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– Windumanoth, dime cómo es. Háblame del Sur -rogó Aranmanoth.

– El Sur -dijo Windumanoth, entrecortadamente puesto que parecía tener miedo de hablar- es un lugar cálido, donde se puede correr por el borde de la arena que corona el mar. El Sur es la tierra de los viñedos, de la alegría y de la vida. El Sur, Aranmanoth, es mi vida.

Aranmanoth sintió un leve estremecimiento, como un dolor que brotaba de su más escondida memoria, y exclamó:

– Volvamos abajo.

Y así lo hicieron. Bajaron las escaleras apresuradamente hasta llegar a la puerta del torreón. Buscaron en el cielo alguna señal que les sirviera de guía y les marcara un camino, pero no la hallaron. Tan sólo las nubes parecían saber a dónde se dirigían.

Al día siguiente la casa pareció temblar desde los cimientos de la decrépita torre hasta cada una de las estancias: se anunciaba el regreso del Señor de Lines.

Desde su cámara, antes aun de que le advirtieran de su presencia y de que debía prepararse para recibirle como debía, Aranmanoth supo que su padre había regresado. Se sintió invadido por un sentimiento en el que el miedo y el afecto se mezclaban. Era un sentimiento del que no podía desprenderse, como pesadilla que acecha el sueño.

Bajó a recibirle a las puertas de la casa. Mientras se acortaba la distancia entre su padre y él, y por encima del ruido que producía la soldadesca, Aranmanoth escuchó un clamor que se acrecentaba, contenido y oculto bajo las piedras. Sólo él podía oírlo.

Entonces fue cuando Aranmanoth vio avanzar un hombre hacia él. Al principio no le reconoció: una larga cicatriz cruzaba la mitad del rostro de tal manera que la expresión de su semblante era ahora completamente distinta. Sólo los ojos, sus grandes ojos, le miraban como antaño, si bien una profunda tristeza parecía empañar la antigua luz que los hacía inolvidables.

– Aranmanoth, Aranmanoth -fueron las únicas palabras que pronunció el Señor de Lines mientras apoyaba sus manos -de pronto pesadas, casi hirientes sobre los hombros de su hijo.

Capítulo VII

Era tan solo una cicatriz, pero para Aranmanoth fue un doloroso descubrimiento. Había algo en ella que le desvelaba la naturaleza humana, mucho más misteriosa e incomprensible de cuanto hasta entonces había creído. Aquella cicatriz dividía en dos el rostro de su padre, y las dos mitades parecían enfrentarse. Aranmanoth le amaba, y una parte de su cara le arrastraba hacia ese amor; pero también -y ahora se daba cuenta- le temía. En aquel rostro partido se leía renuncia y desesperación: acaso aquello era lo que las mujeres llamaban la tristeza. Y supo entonces que esta palabra adquiría una fuerza y un poder tan extremos que se asemejaba al que conllevan las palabras ira, miedo, o incluso odio. Al mirar a su padre se dio cuenta de que la tristeza era capaz de invadirlo todo, de permanecer suspendida en el aire y aun respirarse como se respira el olor de las cosechas, el del amanecer, o el del fuego que amenaza con arrasar y destruir cuanto halla a su paso. Ahora la mirada de su padre era también la suya, de algún modo lo era, y Aranmanoth pensó que quizá lo fuera desde el primer día de su vida, y no sólo de la suya, sino también desde el primer día de las vidas de todos aquellos que en ese momento le rodeaban. Porque Aranmanoth miró a su alrededor y encontró la tristeza en la profundidad de los ojos de todos ellos, por más que la disfrazaran con sonrisas de afecto y bienvenida.

Fue así como al abrazar a su padre, no pudo reprimir una pregunta:

– Padre, ¿por qué estás tan triste?

Orso lo apartó bruscamente, como si la pregunta de su hijo le hubiera ofendido, o incluso dolido. Y le dijo:

– Aguarda a que te llame a mi presencia.

Aranmanoth nunca había escuchado ni recibido una orden tan severa y tajante de Orso, y se retiró acongojado. En vano esperó su llamada durante todo el día. La inquietud se había apoderado de la mente del muchacho que permaneció en sus aposentos con la única compañía de Aranwin, el joven lobo que le miraba y mordía dulcemente sus ropas intentando provocar juegos y caricias. En silencio y pensativo Aranmanoth contemplaba las montañas y la belleza del bosque a través de una de las ventanas de su alcoba y se preguntaba por el origen del dolor que, en ese momento, le aprisionaba el corazón. «¿Qué es lo que ha cambiado?», se decía a sí mismo una y otra vez. Quizá la respuesta a aquella pregunta se agazapaba en las montañas dibujadas en el horizonte, o en el mismo bosque que le había dado la vida y que ahora se presentaba ante él lleno de oscuridad y de misterio. A su mente llegaron aquellas palabras que, alguna vez, en un tiempo remoto, escuchó a su madre, el hada del Manantial: «Hijo mío, no ames como aman los humanos».

Aranmanoth no llegó a recibir llamada, ni noticia alguna de su padre. Y al día siguiente supo por boca de los sirvientes que Orso había partido nuevamente hacia las tierras del Conde.

En cambio, sí recibió la llamada de Windumanoth. La encontró en su pequeño huerto, abatida y llorosa como nunca antes la viera, y rodeada por sus doncellas, que se miraban las unas a las otras, extrañadas ante la profunda tristeza de su señora. Windurnanoth las despidió al ver a Aranmanoth entrar en el huerto.

Cuando estuvieron a solas ella empezó a llorar. Pero aquel no era un llanto pequeño como el que, a veces, humedece la tierra al amanecer, sino un llanto comparable sólo a la lluvia que precede a una tormenta que, durante horas, ha estado preparándose y al fin estalla.

– Aranmanoth, hermano mío, sácame de aquí -dijo entrecortadamente.

– ¿Qué te ha ocurrido? -preguntó él asombrado-. ¿Quién te ha hecho daño?

– Nadie me ha hecho daño -contestó Windumanoth, tan débilmente que parecía que su voz no surgiera de la garganta sino de la brisa que, en ese momento, acariciaba su rostro.

Estaban solos, muy solos, sentados en un banco de piedra junto al pozo, en el centro del huerto de Windumanoth. Y así descubrieron que las lágrimas, algunas veces, parecen brotar, al contrario de la lluvia, del más escondido corazón de la tierra. juntos, con las manos unidas, y asombrados ante sus propios sentimientos, se asomaban al mundo y lo contemplaban como quien contempla, por primera vez, los insondables misterios de una tormenta.

– No llores más -dijo Aranmanoth-. No puedo soportar tu tristeza.

– ¿Tristeza es lo que siento? -preguntó Windumanoth, buscando los ojos azules del muchacho.

Y como cuando eran niños -y los dos se daban cuenta de que ya no lo eran- ella rodeó con sus brazos a Aranmanoth y le dijo con los labios pegados a su oído:

– Llévame al Sur, Aranmanoth, llévame al Sur.

– ¿Dónde está? -preguntó él.

Windumanoth no supo contestar. Se quedó callada unos segundos y al fin dijo:

– No lo sé. Ya no sé dónde está el Sur. Pero lo recuerdo, y sé que existe.

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