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Y entonces regresó a la memoria de Aranmanoth aquella noche en que una muchacha, casi una niña, iba a ser quemada viva, y recordó su grito irrumpiendo en la oscuridad, y también la mirada de agradecimiento de la joven cuando él la salvó de la muerte. Aquellas imágenes se mezclaban ahora con las de la pequeña aldea quemada, y Aranmanoth, como hiciera aquella vez en el bosque, se preguntó por qué una y otra vez sin que ninguna respuesta llegara hasta él. Sabía que la respuesta a esa pregunta se escondía en lo más profundo y escondido del corazón humano.

Windumanoth lloraba en silencio. En su llanto no sólo había tristeza; la rabia y la impotencia se desliza~ ban por sus mejillas hasta caer al suelo y perderse entre las cenizas.

El verano desaparecía del mismo modo que el rojo sol, tan poderoso, se hundía poco a poco en la lejanía. «¿Qué es lo que está ocurriendo?», se preguntaba Aranmanoth. La noche se acercaba lentamente y, por vez primera, se daba cuenta de que la oscuridad podía convertirse en una trampa, en un desconocido enemigo. No había luna en el cielo, ni siquiera las luces de las luciérnagas iluminaban el paisaje. No estaban ya en la noche amiga, cómplice y embriagadora del verano, aquel verano que encendía la tierra bajo sus pies descalzos y que llenaba de voces, de antiguas voces, su corazón. Parecía que su naturaleza mágica, la heredada de su madre, quedaba suspendida y, quizá, escondida en las aguas de aquella cascada en la que había conocido la felicidad. «El corazón es como un lobo hambriento», pensó. Y comprobó cuánta verdad había en las palabras del poeta: su corazón, como el del resto de los humanos, era un depredador.

Las gentes de aquella y de otras aldeas huían atropelladamente de la muerte que había arrasado sus hogares. Eran los mismos hombres y mujeres, ancianos y niños que poco tiempo antes se habían mostrado generosos y alegres, asombrados ante la belleza de las palabras de aquellos dos muchachos que vagaban en busca de un deseo que parecía inalcanzable. Ahora todos huían. Nadie reconocía a nadie; nadie escuchaba a nadie. El terror y la desesperación se percibían con tanta nitidez que parecían ser lo único que existiera sobre la tierra.

Aranmanoth y Windumanoth se sentaron al borde del sendero, en lo alto de la colina. Desde allí veían la aldea humeante al tiempo que se preguntaban cómo era posible que, en tan poco tiempo, el mundo se hubiera vuelto del revés.

Y así pasaron la noche, despiertos y en absoluto silencio.

Al amanecer, cuando descendieron al valle, comprobaron que el aire estaba lleno de partículas negras que se desplazaban lentamente y les rodeaban. Un largo grito, aunque inaudible, se alzaba desde los despojos y las calcinadas piedras que aún permanecían en pie. Aranmanoth escuchó ese grito y en él reconoció a la muerte.

Un anciano se acercaba lentamente al lugar donde ellos se encontraban. Arrastraba tras de sí un carro desvencijado en el que, al parecer, transportaba cuanto había podido salvar del desastre.

– ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Adónde vas? -preguntó Aranmanoth.

El hombre le miró, y en sus ojos Aranmanoth creyó ver la desolación y el horror que acompañan a la naturaleza humana.

– Lo de siempre -dijo con una voz apenas audible. Lo de siempre.

Y Aranmanoth ya no tuvo nada más que preguntar. De algún modo, las palabras del viejo adquirían en su mente una dimensión nueva, acaso inabarcable, y permanecieron del mismo modo que permanecían las palabras del poeta o el rostro asustado de la muchacha a la que salvó de la hoguera. «Lo de siempre…», dijo para sí Aranmanoth mientras contemplaba la espalda encorvada del anciano que, con dificultad, arrastraba lo poco que parecía quedar de su vida. Acaso algún recuerdo, alguna leve esperanza contenida en enseres domésticos, tan modestos como una silla de anea, un cuenco de madera o un viejísimo libro que nadie en su familia pudo nunca leer, ni comprender de qué modo había llegado hasta sus manos. «La parte humana de mi naturaleza es tan hermosa como horrible», se dijo. Y Aranmanoth cerró los ojos porque no quería ver la espalda del anciano, los huesos como alones que se adivinaban bajo sus harapos, ni el cabello ralo, blanco y suave como el de un niño, que aún brillaba y se agitaba temblorosamente en su precipitada huida. Y entonces pensó que algo había en los humanos que no se dejaba abatir, ni siquiera en los momentos más difíciles.

Aranmanoth volvió sus ojos hacia Windumanoth y la vio tan frágil y tan menuda, con su rostro blanco enmarcado por los cabellos negros como racimos, que su corazón pareció vacilar. Los grandes ojos de la muchacha estaban inundados, como si hubiera estado lloviendo en su interior durante días y noches interminables.

– No llores -murmuró él acercando sus labios a los de ella. Pero también los labios de Windumanoth estaban cubiertos de lágrimas.

– Lloro porque nos han arrebatado nuestro verano, el Mes de las Espigas -dijo ella. Y no había amargura en su voz, ni siquiera tristeza. Era como un eco, como un lejano resplandor de un sentimiento que se alejaba hasta convertirse en un recuerdo.

– Yo soy Aranmanoth, Mes de las Espigas -dijo él tan firmemente que sus palabras parecían borrar cuantas se hubieran pronunciado antes, o se pronunciarían después.

No sabía de dónde ni por qué misteriosa razón llegaban hasta él tales pensamientos. Lo cierto es que en su interior se abría un gran asombro que por momentos le encolerizaba y, a la vez, le llenaba de júbilo. Sin embargo, el aire traía el olor de la muerte, de la aldea calcinada, del temblor del anciano que arrastraba los míseros despojos de toda una vida en la que acaso conoció la felicidad. Entonces Aranmanoth dijo:

– Soy ignorante. No comprendo cuanto sucede a nuestro alrededor. Desconozco el oscuro origen de todo este sufrimiento, pero, Windumanoth, me hicieron tu guardián, y no quiero verte llorar.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y dijo:

– No es de mis lágrimas de quien tienes que guardarme -y añadió-: quizá no te hayas dado cuenta, pero también he llorado de alegría entre tus brazos.

El cielo que, hasta aquel día, aparecía terso y azul se había estremecido por la invasión de aves carroñeras que arrastraban su sombra allí por donde pasaban.

Entonces fue cuando regresó a la memoria de Aranmanoth el nombre y la figura de Orso.

– Windumanoth, debemos regresar a Lines -dijo-. Orso, mi padre, está allí, y únicamente él puede comprendernos, puesto que nos ama a los dos.

– Es cierto -dijo ella-. Orso es el único que verdaderamente nos ama a los dos.

Y emprendieron el viaje de retorno.

Se unieron a todos aquellos que huían de la desolación, de la ruina de sus hogares y de la pérdida de sus seres queridos. Nunca antes pudieron pensar que fueran tantos los que huían, ni que sus pérdidas y su desesperanza fueran tan grandes y numerosas. Tampoco sabían lo que estaba ocurriendo en las tierras de Lines, ni en el corazón de Orso. Cuando ellos oían hablar de la crueldad de las tropas del Conde, no alcanzaban a adivinar, ni siquiera a imaginar, que en esas tropas podría encontrarse el Señor de Lines. Para Aranmanoth y Windumanoth, Orso era cuanto creían bueno, puesto que era, en suma, cuanto tenían.

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