Poco a poco fueron conociendo sentimientos y heridas que, hasta aquel momento, habían ignorado. El mundo no se reducía a Lines, ni a aquella casa en la que habían vivido, ni al huerto de Windumanoth, ni a las hojas de los árboles que dibujaban palabras con sus sombras. Ni siquiera el muchacho de los ojos negros, aquel que cambiaba de nombre según fuera el lugar en el que se encontrara, podría haberles enseñado la complicada red de sentimientos en la que viven los humanos. Así fue como, lentamente, iban sabiéndose cada vez más solos y, al mismo tiempo, parte de aquella larga y triste riada de gentes que huían sin saber a dónde dirigirse.
Únicamente les quedaba su caballo, aquel sufrido animal que les transportara allí donde su deseo o sus sueños les llevaran. «Orso nos espera», pensaban. Pero viajaban en silencio, como lo hacían todos los demás, siguiendo una ruta inexistente que se iba dibujando a cada paso.
Cuando llegaba la noche buscaban algún paraje propicio en el que descansar. Y con asombro y alivio comprobaban que, a pesar de la aniquilación que habían sufrido aquellas gentes, asomaba algo que, de alguna manera, recordaba a la alegría o, al menos, a la sonrisa de la vida. Pudieron sentirse aceptados por todas aquellas personas sin hogar ni lugar al que acudir, como si ellos también hubiesen sido desposeídos o maltratados. «Lo de siempre», había dicho aquel anciano, y Aranmanoth pensó que esas palabras resumían perfectamente la ininterrumpida, periódica e inevitable expulsión que algunos -y quizá ellos también- sufren a lo largo de sus vidas.
Todos aquellos hombres y mujeres se sentían unidos por su destino incierto. Y esa unión se percibía en el aire que respiraban. Descansaban alrededor de una pequeña hoguera y se miraban los unos a los otros como sólo pueden hacerlo aquellos que comparten un sentimiento, o incluso un sueño. La huida, el temor y la misma muerte enlazaban a aquellas personas que se comprendían e intentaban ayudarse. La amistad hacía que aparecieran sonrisas en aquellos rostros cansados y que se escucharan voces, incluso algunas canciones, en las que aún quedaban rastros de alegría. Se podía respirar un nuevo olor que nada tenía que ver con el de la muerte o la miseria, y ese olor hacía que aquellas noches resultaran cálidas y hermosas, a pesar de la devastación y el dolor causados por los soldados del Conde.
Las altas estrellas y el cada vez más apagado canto de los grillos señalaban que el verano se alejaba.
Durante aquellas noches, cuando de las hogueras tan sólo quedaban sus últimas brasas, Aranmanoth y Windumanoth se abrazaban sobre la hierba y respiraban el dulce aroma de la oscuridad cuando ésta deja de ser enemiga y se transforma en un manto que envuelve cuanto hay a su alcance.
Y se amaban.
Capítulo XII
Pero no había nadie que amara en Lines desde el día en que ellos lo abandonaran.
El viejo mayordomo de los ojos de escarcha oteaba incansablemente el horizonte. Al día siguiente de su partida envió gente en busca de Aranmanoth y de la esposa del Señor de Lines, y pasaba los días enteros, y sus noches, esperando alguna señal de quienes salieron tras ellos.
Y Orso volvió una noche en la que la oscuridad no se atrevía a adueñarse completamente de cuanto quedaba bajo ella. Fue una noche extraña; el cielo parecía indeciso y tembloroso, y Orso avanzaba con su pequeña tropa de regreso al hogar.
El Señor de Lines había ayudado a incendiar aldeas, a destruir cuanto encontraba a su paso obedeciendo las órdenes del Conde. Pero ahora, de regreso a Lines, algo pesaba en su corazón, y era algo que parecía atenazarle como si se tratara de una inconfesable traición. Orso se había educado y preparado para ser un caballero y, desde niño, sabía que la traición suponía una mancha imborrable, imposible de limpiar.
Y llegó a Lines aquella noche extraña e indecisa, y supo inmediatamente, en boca del hombre de los ojos de escarcha, que nada bueno le esperaba Orso quería estar solo; pidió reposo y silencio y se sentó junto al fuego en el viejo sillón que, tiempo atrás, fuera de su padre. En aquel momento supo que toda su vida no era más que un gran deseo de estar solo frente al calor y la misteriosa luz del fuego.
– No me cuentes nada porque nada quiero oír -dijo, sin mirarle, al mayordomo-. Mañana, o cuando el momento lo indique, te escucharé.
Y así quedó Orso a solas frente al fuego, y cerró los ojos a cuanto le rodeaba. Pero supo, a pesar de su soledad y su silencio, que el recuerdo de Aranmanoth le acompañaba. Y recordó el momento en el que el niño apareció en la puerta de la casa acompañado por aquel anciano que le llevaba de la mano y que después se perdió en la oscuridad, y la emoción que le invadió cuando su hijo le habló por vez primera: «Soy Aranmanoth, Mes de las Espigas». Orso quería olvidar, pero su propia soledad se lo impedía.
La noche se abría como un abanico oscuro que puede cerrarse o abrirse. Pero fueron sus ojos quienes se abrieron, se acercó lentamente a una de las ventanas de sus aposentos y desde allí le pareció escuchar el rumor de la hierba. Entonces su corazón pareció liberarse y escapar de una prisión que lo mantenía cautivo. Y Orso sintió ganas de llorar, y no por las atrocidades cometidas, ni por el horror causado en todas aquellas gentes de las que él no tenía noticia. Eran la noche y su inmensa soledad quienes le provocaban esos incontenibles deseos de llorar. Era su ignorancia, y el miedo a sí mismo. Eran las estrellas que parecían observarle desde el firmamento con unos ojos que él no alcanzaba a distinguir.
Y así pasó la velada, hasta que el cansancio le venció y se recostó, sin despojarse de sus ropas, sobre el lecho.
Volvió el sol, rojo, casi iracundo, feroz, y se apoderó nuevamente de la tierra.
El hombre de los ojos de escarcha llamó suavemente a la puerta de los aposentos de Orso y éste le hizo pasar. Escuchó sus palabras en absoluto silencio, sin que su expresión variara en ningún momento. Así fue como Orso conoció la huida de Aranmanoth y Windumanoth, y escuchó la palabra «traición» en la voz del mayordomo que hablaba entre susurros, como si temiera oírse a sí mismo. Orso fue hacia la ventana y desde allí contempló el resplandor del sol, cada vez más intenso, y los bosques inmensos que durante tanto tiempo le habían acompañado y, quizá, protegido.
Y entonces supo que aquello que en su entorno se consideraba una traición para él no lo era. Aquella mañana, Orso descubrió que la verdadera traición que él temía era secreta e inconfesable: la traición a sí mismo.
Siguió escuchando al hombre de los ojos de escarcha mientras el sol, impío y poderoso, se adueñaba completamente del cielo. Ya no quedaban los susurros de la noche, ni las imágenes que le conmovieron frente al fuego, cuando él, solo y sentado en su viejo sillón, repasó los momentos más importantes de su vida.
– Señor, como bien comprenderéis, no se puede tolerar un ultraje semejante -dijo el mayordomo.
Orso le miró fijamente y, sin que ninguna palabra brotara de sus labios, le ordenó salir de su estancia.