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– Aranmanoth -dijo ella-, estoy muy tranquila, siento mucha paz en mi corazón. Ni siquiera en mi país experimenté esta sensación.

– Yo también -contestó Aranmanoth. Pero una ligera tristeza se apoderó de su voz-. Windumanoth -dijo lentamente-, aunque pueda leer en las hojas del bosque y entender el lenguaje de los pájaros hay muchas cosas que ignoro y siempre ignoraré. Sin embargo, a partir de ahora y durante mucho tiempo, si todavía estamos juntos, podremos encontrarnos bajo la sombra que estos árboles proyectan en el suelo…, y sé que viviremos momentos muy hermosos.

Aranmanoth no dijo nada más y los niños que eran se abrazaron fuertemente, tal vez para defenderse o protegerse de algún desconocido sentimiento que, como halcón, sobrevolaba la corteza de la tierra.

Muchas fueron las ocasiones en que Aranmanoth y Windumanoth se encontraron en el bosque. Allí se sentían libres y alegres. Enlazaban sus manos y se adentraban en su espesura. Los escasos rayos de sol que se atrevían a traspasar las ramas de los árboles caían sobre ellos y les iluminaban como si los niños fueran un amanecer que creciera más allá de las montañas.

Aranmanoth instruía a Windumanoth en el lenguaje de las hojas que, ya maduras en el avanzado otoño, caían sobre sus cabezas como una lluvia de oro.

– He aprendido mucho de ti -dijo un día Windumanoth-. Creo que ya casi soy tan sabia como tú. Pero hay algo que me preocupa. Dime: ¿qué ocurrirá cuando el Señor de Lines, mi esposo, regrese de la guerra?

– No lo sé. Cuanto más creo saber, más ignorante me siento.

– Pero tú y yo no nos vamos a separar nunca, ¿verdad?

Windumanoth miraba atentamente los ojos de Aranmanoth, como si en ellos no sólo estuvieran escondidas las respuestas a sus preguntas, sino también la calma y el consuelo que sólo él podía ofrecerle.

Entonces Aranmanoth dijo:

– No nos separaremos nunca. Siempre seremos nosotros dos.

– Sí -contestó Windumanoth-. Nosotros dos.

Y todo cuanto les rodeaba y estaba en ellos era ellos dos.

El invierno llegó y un intenso frío se extendió por toda la tierra. Los bosques y campiñas, y todo lo que podía abarcar la vista, se cubrieron de nieve.

Aranmanoth y Windumanoth mantenían largas conversaciones mientras paseaban por los alrededores de la casa, cubiertos sus cuerpos con ropas y pieles que impedían que tuvieran frío. Pero lo que más les abrigaba era, sin duda, las cálidas palabras que brotaban de sus labios y que les envolvían como la capa más gruesa e impenetrable que, con manos humanas, se hubiera tejido jamás. Correteaban por el interior de la casa, jugaban como juegan los niños, se escondían detrás de los tapices hasta ser descubiertos. El pequeño Aranwin les seguía y les delataba, mordisqueaba sus ropas y saltaba de alegría cuando cualquiera de ellos le acariciaba o le perseguía por la nieve hasta caer exhausto y temblar de felicidad.

Una tarde, se encontraban los dos sentados frente al fuego, en los aposentos de Windumanoth, cuando escucharon, callados e inmóviles, las voces que se escapan del tiempo y lo atraviesan como una espada se abre paso a través de un ejército invisible. Entonces Aranmanoth dijo:

– Soy tu guardián y quiero que conozcas el sonido del silencio. ¿Puedes oírlo? Casi ninguna criatura humana puede oír el silencio. Pero para mí es algo así como si bebieras de una copa todo cuanto puede ofrecerte la felicidad.

– ¿Qué es la felicidad? -preguntó Windumanoth

– No lo sé muy bien. Para mí, como te digo, la felicidad se parece al silencio.

Y así permanecieron largo rato, permitiendo que el silencio les rodeara de tal modo que era lo único que exis~ tía. Y era un silencio que les susurraba secretos y les hablaba como algunas veces lo hace el fuego o el agua de una cascada que estalla en un manantial. No era el silencio, sin embargo, lo que les unía, pero era algo parecido.

De pronto, Windumanoth se estremeció, como bajo la presencia de una duda amarga, parecida a una sombra amenazadora que crecía ante sus ojos. Miró a Aranmanoth como siempre le miraba, como si sólo él pudiera apaciguar su inquietud, y le preguntó:

– Aranmanoth, ¿tú crees que tu padre, el Señor de Lines, se acerca a mí?

– No lo sé -respondió él. Y en verdad no lo sabía.

Pero Windumanoth siguió preguntando:

– No me refiero a si se acerca con sus hombres hacia aquí: no te hablo de la guerra. Te pregunto por sus sueños, por sus deseos. ¿Tú crees que se acercan a mí?

– No lo sé -repitió él tristemente-. Sólo siento que me apenan tus preguntas.

– ¿Y tu tristeza? -preguntó Windumanoth-. ¿De dónde nace tu tristeza?

– Yo no creo que pueda llamarse tristeza a cuanto llena mi corazón -respondió él-. Quizá encontremos la respuesta en las hojas de los árboles.

Porque desde la ventana podían ver las hojas agonizantes de los árboles del pequeño huerto de Windumanoth, y todavía podían dibujar alguna sombra en el suelo. Aranmanoth leyó la palabra nostalgia y dijo:

– Es una palabra nueva para mí. No la había leído antes pero, desde este momento, sé que permanecerá escrita en mi corazón. Quizá la nostalgia sea un deseo; o el resplandor de un tiempo en que -creíamos ser felices.

Windumanoth enlazó su mano con la de él y dijo:

– Yo sí conocía esa palabra porque, ¿sabes?, la nostalgia no es únicamente regresar al bosque y a su hayedo, o a los colores de las palabras. Ni siquiera es el anhelo de retornar a nuestros primeros días en el otoño. La nostalgia es también el tiempo de mi infancia en el Sur, entre los viñedos y los olivos. Es el aroma del mar. ¡Ay, Aranmanoth!, tengo nostalgia del Sur. Quiero regresar al Sur.

Aranmanoth agachó levemente la cabeza tras escuchar a Windumanoth, como si no deseara seguir mirando las palabras que las hojas de los árboles dibujaban al caer:

– Cuando venga mi padre se lo diremos. Seguramente te complacerá y te permitirá regresar a tu tierra.

– Pero tú vendrás conmigo, ¿no? Quiero enseñarte todos los secretos de mi país, como tú me has enseñado los del tuyo.

Aranmanoth alzó la cabeza, miró a Windumanoth, le sonrió dulcemente y dijo:

– Pues así se lo diremos a mi padre. Él es bueno y, además, me ha nombrado tu guardián.

El invierno avanzaba. Nadie podía salir de su guarida sin sentir la crueldad que acompaña a quienes no tienen donde cobijarse.

Aunque no lo sabían, Aranmanoth y Windumanoth habían crecido. En ocasiones, ni siquiera la memoria de los humanos o su proceder se corresponden con la edad que les adjudican los manipuladores del tiempo. De este modo, ambos conservaban aún la ignorancia de su primera edad.

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