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Aranmanoth aupó en su caballo a la pequeña novia y, llevándola a la grupa, entró lo más discretamente posible en la mansión. Allí se despidieron con una sonrisa y la promesa, aunque muda, de que muy pronto volverían a encontrarse.

Al día siguiente se celebró la boda. El Conde envió regalos, entre ellos, un hermoso caballo alazán, joven aún, para la novia. También una arqueta de madera negra que contenía piedras preciosas engarzadas en oro. La misiva que acompañaba era tan bella como sus presentes. Con gran orgullo y satisfacción, Orso leyó que su señor le apreciaba y le quería como al mejor de sus vasallos y que sabía que su elección era la más adecuada. De todos modos -y estaba dicho con tanta gentileza que apenas podía enturbiar la dulzura de aquel momento- requería inmediatamente la presencia de Orso en los territorios del Conde, pues malos tiempos corrían para él.

Orso leyó sus últimas palabras -o quizá advertencias, porque del Conde no se podía asegurar nunca nada- y sintió una extraña mezcla de alivio y desilusión. Lo cierto es que al Señor de Lines le agradaba ver, o creer, felices a cuantos le rodeaban: les veía beber y bailar contentos y le placían las fiestas en general, y lógicamente, en especial la de su boda. Pero también es cierto que Orso respiró aliviado ante la posibilidad de liberarse de tales boatos y regocijos.

A pesar de todos estos sentimientos, de algún modo inconfesables puesto que sólo atañían a la conciencia del Señor de Lines, la boda se celebró tal y como había sido planeada. El viejo capellán se revistió con sus mejores ornamentos que, aunque no parecieran lujosos, al menos tenían el honor de haber sido bordados por la abuela de Orso y habían sido utilizados en la boda de su padre.

La novia avanzó hacia el altar, donde la esperaba Orso, bello como jamás le vieran antes. Los cabellos castaños y dorados caían junto a su rostro en cascada brillante y rojiza. Sus ojos resplandecían y sus labios habían recuperado la antigua sonrisa de su juventud. Esa juventud que parecía perderse en la aridez de las tierras que le esperaban para mostrar su valentía y, acaso también su crueldad, como hombre que era en el mundo de los hombres.

Orso contempló con gran ternura a su pequeña esposa. Una ternura que, a golpes de duros aprendizajes en el castillo del Conde y de su propia experiencia, había alejado, si es que no desterrado, de su corazón. Era la ternura que nace ante la contemplación de la belleza o, quizá, de la inocencia perdida.

Windumanoth avanzaba lentamente puesto que la pesadez de su vestido no le permitía mayor celeridad. Llevaba sueltos los cabellos que caían sobre los hombros y, al contemplarlos nuevamente, le parecieron a Orso racimos de uvas en sazón, rojinegras, resplandecientes, y a la vez sedosas como mejillas de niño. Sus grandes ojos, dorados y asustados, parecían escaparse de la mirada curiosa de quienes la rodeaban, como ocurre con algunos animales cuando huyen entre el hayedo. Pero Orso alejó este último pensamiento y le tendió la mano. Una mano blanca y fría se apoyó en la suya, y así avanzaron juntos hasta el altar. Y la boda se celebró sin incidentes. Como cualquier otra boda, tanto de señores como de plebeyos.

Aranmanoth contempló cuanto sucedía con el mayor de los recatos. Permaneció en su acostumbrado sílencio durante largo tiempo; sus ojos buscaban, casi con desesperación, los ojos de su padre que acompañaba a Windumanoth hacia el altar. Y contempló con asombro los largos cabellos, como racimos de uvas negras, de la niña. Se conmovió al verles avanzar hacia lo que, ante sus ojos, se presentaba como una nueva y dolorosa despedida. Una despedida que él no llegaba a comprender, pero que -y esto sí lo comprendía- llenaba el aire de una delicada tristeza, parecida al sol cuando se esconde entre las montañas y sólo se escucha el sonido callado del viento en el interior de la noche. De este modo miraba Aranmanoth a su padre y a su joven esposa: conmovido y temeroso a la vez.

Aquella noche, en lugar de yacer los esposos en el lecho común, cada uno se retiró a sus aposentos, y la velada pasó en soledad para ambos, como cualquier otra de sus vidas. Era lo convenido y, por tanto, nadie se extrañó ni comentó esta circunstancia.

A la mañana siguiente Orso despertó a Aranmanoth, contra la costumbre, puesto que era Aranmanoth el encargado de despertarle a él. El niño se sobresaltó cuando vio a Orso en sus aposentos, se incorporó y miró atentamente el rostro inquieto y preocupado de su padre.

– Hijo mío -le dijo, poniendo ambas manos en sus hombros-. Escucha bien cuanto he de decirte.

Aranmanoth asintió en silencio.

– Te amo como jamás he amado a criatura alguna, y sé que soy correspondido… Pues bien, atiende a cuanto te digo: de ahora en adelante, y mientras yo esté ausente de estas tierras -y te advierto que será durante mucho tiempo- cumpliendo las órdenes de mi señor, el Conde, deberás ser el guardián de mi joven esposa y su protector más escrupuloso. Atenderás cuanto ella solicite, vigilarás y aun pelearás para que nadie abuse de sus pocos años. Y procurarás que no se entristezca, ni añore las tierras y las gentes de allí donde procede. Inventa para ella juegos, fiestas y todo cuanto se te ocurra, con tal de que no se sienta sola ni perdida. Sólo tiene nueve años. Y tú -añadió con una sonrisa mientras acariciaba sus cabellos dorados de largas espigas-, tú eres un niño también y podrás entender esta encomienda mejor que nadie.

Bruscamente se separó de él. Requirió sus armas, su caballo y sus hombres, y se alejó, quién sabe por cuánto tiempo, de las tierras de Lines.

Capítulo IV

La pequeña esposa no conoció la partida de Orso hasta muy entrada ya la mañana. Se desperezaba con el sol muy mediado en el cielo y aún se resentía de la vigilia. Durante el banquete nocturno, que se prolongó casi hasta la madrugada, ella hubo de presidir junto a su esposo la poca mesura que los invitados mostraban ante la comida y, sobre todo, bebida. Sin embargo, Windumanoth estaba acostumbrada a estos excesos en su propia casa, si no como partícipe de ellos, sí como curiosa niña, escondida entre tapices. Así que no sólo no le asustaban, sino que, incluso, la regocijaban internamente puesto que, en especial los hombres que abusaban de la bebida le recordaban a las gentes de su tierra. Y su tierra comprendía también el amor a su padre, a sus cinco hermanos y a sus dos hermanas.

Las dos hermanas de Windumanoth eran quienes la llevaban a escondidas, junto a alguna otra dama, a contemplar tras los tapices o ventanas tamaños regocijos, y luego las oía decir: «Es muy aleccionador ver así a los hombres y comprobar cuáles son sus debilidades, y aprender tanto de cuanto estamos viendo y oyendo».

Y entre risas sofocadas, y confiándose unas a otras innumerables secretos, retornaban luego a sus alcobas, poseedoras, al parecer, del más preciado y escondido misterio del mundo. Al menos, así lo pensaba la niña. Ella era demasiado pequeña para participar cabalmente de estas cosas y, un día, mientras su hermana mayor, la queridísima Liliana, la recostaba y abrigaba en el lecho que compartían, le preguntó:

– ¿Cuáles son los secretos de que habláis y que a mí no me es permitido escuchar? Yo soy, o seré, también, una mujer, y quiero saber cómo he de defenderme de los hombres.

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