Y el Señor de Lines salió de la casa, montó en su caballo y, al galope, regresó al bosque en busca del manantial. Cuando nuevamente se halló ante él, Orso se sentó en la orilla y contempló, y escuchó, el continuo fluir del agua. «¿Por qué?», se preguntaba. «¿Por qué el amor de dos niños despierta tanto odio, o rencor, en los seres humanos?», se dijo. Y de pronto se vio a sí mismo muchos años atrás, cuando no era más que un niño solitario que temblaba ante las voces que susurraban las mujeres frente al fuego. Pero también recordó el tiempo que pasó en el castillo del Conde, su duro aprendizaje, los castigos y las leyes que debía respetar y que, sin embargo, nunca llegó a comprender. El látigo de su padre parecía restallar nuevamente en su espalda. Una gran confusión se apoderó de su mente hasta que la ira le invadió
«¿Por qué razón toda su vida había sido una sucesión de latigazos en su joven espalda?», se preguntaba.
«¿Por qué únicamente aquella vez, en el manantial pudo sentirse libre y en paz?» El ahogo crecía dentro de su pecho. Orso recordaba momentos hermosos y llenos de placer al lado de otros muchachos allá en el castillo del Conde y, sin embargo, se daba cuenta de que todos aquellos instantes estaban prohibidos, espiados, amenazados. Y entonces pensó, mientras contemplaba el suave fluir del agua, que la felicidad es algo que no se tolera, como si hubiese alguien que quisiera erradicarla de la naturaleza de los humanos.
Y llegó la orden del Conde. Éste quería que los dos fugitivos que, en su opinión, oscurecían y manchaban las nobles acciones, las gestas guerreras y la lealtad de Orso, fuesen perseguidos y castigados.
Aranmanoth y Windumanoth iban en dirección contraria a la de sus perseguidores. Los dos muchachos se dirigían hacia Lines, en busca de Orso. Deseaban contarle todo lo ocurrido desde el día de su partida, su infatigable búsqueda del Sur, los encuentros con las dos hermanas de Windumanoth, la generosidad de las gentes que hallaron en su camino y, sobre todo, la pureza del sentimiento que había nacido en ellos.
Las noches empezaban a ser cada vez más largas y frías. De aquí para allá iban y venían seres que huían, o soñaban, o se escondían. Aranmanoth y Windumanoth regresaban a Lines, conocían el destino de sus pasos, pero ignoraban por completo que una cruel amenaza se cernía sobre sus cabezas.
Su caballo se había convertido en un cansado animal que a duras penas les podía transportar.
– Lo que debéis hacer con ese caballo es matarlo -les dijo uno de los hombres que encontraron por el camino.
– ¿Por qué? -preguntó Aranmanoth asustado.
– Por que ya no sirve para nada… Y así podréis ahorrarle sufrimientos.
Aranmanoth se acercó a su viejo amigo, acarició su belfo, y por un momento pensó que existía alguna ley antigua y desconocida para él que prohibía y negaba la palabra amor. Y Aranmanoth se estremeció, como si de pronto, se abriera ante él el más feroz invierno que se pudiera imaginar.
– ¿Por qué tiemblas? -le preguntó Windumanoth abrazándose a él.
– Tengo miedo -dijo Aranmanoth.
Tomaron de las bridas al viejo caballo y, sin subirse más a su lomo, lo llevaron con ellos.
Formaban parte de una inmensa riada de gentes. La mayoría huía de la devastación que habían sufrido sus hogares, pero otros había también que, como ellos, regresaban a sus aldeas. Sin embargo, tan sólo encontraban destrucción y cenizas aún ardientes en los lugares que, poco tiempo antes, fueron sus chozas, sus casas o sus refugios. El cielo seguía cubierto por una gran nube de partículas negras, y el olor nauseabundo a carne y aldeas quemadas se hacía en ocasiones insoportable.
Pero la esperanza no desaparecía. Los que llegaban a sus antiguos hogares, ahora convertidos en despojos, lloraban y maldecían, se arrodillaban junto a algún árbol que aún se mantenía en pie y miraban al cielo buscando una respuesta que nunca llegaba. Pero al cabo de un tiempo de desesperación y de enorme tristeza, la ilusión regresaba y se disponían a levantar, piedra a piedra, una nueva vida.
Aranmanoth y Windumanoth se despidieron de todos aquellos hombres y mujeres que durante tanto tiempo habían sido sus amigos, y prosiguieron su camino hacia el señorío de Lines.
– Tened cuidado -les dijeron mientras se alejaban-. Niños, tened mucho cuidado.
Y parecía que en sus ojos hubiera una pena anticipada, un presentimiento que se dibujaba en aquellas palabras.
Así avanzaban en su regreso. Y durante todos aquellos días fueron reconociendo paisajes a la vez que hallaban el horror de las batallas y de las derrotas: las aldeas quemadas, los campos calcinados y las agoreras aves negras atravesando atardeceres que hubieran sido hermosos de no verse rodeados de tanta desolación.
Hasta que un día sintieron que el cielo rosado se extendía como un manto bienhechor sobre sus cabezas. El color y el olor de la paz se adivinaban en el horizonte. A pesar del cansancio vieron como la ira y la violencia iban quedando atrás. Encontraron alquerías con paredes blancas y limpias, sin señales de destrucción, los campos de trigo observaban su lento caminar y parecían recibirles esperanzados. Y vislumbraron en el cielo pájaros que nada tenían que ver con los que anunciaban la muerte. Eran las aves que les acompañaron en sus primeros días, sencillas y sin gran colorido, como los ruiseñores que cantan, simplemente, para escucharse o hacerse escuchar. Aranmanoth y Windumanoth recordaron al muchacho de los ojos negros, aquel poeta que tañía las cuerdas de su extraño instrumento y entonaba dulces, aunque tristes, melodías.
– ¿Adónde habrá ido? -se preguntaban.
Las riacheras negras volvían a formar parte de sus vidas. Las veían bajar, como flechas blanquinegras, hacia el río en busca de comida. Contemplaban su vuelo y la sonrisa aparecía en sus rostros cansados.
Una mañana, cuando apenas había asomado el sol tras las colinas, Aranmanoth escuchó el canto de un mirlo. Se habían dormido bajo un gran moral, y el muchacho se incorporó y vio cómo el cansado caballo les abandonaba. Despacio, pero inexorablemente, se alejaba de ellos en dirección a los bosques que de nuevo les rodeaban, cada vez más espesos.
Sin detenerle, Aranmanoth contempló el lento y fatigado caminar de su viejo amigo que, poco a poco, se iba haciendo más pequeño ante su mirada. El caballo se internó en la espesura del bosque para no regresar jamás. La alta hierba del prado que se extendía frente a los bos~ ques iba doblándose, como si un gran pesar la agitase. «La hierba llora», pensó Aranmanoth. «Pero no sólo llora por nuestra separación, la hierba está llorando por algo aún más triste…», se dijo.
En aquel momento, Windumanoth se desperezó y abrió los ojos. El sol ya se había apoderado completamente del cielo, y deslumbrada, protegió su rostro con las manos. Pero sonrió cuando vio a Aranmanoth junto a ella.
Y fue entonces cuando se apercibieron de que, nuevamente, la hierba se doblaba bajo las pisadas de una criatura que se dirigía hacia ellos.