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Una mañana, como otras veces corrieron a refugiarse, en la estancia de las mujeres que hilaban y conversaban. Pero esta vez, al verles llegar, éstas cesaron en sus conversaciones, se levantaron y se inclinaron ante ellos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Windumanoth intimidada ante tal comportamiento-. ¿Qué es lo que ocurre?

Y corrió hacia la de más edad, que siempre fue su preferida, quien más acariciaba sus cabellos y más historias contaba. En realidad, Windumanoth buscaba sin saberlo el calor de la nodriza.

La mujer se desprendió de su abrazo y exclamó:

– Señora, comportaos. Ya no sois una niña.

Desconcertados, Aranmanoth y Windurnanoth, como habían hecho hasta entonces, se sentaron entre ellas frente al fuego. Pero las mujeres continuaron hilando en silencio.

Aranmanoth habló:

– ¿Qué es lo que os ha convertido en mudas cuando antes erais parlanchinas y contabais fábulas y cuentos que me deleitaban? Decidme, vosotras sois las mismas mujeres de antes, y yo soy el mismo Aranmanoth. ¿Qué ha pasado?

Las mujeres se miraron unas a otras. Y al fin, la más anciana de todas ellas, la que hacía un instante había rechazado el abrazo de Windumanoth, dijo:

– Aranmanoth, Aranmanoth… ¿No te has dado cuenta del paso del tiempo?

Pero Aranmanoth no supo qué contestar.

– Está bien, queridos niños, si así lo deseáis… Sentáos aquí. Intentaremos complaceros.

Y así lo hicieron, pero al cabo de un rato, Aranmanoth y Windumanoth se dieron cuenta de que algo que no llegaban a comprender había cambiado de un modo repentino. Se miraron a los ojos y sintieron que aquellas historias ya no captaban su interés como lo hacían antes, que aquellas voces no les conducían a lugares remotos y desconocidos ni las sentían a su alrededor anunciando secretos e imposibles. En realidad, se dieron cuenta de que tan sólo tenían ojos el uno para el otro.

Cuando horas más tarde, intentaban dormir, manadas de lobos hambrientos bajaron a los poblados, aldeas y burgos. Sus aullidos llegaban hasta sus ventanas. Entonces, Windumanoth y Aranmanoth pensaban que, quizá, si pudieran estar juntos y abrazados, los lobos y el miedo se alejarían. Sin embargo, el miedo iba poco a poco tomando la forma de aquellos largos y pavorosos aullidos, e iba adueñándose de sus corazones.

Mientras tanto, el viejo mayordomo del Señor de Lines contemplaba la noche y su misterio a través de la ventana de su alcoba. Su mirada parecía perdida en el infinito, sin brillo y sin vida; eran tan sólo unos ojos cubiertos por la escarcha que se adentraban, a través de un cristal, en el silencio de la noche. Un silencio únicamente interrumpido por los aullidos de los lobos que parecían acercarse lentamente.

A la mañana siguiente, Aranamanoth y Windumanoth se levantaron muy temprano:

– Niña -dijo Aranmanoth, quien, en ocasiones, la llamaba asi-, vamos al fuego de la gran sala, antes de que se levanten las sirvientas y mayordomos. De este modo, podremos conversar sin que nadie nos oiga.

Se instalaron en la sala donde, únicamente, despedían calor los restos de los grandes troncos reducidos ya a brasas. Sin embargo, para ellos eran piedras preciosas, porque sabían que muy pronto desaparecerían entre la ceniza. Acercaban las manos al calor para aventar el frío y, al fin, Windumanoth dijo:

– Aranmanoth, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué las mujeres, que tan buenas y cariñosas se mostraban con nosotros, ahora se inclinan ante nosotros? ¿Por qué sus historias ahora no significan nada?

– Tampoco yo lo entiendo.

Una invisible serpiente parecía reptar en el pensamiento de Aranmanoth. La amenaza de que algo, o alguien, terminara enroscándose en su corazón le rondaba como un mal sueño.

– Creo que, tal vez, las historias que cuentan las mujeres ya no nos dicen nada porque hemos dejado de ser los que éramos.

Y entonces, tras las palabras de Aranmanoth, se miraron a los ojos y supieron que algo había cambiado en sus vidas: algo sutil, casi inapreciable, pero cierto.

Continuó Aranmanoth:

– Jamás pensé que pudieras convertirte en la muchacha más hermosa que vieron mis ojos.

Aranmanoth se oyó a sí mismo pronunciar estas palabras con una voz tan temblorosa que parecía esconderse entre su mismo sonido.

– Ni yo pensé jamás que algún hombre pudiera ser tan bello como tú -respondió Windumanoth con tal suavidad que parecía que aquellas palabras apenas rozaran sus oídos.

Por primera vez desde que se conocían, no se abrazaron ni se besaron con la alegría y la naturalidad de antaño. Quedaron uno frente al otro' sintiendo que una larga e inquietante pregunta aleteaba entre los dos.

Pero Aranmanoth y Windumanoth no abandonaron sus costumbres. Todas las tardes -y eran tardes que solían prolongarse hasta bien entrada la noche- se reunían con las mujeres junto al fuego. Así creían recuperar poco a poco sus consejas y sus cuentos, como un intento desesperado de recobrar un tiempo definitivamente perdido.

– Dama Erica -decía Windumanoth con su tono más persuasivo-, cuéntanos otra vez la historia de Los dos hermanos.

La dama se hacía de rogar, pero al final la volvía a contar. Y aquella historia de los dos hermanos perdidos en el bosque que tanto les maravillaba cuando eran niños, de pronto, les parecía carente de sentido. Y así ocurría con cuantos relatos o fábulas contaban las mujeres tras las súplicas de los muchachos. Cuanto más se esforzaban ellas en contarlas, menos atractivas, 0 quizá, demasiado conocidas les parecían a ellos.

Anhelaban voces nuevas, historias nuevas, sonidos y silencios nuevos, puesto que en sus mentes -y también en sus corazones- comenzaban a habitar y a crecer deseos que escapaban a su control y a su entendimiento.

Hasta que un suceso cambió la rutina diaria. Un joven de largos cabellos y ojos negros llegó a la casa una fría y oscura tarde pidiendo cobijo. El viento helado golpeaba con fuerza las ventanas de todas las estancias. Aranmanoth y Windumanoth contemplaban desde la gran sala el sorprendente brillo del bosque, a quien el duro y cruel invierno no parecía ensombrecer. De pronto se sobresaltaron, puesto que escucharon unos insistentes golpes que parecían provenir de la puerta de entrada. Las sirvientas se apresuraron a abrir y allí encontraron a un hombre joven, y muy bello a pesar de su aspecto descuidado, que suplicaba refugio ante la tormenta de nieve que se avecinaba.

El hombre llevaba un instrumento musical que nadie había visto antes en aquellas tierras. Lo colocaba en su regazo y hacía vibrar sus cuerdas con dedos tan expertos que su música despertaba lo más escondido de la piel de quienes lo escuchaban.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Aranmanoth cuando aquel muchacho se tomó un respiro y bebió el vaso de vino que le ofrecieron las sirvientas.

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