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Windumanoth volvió sus ojos hacia Aranmanoth que la miraba como si comprendiera cada uno de sus pensamientos, cada deseo y cada silencio, Windumanoth. dijo:

– No hay flores ntre apenada y sorprendida.

– Se han retirado -dijo él-. Ya volverán.

Se sentaron junto al pozo y jugaron con Aranwin, que les mordía dulcemente, y corría y saltaba a su alrededor. Pero al cabo de un rato, Windumanoth dijo:

– Aranmanoth, llévame hasta el bosque. En mi tierra no existen bosques como los que rodean esta casa, y quiero conocerlos… Una vez fui hasta allí en tu busca, porque sabía que te encontraría. Pero sin ti no tengo valor para volver.

Aranmanoth se sorprendió, aunque también se alegró, al escuchar las palabras de la niña, y dijo:

– El bosque es como mi otra casa, y será para mí una gran alegría enseñarte todos sus secretos… -y añadió un tanto confuso-: Por lo menos, los que yo conozco.

– ¿Tiene secretos? -preguntó ella asombrada.

Y Windumanoth se acordó de sus hermanas y de ella misma tras los tapices de su casa, allá en el Sur.

Como si les empujara una gran prisa por llegar a alguna parte, que no era solamente el bosque sino algún otro lugar del que aún no tenían noticia, se levantaron y montaron en sus caballos. Y regresaron al bosque.

Sobre los restos de lo que fuera otrora torre vigía, el viejo mayordomo les contemplaba ceñudo. Una sombra cruzaba sus ojos, como nube que avanza cielo adelante y se esconde entre las montañas.

Capítulo V

Entrar en el bosque era como violar un recinto desconocido, como introducirse en el interior de una casa enorme, taladrada de pasillos interminables y sorprendentes salones en busca de sus más íntimos secretos.

– ¿Por qué dices que el bosque es como tu segunda casa?. -preguntó Windumanoth, cada vez más curiosa.

– Porque aquí fui engendrado y aquí nací -contestó Aranmanoth.

– ¿Aquí?, ¿dónde naciste exactamente?

– Ese lugar es el único al que me está prohibido acudir -dijo él. No parecía, sin embargo, ni pesaroso, ni siquiera levemente molesto ante este hecho-. Las personas adultas suelen prohibir muchas cosas.

Bajaron de sus caballos, se alejaron de ellos y les dejaron pacer a sus anchas.

– Ven, te llevaré a mi lugar favorito -dijo Aranmanoth tendiéndole la mano.

Y ambos enlazaron sus dedos y avanzaron sobre la hierba, bajo la sombra roja y dorada de las hayas. Un relámpago dentro del bosque pareció partir en dos cuanto les rodeaba. Era como si una enorme mano invisible cortase los caminos y las sendas, y les negase cualquier atisbo para encontrar un lugar por donde avanzar.

– Me parece -dijo Aranmanoth- que se nos viene encima una tormenta.

– ¡Qué bien! -dijo ella-. Las tormentas en mi tierra son muy hermosas.

– Ven conmigo, ¡deprisa! -exclamó Aranmanoth atropelladamente.

Y así, cogidos de la mano, se adentraron donde la espesura apenas dejaba traspasar un rayo de luz. Respiraban fatigosamente, y sus frentes estaban inundadas de sudor.

– ¿Es aquí? -preguntó Windumanoth casi en un susurro.

Habían llegado a un pequeño claro en cuyo centro había un círculo de piedras blancas. A aquella hora resplandecía como si la luz naciera de su superficie. La oscuridad era tan suave que parecía brillar, como si fuera una inmensa lámpara enterrada. Windumanoth se sintió invadida de un respetuoso temor y le asustaba romper con sus palabras aquel extraño y sobrecogedor paisaje.

– Sí, aquí es -dijo Aranmanoth.

Y de pronto ocurrió algo prodigioso: Aranmanoth pareció elevarse sobre sus pies y alcanzar una altura fuera de lo corriente. No es que se distanciara de su compañera, sino que, a su vez, ella se elevaba con él, sobre los helechos y la hierba, y también sobre las escondidas criaturas que albergaban. Desde esa altura, la contemplación del bosque era distinta: ahora podían distinguir claramente el rumor del viento azotando las ramas de los árboles, el suave movimiento de la hierba y los helechos que parecían acariciarse o hablarse con voces apenas perceptibles.

– ¿Ves las hojas de los árboles? -continuó Aranmanoth-. Míralas despacio y luego cierra los ojos. Cada hoja es una palabra, y cada palabra corresponde a un color. Son palabras que no están escritas en ninguna parte, ni siquiera en los libros que guardan los monasterios. Todas las palabras juntas, todos los colores unidos, forman el arco iris. Será nuestro secreto.

Aranmanoth rodeó con sus brazos los hombros de Windumanoth, y juntos -abriendo y cerrando los ojos- fueron desvelando palabras y colores. Reconocieron el color morado de la palabra ira, y el gris del odio, o de la envidia, y el ácido limón del deseo.

– Nunca he visto un limón -dijo Aranmanoth.

– Yo sí -exclamó triunfal Windumanoth-. Yo vengo de una tierra donde los limones se exprimen y dan frescura al paladar.

De pronto, la voz de la niña se quebró como si quisiera llorar y al mismo tiempo despreciara las lágrimas. Acarició los largos cabellos de Aranmanoth y añadió:

– Deberíamos buscar un arca y guardar en ella nuestros secretos. Esos secretos que, con el tiempo, los adultos olvidan.

– No sé -dudó él-. La memoria es esa arqueta que a menudo se rompe.

– ¿Tú crees?

– No sé. Quizá se pierda.

Era un momento tan mágico -el bosque resplandecía y estaban tan altos y misteriosos los árboles- que decidieron no detenerse en tales disquisiciones.

– Agáchate -murmuró suavemente Aranmanoth al oído de la niña-. Haz lo mismo que yo.

De bruces sobre la hierba, ambos pudieron oír con nitidez un dulce y acompasado galope.

– Escucha atentamente -susurraba Aranmanoth casi sin mover los labios-. Y, sobre todo, no mires hacia atrás por más que te parezca que este sonido proviene de algún lugar remoto situado a tu espalda. Está totalmente prohibido. Lo que oyes es el cabalgar de mis hermanos los elfos. ¿Oyes sus galopes entre la hierba?

Pero Windumanoth giró la cabeza y miró hacia atrás. Su insaciable curiosidad la había obligado a no respetar una de las escasas leyes del bosque, y, por un instante, sintió un temor y una inquietud que la estremecieron. Al volver su cabeza al frente, pudo ver de cerca los ojos de Aranmanoth y, por vez primera se apercibió de la largura de sus pestañas de oro, y le pareció que aleteaban tan suavemente como ocurre con algunas mariposas llegado el último momento de su vida. Nunca antes habían estado tan juntas y tan enlazadas sus palabras ni sus risas.

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