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– ¿Lie? -la vieja voz de nuevo llegaba a Orso y se confundía con sus pensamientos-. Olí, no, ése no es tu verdadero nombre. Aranmanoth, ¿sabes tú cómo debemos llamarla de ahora en adelante?

Y ocurrió que, de pronto, toda la luz del otoño con sus más encendidos colores se apoderó de la niña. Y lenta y suavemente, como tenía por costumbre, habló Aranmanoth:

– No es que debamos bautizarla de nuevo, es que siempre, desde siempre y para siempre, se llama Windumanoth, que significa Mes de las Vendimias. Tan verdad es como que mí nombre es Aranmanoth, Mes de las Espigas.

En aquel momento, un ave grande y desconocida cruzó el cielo, y su sombra se arrastró de un extremo a otro del patio hasta desaparecer. Nadie, excepto Aranmanoth y Windumanoth se apercibieron de ello, y levantaron al mismo tiempo la cabeza al cielo, y la inclinaron luego al suelo hasta que ave y sombra desaparecieron.

A partir de entonces, todo fueron festejos y alegría. Las doncellas se apoderaron de Windumanoth y la llevaron a sus habitaciones. Eran amables, cariñosas, y poco a poco, la niña fue calmando su extrañeza y sus temores.

Aranmanoth caminaba junto a su padre hacia el interior de la casa. La cabeza ligeramente inclinada del niño le hacía parecer frágil y desconcertado. Lo cierto es que no comprendía bien cuanto sucedía a su alrededor y así, acercándose aún más a su padre y tirando con suavidad del extremo de la manga, le preguntó:

– ¿Por qué es preciso que contraigas matrimonio?

Orso se volvió hacia su hijo, acarició sus cabellos y le dijo suspirando:

– ¡Ay, hijo mío! Porque éstas son las leyes, y las condiciones, y las obligaciones que debo cumplir si deseo continuar y engrandecer mi estirpe. Tú no sabes todavía de esas cosas, pero quizá algún día las entenderás y respetarás.

Aranmanoth miró a su padre a los ojos y a Orso le pareció que en aquella mirada brillaba una luz diferente y desconocida -quizá la luz de la oscuridad- que se interpusiera entre el sol y la tierra.

Pero Aranmanoth no dijo nada más y se retiró.

En lugar de participar en los festejos que precedían a la boda y en los que, con la generosidad que, cuando le convenía, distinguía el Conde a Orso, se prodigaban hasta siervos y campesinos, Aranmanoth se internó con su caballo en el bosque, como hacía a menudo. Una congoja, pequeña aún, pero amenazadora, como aviso de un pesar más grande, iba larvándose en su corazón.

Era costumbre en él internarse en los bosques. Se abría paso entre los árboles en busca de escondidos manantiales que siempre le devolvían a un tiempo a la vez desconocido y familiar. Porque Aranmanoth conocía, y su padre no se lo había ocultado jamás, la raíz de sus orígenes. Se sentía naturalmente atraído por el rumor del agua y podía descifrar en los helechos de los hayedos el galope casi inaudible de los caballos de los elfos, las veloces correrías entre la hierba de criaturas malignas, o los gritos que había olvidado el viento entre las ramas de los árboles, gritos de criaturas maltratadas a quienes nadie escuchó. Eran las voces del bosque, y Aranmanoth se sentía acompañado por ellas, las escuchaba y las descifraba, las comprendía a la vez que reavivaban en él una gran curiosidad hacia los comportamientos y la naturaleza de los humanos. Se decía que, acaso, su parte humana era más poderosa que su parte mágica, puesto que nació de un hada demasiado joven, un hada capaz de desear y amar la belleza de un adolescente, por lo que fue desposeída de la mayor parte de sus poderes. Desde la noche en que Aranmanoth fue entregado al mundo de los hombres, el niño no había vuelto a ver ni a oír a su madre. Y, a veces, en las largas noches invernales, cuando el lobo aullaba y la nieve despertaba el gran silencio de los bosques, Aranmanoth lloraba en su pequeño lecho junto a Orso, como cualquier niño que ha perdido a su madre.

Aranmanoth había heredado de los humanos la gran curiosidad, el deseo incontenible de desentrañar cuanto le rodeaba y parecía no tener explicación. Y así fue como su necesidad de saber y conocer todo aquello que no sabía ni conocía le empujó al bosque aquel día. La desazón que albergaba en su corazón se parecía a la rabia, una rabia que nadie, excepto él, podía albergar.

El bosque le rodeó, encendido. Era la hora más alta del otoño, y Aranmanoth sabía que aquel era un momento fugaz y único, un momento que desaparecía casi tan rápidamente corno nacía. Se apeó de su caballo, se arrodilló, cerró los ojos y gritó. Su grito fue tan largo y tan antiguo que todos los helechos se estremecieron y hasta la última brizna de hierba parecía azotada. Pero su grito no podía ser oído por las criaturas humanas, del mismo modo que hombres y mujeres no pueden oír el grito de las ramas azotadas, ni de los ríos ocultos, ni del sol cuando muere o cuando resucita.

– Madre mía -exclamó-, ¿por qué me abandonaste? ¿Por qué me diste esta media naturaleza? No puedo saber quién soy. Has desaparecido de mi vida y de este mundo sin revelarme sus secretos. ¿Por qué me has traído a un mundo que sólo vivo a medias, que sólo comprendo a medias? ¿Qué hago yo en un lugar que no es mi lugar, y por qué añoro ese otro, al que tú y yo pertenecemos y que tampoco logro entender por entero?

Así estaba Aranmanoth de conturbado y triste cuando oyó unos pasos a su espalda. No eran las pisadas de los elfos ni sus pequeños corceles. Tampoco eran las pisadas de los ciervos jóvenes, que tan bien conocía, ni las cautelosas andaduras de cazadores furtivos que, en aquella estación, recorrían los bosques como sombras fugaces.

Frente a él se alzaba la pequeña Windumanoth, los cabellos al viento y los ojos asustados.

– Oh, señora… ¿Qué hacéis aquí? -gritó Aranmanoth. Porque tenía conciencia de cuánto debía protegerla y cuánto significaba para su padre.

– Aranmanoth, hermano mío, mi guardián… -murmuró ella. Y en su voz parecía temblar todo el miedo de los niños que lloran en la oscuridad-. Aranmanoth, me he escapado de las mujeres que querían vestirme y peinarme, y decirme cuánto he de desterrar de mi vida…, y encerrarme en un frasco de cristal como a una mariposa. Aranmanoth, hermano mío, yo no soy una mariposa.

Entonces Aranmanoth comprendió que su razón de ser en aquel bosque, frente a aquella niña que le suplicaba, era protegerla y salvarla de cuantas jaulas y mazmorras le acecharan, por más que éstas fueran invisibles. Y comprendió también el vuelo de aquella ave errante que dejó caer su sombra sobre sus cabezas, suelo adelante, sin que nadie, excepto ellos, se apercibiesen de su paso.

– No temas nada -dijo Aranmanoth mirándola a los ojos-. Yo estaré siempre a tu lado, para que nada ni nadie te aprisione ni retenga contra tu voluntad. Porque yo soy, no sólo tu guardián, sino tu amigo.

La niña corrió hacia él, y tal como hiciera en su primer encuentro con Orso, rodeó su cuello con los brazos, apretó su mejilla contra la de él y, así, sin palabras, dejaron que la luz del otoño se despidiera de los árboles, de la hierba y de ellos mismos. Todo fue tan rápido que apenas dio tiempo a deshacer su abrazo, mirarse a los ojos y sonreír. Así es como nace la amistad que, entre los humanos, es el sentimiento más parecido -o tal vez idéntico- al amor, por más que esta palabra fuera aún desconocida y misteriosa para ambos.

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