de palabras muy antiguas, siempre repetidas. Acaso el eco de los sueños, o deseos, de seres muy remotos, o quizá aún por nacer. La noche era su guardián cuando la tierra calla.
– Vámonos, vámonos -se impacientaba Windumanoth. Llevaba una capa oscura bordeada de piel que, a pesar de su grosor, no impedía que todo su cuerpo temblara.
– ¿Por qué tiemblas ahora que el invierno se ha alejado? -le preguntó Aranmanoth mientras la ayudaba a montar en su caballo.
– No tiemblo -dijo ella intentando dibujar una sonrisa.
– Podemos ir en busca de tu caballo siguiendo sus huellas. No andará muy lejos -dijo Aranmanoth.
– No lo hagas -dijo ella con decisión-. No deseo nada, ni a nadie, que huya de mí.
Aranmanoth no intentó persuadirla. Ella se abrazó a su cintura y los dos juntos, en el mismo caballo, se adentraron en la inmensa y quieta noche que -eso les parecía- les observaba expectante.
Abrazándose aún más a él, Windumanoth preguntó:
– Aranmanoth, dime, ¿crees que alguien nos mira?
Él no lo sabía, o no estaba seguro de lo que debía responder, y prefirió guardar silencio.
Y así avanzaron entre la maleza hasta que llegaron a la entrada del bosque que parecía estar esperándoles.
– Siempre oí decir -dijo Windumanoth-, allá en el Sur, cuando me hablaban de los bosques y de aquellos que se perdían en su espesura, que una pequeña y lejana luz aparecía cuando menos se esperaba. La luz provenía de alguna casa en la que siempre había gentes que les acogían.
Windumanoth se guardó de añadir: «o les devoraban». Prefirió callarlo en parte porque ya no era tan niña para creer en esas historias, pero también porque, de haberlo dicho, se habría asustado más de lo que estaba dispuesta a soportar.
– Mira -dijo Aranmanoth-, parece que alguien te ha escuchado. Distingo a lo lejos, entre aquellos árboles, una luz.
Y fueron hacia ella hasta que se dieron cuenta de que se trataba, simplemente, de la luz de una luciérnaga.
Muchas fueron las luciérnagas que encontraron en su camino a través del bosque, y muchas las veces que las confundieron con las luces de alguna casa habitada.
De todos modos, la primavera hacía que las noches fueran verdaderamente hermosas, y cuando se refugiaban, a falta de mejor cobijo, bajo las ramas de un viejo roble o al amparo de una cueva, junto a un riachuelo donde podían beber y bañarse, se daban cuenta de que el viaje les resultaba placentero a pesar de los contratiempos.
En alguna ocasión sí que dieron con alguna choza habitada donde poder pasar la noche. Y siempre había alguien -algún niño, o alguna anciana- que les preguntaba con verdadero interés por su viaje y sus orígenes.
– Vamos en busca del Sur -decían.
Entonces, narraban su historia y todos se quedaban asombrados al escucharla. Comprobaban la fuerza que puede llegar a contener un deseo, por más que éste parezca imposible.
– ¿Cómo es el Sur? -preguntó alguna vez un niño que temblaba de curiosidad al oír sus palabras.
Y entonces Windumanoth hablaba del frescor de los árboles frutales, del azul intenso del mar, de la alegría
de las gentes que habitaban aquellas tierras y de sus risas. También hablaba de la esperanza. Una esperanza que en realidad era la suya, su deseo de regresar a un tiempo que se le presentaba lleno de sueños posibles y alejado de todos los temores que había conocido en las tierras de Lines.
Quizá fuera por eso por lo que en todas las casas habitadas que encontraron en el bosque, Aranmanoth y Windumanoth hallaron cobijo y alimento. Descubrieron lo que es la generosidad de las gentes sencillas, su nobleza y su curiosidad, y éstas se prendaban de la belleza de los dos muchachos, y sobre todo, de sus palabras. Al amanecer, cuando reanudaban su marcha, les despedían con la esperanza de volver a verles algún día, cuando sus deseos se hubieran realizado.