Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Me llamo un nombre distinto allá donde voy -contestó tras secarse con el dorso de la mano los labios mojados en un ademán que no estaba bien visto entre los moradores de la casa.

– ¿Por qué? -preguntó Windumanoth.

– Porque yo soy aquello que las gentes sueñan, o desean, o recuerdan. Por eso, allí donde voy, recibo un nombre distinto.

– ¿Y aquí qué nombre traes? -le preguntaron los muchachos al unísono.

– Aún no lo sé -dijo el muchacho tras una pequeña vacilación-. La verdad -y sonrió con ligera picardía- es que no lo sé, aunque si lo supiera no lo diría. Si os sirve de algo, os diré que podréis llamarme el poeta.

Al oír aquello, Windumanoth se levantó de su asiento y salió rápidamente de la estancia.

Aranmanoth corrió tras ella. Sujetándola por el brazo y lleno de angustia le preguntó:

– ¿Qué es lo que te ha ofendido? Dímelo y lo repararé con la espada.

– No se trata de ofensas, ni de espadas -contestó ella. De pronto, sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es un presentimiento.

Desasiéndose de su brazo Windumanoth corrió hacia su dormitorio. Y por primera vez, Aranmanoth ni siquiera intentó seguirla.

Ante la incómoda situación que se había creado, y tras descansar un rato más, el joven poeta se fue, no sin antes anunciar que regresaría en primavera.

Aranmanoth se retiró a su habitación y se tendió en el lecho. Lentamente fue repasando su vida. Aquella vida que parecía haberse sumergido en el devenir cotidiano y pacífico de su casa. Al mismo tiempo, a su memoria llegaban imágenes que le aterrorizaban al devolverle a los primeros pasos de su existencia: Eran las voces que hablaban de niños sagrados, sacrificados, salvadores… Alguien le mecía en sus brazos y, aunque se encontraba bajo una cortina de agua, tenía sed.

Capítulo VI

A escondidas, a veces, Aranmanoth jugaba a ser otro. No lograba entender muy bien de qué o de quién se ocultaba, pero aquellos juegos le resultaban placenteros y excitantes. La curiosidad despertaba lentamente en él, aunque no acertaba a definirla, ni mucho menos a satisfacerla.

Estando inmerso en estos juegos, Aranmanoth oyó un día la voz de su madre. Y pudo verla, casi transparente, en el interior de la cascada imaginada. Aquella imagen iba y venía, como su mismo recuerdo, como casi todos los recuerdos de la infancia.

– Hijo mío -murmuraba la silueta casi diluida en el agua-. Tú eres Aranmanoth, Mes de las Espigas, porque en ese mes fuiste engendrado. Y es el mismo mes en que voy a desaparecer yo. Hace muchos años cometí una grave ofensa a mi especie: amé a un hombre, una criatura humana. Un hada no puede permitirse esos caprichos. A lo largo de todo este tiempo he intentado recobrar los atributos de mi condición, pero no me ha sido posible, y el plazo de mi vida se acaba. Muy pronto te enviaré al que te engendró en mí. Espero que él se apiade de ti más de lo que los de mi especie se han apiadado de mí. Soy tu madre y bien sé que no te será fácil vivir entre dos mundos. Aún eres muy joven, casi un niño, y antes de que yo me vaya para siempre, escucha cuanto debo legarte: Aranmanoth, no ames como aman los humanos. Por tu media naturaleza será fácil que caigas en sus redes, pero no lo olvides: no ames como los humanos, hijo mío…

Ahí la voz y el recuerdo se extinguían y, con ellos, la silueta casi transparente de su madre. Aranmanoth no acababa de entender el consejo del hada, y todo en él eran dudas y preguntas a las que nadie podía responder. No conocía bien el significado de la palabra amor. La había escuchado alguna vez de los labios de las mujeres y también en las canciones de aquel poeta que pasó por su casa una tarde, pero el muchacho sólo reconocía la belleza y la emoción que parecía contener y transmitir cuando se pronunciaba. Para Aranmanoth el amor era un enorme misterio que, en aquel momento, tras las palabras de su madre, cobraba vida y se acercaba como una sombra amenazante.

El muchacho siguió recordando. Su memoria se alzaba como un jardín frondoso donde se veía a sí mismo: un niño inocente, de largos cabellos del color de la paja que se trenzaban en las puntas recordando a las espigas. Y se vio entonces conducido por un hombre desconocido, un hombre viejo con aspecto de campesino, que le llevaba de la mano hasta la misma puerta de la casa de Orso, su padre y Señor de Lines.

Y escuchó cómo el campesino le decía a Orso:

– Éste es tu hijo, engendrado en el Mes de las Espigas. Por tanto, su nombre es Aranmanoth. Éste es el niño que te va a redimir de todos tus errores, de todas tus crueldades, de todos tus olvidos.

Aranmanoth también guardaba en su memoria el momento en el que, por vez primera, vio el rostro joven.y afable, casi adolescente de su padre. Era un hombre asustado a quien no acudían las palabras. La admiración y el afecto se adueñaban de Aranmanoth cuando rememoraba el tiempo en que Orso le llevaba de la mano y le relataba que él era el único fruto de un encuentro misterioso y casi intangible, como suelen ser los encuentros con los sueños y los deseos. Orso hablaba de ello como si hablara de la felicidad perdida.

Pero llegó un día en que la memoria se transformó en imaginación, y Aranmanoth casi no podía recordar aquellos tiempos. La evocación de las criaturas y las voces del bosque, las palabras de su madre, y también los susurros de las mujeres junto al fuego se precipitaban en su mente impidiéndole saber quién era y a dónde iba. Entonces recordaba, o imaginaba, a Orso, su padre, que le cogía en brazos, le besaba y le decía al oído: «Hijo mío, hijo mío…».

Tal como había prometido el poeta -aquel que tomaba su nombre según era la tierra y el momento en que la pisaba- volvió con la primavera.

Aranmanoth y Windumanoth le recibieron con gran alegría. De nuevo escucharon sus canciones acompañadas del tañer de las cuerdas de aquel extraño instrumento. El poeta hablaba del amor y del dolor que lo acompaña. Eran canciones hermosas que mantenían absortos a los muchachos, pero, como la luz de una vela que se apaga, sus miradas se ensombrecían a la vez que la canción se acercaba al final.

Un día, estando a solas con el poeta, Aranmanoth le preguntó:

– ¿Qué es el corazón que, a veces, tanto duele?

– El corazón es eso que tenemos dentro y que la emprende a patadas, o simula paz, o llena de frío o calor nuestra naturaleza. El corazón, Aranmanoth, es el gran depredador.

– ¿Por qué dices eso? -se inquietó Aranmanoth.

– Porque el corazón es como un lobo, un lobo hambriento.

– No entiendo lo que quieres decir -dijo el muchacho cada vez más curioso.

El poeta reía mientras sus dedos pulsaban las cuerdas, aquí y allá, sin propósito de iniciar canción alguna: aquello era un caótico desconcierto que desazonaba aún más a Aranmanoth.

– El corazón es el gran depredador -repitió el poeta con la mirada perdida en el horizonte- porque puede destruir mitos y enseñanzas aprendidas, y aun deleitosas imaginaciones… Incluso esperanzas. Es lo más importante que has heredado de tu naturaleza humana, más aún que tu capacidad de entender el lenguaje del agua, o de las aves, o las voces del silencio.

14
{"b":"100368","o":1}