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Guiados por un mismo deseo, treparon nuevamente escaleras arriba hasta lo más alto de la torre desde donde se avistaban los confines de sus tierras. La torre no era más que la memoria ruinosa de un tiempo en que los de Lines se sabían amenazados y en peligro, una época en la que peleaban por mantener una libertad que, con el paso de los años, dejó paso al vasallaje y a la protección del Conde.

Windumanoth se alzó sobre sus pequeños pies y Aranmanoth advirtió que iba descalza y que sus pies eran pequeños y muy blancos, casi tanto como su rostro. El color natural de su piel, que Aranmanoth tan bien conocía, era a la vez rosa y dorado, como las uvas, y tenía su misma tersura de seda. Pero ahora las pestañas de Windumanoth brillaban inundadas de gotas de agua, como él sabía que amanecía la hierba antes de salir el sol. Y recordó aquel amanecer, cuando regresaba del bosque tras haber salvado con sus palabras y su decisión a la muchacha que iba a ser quemada en la hoguera; recordó cómo el bosque se teñía de colores dorados a medida que surgía el sol en el horizonte, y vio las gotas que olvida el rocío sobre la hierba y los helechos, y recordó también su propio llanto y las palabras del poeta a su lado. Y parecía regresar aquella insospechada fuerza, nunca antes conocida, que había brotado de su interior aquella noche.

– Aranmanoth, hermano mío, llévame al Sur -repitió Windumanoth.

De pronto, al escuchar la palabra «hermano» revivían en él las débiles palabras de la muchacha a la que salvó de la hoguera, y escuchó una voz que murmuraba en su interior: «Tal vez para esto has llegado hasta aquí, Aranmanoth…». Aunque no entendía cabalmente lo que esa voz le decía, ni siquiera el eco que arrastraba, lo cierto es que algo levantó su ánimo y su corazón deseaba huir de su prisión.

Y así fue como alegremente -porque la tristeza se había agazapado en algún lugar de la torre, tal vez entre las almenas vejadas por el tiempo-, Aranmanoth dijo:

– Indícame dónde está el Sur y yo te conduciré. Mientras yo viva, nadie impedirá que llegues a él.

Se acercaron aún más a las almenas y atisbaron la tierra que se extendía a su alrededor. En aquel momento Aranmanoth se dio cuenta -y ella también, puesto que lo miraba asombrada- de lo mucho que habían crecido desde la última vez que subieron a la torre. Contemplaron el mundo y sus miradas se perdían en el horizonte, deseando quizá ir más allá, más allá de cuanto habían sido sus vidas hasta aquel momento.

Un gran silencio emanaba de cuanto alcanzaban sus ojos. Era el silencio que a veces se apodera de la tierra y de las gentes que la habitan, hasta de la hierba y de las diminutas criaturas que la recorren. Era un silencio tan grande que parecía desprenderse del cielo y eternizarse o desaparecer en el parpadeo de un niño o en la irreversible soledad de la vejez y los recuerdos.

Windumanoth rompió el silencio que pareció quebrarse como el cristal. Pero no fue su voz lo que provocó el estallido, sino su brazo desnudo, que señalaba un camino confuso y oscuro. Dirigía su brazo y su mano abierta hacia algún punto remoto, más allá de los bosques que les rodeaban:

– Allí… Aranmanoth, allí está el Sur.

Una súbita alegría detuvo el temblor del miedo que antes la aprisionaba y se adueñó de los corazones de los dos muchachos que miraban extasiados hacia lo lejos, en busca del camino de sus deseos: el camino que les llevaría al Sur.

– Te doy mi palabra de guardián, y de amigo: te conduciré hasta allí -dijo Aranmanoth.

Y ninguno de los dos pensaba en aquel momento en Orso, ni en el matrimonio de Windumanoth, ni en el joven poeta de ojos negros. Ni siquiera pensaban en las mujeres que hilaban en las ruecas o en las voces y advertencias que brotaban de sus historias. Sólo eran ellos dos, de pronto libres, como si en lugar de abandonar las almenas y, corriendo, descendieran las escaleras de la torre, hubieran podido navegar sobre el aire y la luz que les empujaba.

Aquel mismo día llegaron los vencejos y las golondrinas. Todo el aire se llenó de gritos, de una alegría, quizá imperceptible para muchos, pero no para Aranmanoth. Él era capaz de comprender el lenguaje de los pájaros, y ahora el cielo se llenaba de mensajes que él recogía y descifraba naturalmente. En aquel momento, la alegría lo era todo: el olor del aire, los ruidos de la casa, la voz de los sirvientes, los aullidos de Aranwin, e incluso los humos y olores de la cocina y las risas de las campesinas que llevaban pan a los hombres que trabajaban los campos.

Todas las cosas que hasta aquel momento parecían cotidianas y vulgares se transformaban en alegría. La tristeza se ovillaba en un rincón; se agazapaba, acaso dormitaba, pero no moría. Aranmanoth se había olvidado de ella y le alegraba cada paso que daban sus pies, y de cada grito, de cada voz que percibían sus oídos, y de cada nube que, por pequeña que fuera, cruzaba el cielo.

Así, poco después, solo, silenciosamente, hurtándose de toda mirada, Aranmanoth trepó de nuevo a la torre. Asomó sus ojos hacia el mundo -o hacia lo que a él le parecía que era el mundo- y centró su mirada en aquel punto que, sobre bosques y montañas, suponía que se abría la ruta hacia el Sur.

De regreso a su cámara repasó mentalmente cuanto, a su juicio, podrían necesitar en su viaje. Necesitaban, ¿qué necesitaban? No lo sabía. Para sí mismo pocas cosas, pero ¿y para ella?

Windumanoth se sentía tan confusa y excitada como él.

– ¿Qué necesitamos? -preguntó.

– Nuestras cosas -contestó Aranmanoth dubitativo-. Nuestras cosas somos nosotros dos. No necesitamos nada más.

– Bien -dijo Windumanoth-. Entonces debemos apresurarnos.

Por la abierta y estrecha ventana de la gran sala en~ traba ahora un frío húmedo, y la luz parecía estremecerse y estremecer cuanto iluminaba.

– Va a estallar una tormenta -dijo Windumanoth.

Y apenas pronunció estas palabras, un trueno cruzó el firmamento como un ave inmensa, v detrás, el relámpago rasgó el cielo que, hasta hacía pocos minutos, parecía tan plácidamente extendido sobre ellos.

– Tendremos que aguardar a que se aleje -dijo Aranmanoth.

Y tan bruscamente como el trueno y el relámpago habían surgido en el cielo, su alegría iba desfalleciendo, como los tallos que se doblaban bajo el azote furioso de la lluvia.

Se repitió el relámpago y, al verlo, Aranmanoth recordó la cicatriz que cruzaba el rostro -antes tan bello- de su padre y se dijo que lo partía del mismo modo que el rayo partía ahora el resplandor del cielo, antes tan apacible.

Se aproximó más a la ventana y, a través de la lluvia, vio que del cielo bajaban afiladas lanzas que se clavaban en la tierra. En ese momento descubrió al viejo mayordomo que, sin apenas expresión en la cara, les espiaba desde el huerto de Windumanoth.

Nadie podía entrar en aquel recinto sin el permiso de la muchacha y, sin embargo, Aranmanoth pudo vislumbrar el rostro casi pétreo de aquel hombre y sus ojos grises y brillantes como la escarcha que rodea los senderos invernales.

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