Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Vete de aquí, querida niña, vuelve al lugar de donde vienes y deja de buscar imposibles.

Windumanoth se reunió con Aranmanoth que la esperaba impaciente en el exterior del monasterio.

– Salgamos de aquí. Sira tampoco conoce el camino que hemos de seguir -dijo.

Y sus palabras iban cargadas de tanta tristeza y decepción que Aranmanoth no se atrevió a preguntar nada más. La ayudó a montar en el caballo y se alejaron de aquel lugar sin que nadie les despidiera ni les viera partir. únicamente el sol, que comenzaba a ocultarse en el horizonte, les vio proseguir su camino.

Capítulo X

Desde el día en que abandonaron el monasterio de las Damas Grises, Aranmanoth supo lo que era la desolación. Avanzaban por tierras desconocidas que nada tenían que ver con lo que buscaban y

esperaban encontrar en el Sur y, en silencio, escuchaba el llanto de Windurnanoth sobre sus hombros.

– No llores -le dijo una vez tras detenerse junto a un arroyo-. Windumanoth, no llores, encontraremos lo que buscamos. Estamos cerca, muy cerca…

Estaban sentados junto al arroyo y se miraron en él. En aquel momento vieron a dos criaturas que, sin ser completamente desconocidas, eran diferentes a cuanto creían ser.

Tanto se sorprendieron que, inmediatamente y los dos a la vez, apartaron sus ojos del río y miraron a su alrededor. Entonces se dieron cuenta de que todo se había transformado. La luz que se filtraba a través de los árboles era diferente y les iluminaba con una intensidad desconocida.

Y fue entonces cuando Aranmanoth oyó el rumor de una cascada.

La cascada le llamaba con palabras que sólo él podía comprender. En aquel instante sintió que todo su cuerpo tembló. Tenía ganas de reír y de llorar a un tiempo, y se supo arrastrado por aquella voz nacida del agua.

– Vayamos al manantial -dijo Aranmanoth agarrando de la mano a Windumanoth.

Y corrieron hacia la pequeña cascada con todo el entusiasmo de quienes intuyen que la felicidad está cerca, más de lo que jamás hubieran imaginado.

Hacía tanto calor que, sin apenas darse cuenta, se fueron desnudando. Y así, el uno frente al otro, con las manos unidas, se adentraron en la cascada. Se abrazaron bajo el torrente luminoso del agua y descubrieron cuán hermoso y placentero puede llegar a ser un cuerpo amado cuando se acaricia. Conocieron lo que es y será, por los siglos de los siglos, el encuentro con la vida, por más que dicho encuentro tenga lugar en un único y fugaz instante. Lo que les estaba ocurriendo, bajo la luz y el agua, era como el bosque, como el viento que arrancaba voces de la hierba y, en definitiva, como ellos mismos.

Cuando salieron de la cascada se vieron reflejados en las aguas del manantial y se dieron cuenta de que toda la luz del sol caía sobre sus cuerpos. Ellos no lo sabían, pero lo que les había sucedido era la repetición de aquel día, lejano pero inolvidable, en que el joven Orso, el actual Señor de Lines, se encontró con el hada del manantial.

Aranmanoth y Windumanoth salieron del agua y se contemplaron el uno al otro como si se vieran por vez primera. Había tanta alegría en ellos que apenas podían contener la risa. Por sus cuerpos resbalaban las gotas de agua, y se detenían en sus pestañas, en el vello, y en el borde de sus largos cabellos, ahora convertidos en una masa espesa. De ellos caían diminutas cascadas que se deslizaban por sus hombros.

Y entonces se tendieron en la hierba, el uno en brazos del otro, y de nuevo se encontraron y sintieron que se conocían, o se reconocían, desde un tiempo tan remoto como nuevo, tan dilatado como fugaz. Rodaron suavemente enlazados, sus labios y sus cuerpos tan unidos que parecía que nunca podrían separarse.

Fue así como descubrieron el profundo significado de aquella palabra que tantas veces habían escuchado en la voz del muchacho de los ojos negros, en sus canciones, y en las historias que contaban las mujeres junto al fuego. Y aunque parecía una palabra mágica que despertaba en su piel y en su más remota memoria, sin embargo era la palabra más simple y poderosa; la única capaz de distinguir a las criaturas humanas de las que no lo son.

El espléndido verano se mecía en los trigales, y el sol se apoderaba de la tierra y de todas sus criaturas. Todo parecía arder, desde las más diminutas hierbas o flores silvestres a las copas de los árboles que se alzaban como lanzas apuntando al firmamento. Aquel grandísimo sol que se presentaba como el rey del cielo y de la tierra borraba el recuerdo de la primavera, del otoño y del invierno. Tan sólo existía el verano, avasallador y depredador como el corazón. Pero en aquel momento ellos no recordaban las palabras del poeta, como tampoco recordaban que el mundo y las gentes existían, invadidas a veces de temor, de inquietud o de esperanza. Ignoraban que el mundo es siempre el mismo, que no conoce treguas ni olvidos, que nunca deja de rodar y de mostrar su cruel indiferencia hacia la felicidad que ellos acababan de descubrir.

Aranmanoth y Windumanoth habían dejado de buscar el Sur. Los dos sabían que el Sur estaba en ellos, y no fue necesario decirlo, puesto que la certeza de haber encontrado, al fin, lo que durante tanto tiempo habían buscado y deseado se mostraba ante ellos con la misma rabiosa luminosidad que emana del sol cuando está en su punto más alto.

Pero un día llegó el trueno.

Y se dieron cuenta de que no era el trueno de las tormentas infantiles. Ya no era el trueno que llenaba el cielo de su infancia de un vértigo blanco, ni el que les hacía temblar de temor ante lo desconocido. El trueno que llegaba venía de las gentes, de las mismas gentes que, hasta aquel momento, les habían ofrecido hospitalidad, alimento y cobijo. Era un trueno cargado de dolor, de miseria y sufrimiento. Era un trueno humano.

Capítulo XI

E1 valle por el que habían deambulado durante todos aquellos días, de alquería en alquería, de choza en choza, había desaparecido repentinamente, como si nunca hubiera existido. En su lugar aparecían destrozos, restos de fuego y miseria. Aranmanoth y Windumanoth contemplaban atónitos aquel desolado paisaje. La vida, la espléndida y dorada revelación de la vida que hasta aquel momento había supuesto el valle, su cascada y sus gentes, se había transformado de pronto en cenizas, llanto y, sobre todo, destrucción. Los dos se daban cuenta de que nunca antes habían respirado el olor de la muerte, y ahora lo percibían con total nitidez, como si se tratara de una sombra que creciera ante sus ojos asustados y les observara desde el cielo.

De entre los restos quemados de unos matorrales salió un niño con el rostro manchado de ceniza y sudor.

Aranmanoth y Windumanoth desmontaron del caballo y fueron hacia él:

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Windumanoth.

El niño la miró con un resto de temor en sus ojos brillantes y respondió:

– El Conde ha pasado por aquí.

23
{"b":"100368","o":1}