– Encontraréis lo que vais buscando -les dijo una vez una anciana mientras se preparaban para partir-. Pero tened cuidado. Protegeos de vuestros deseos.
Aranmanoth se sobrecogió al escuchar las palabras de la vieja:
– ¿Por qué dices eso? -preguntó.
Pero ella no respondió. Aranmanoth y Windumanoth montaron en el caballo y prosiguieron su camino.
Y fueron muchos los bosques que atravesaron y dejaron atrás.
– Hacia allá -decía Windumanoth extendiendo su brazo-. Hacia allá está el Sur. Aranmanoth, atravesemos ese bosque porque tras él se encuentra el Sur.
Y a cada paso que daban les parecía oír la brisa del Sur. Respiraban profundamente y creían percibir el olor de los viñedos y, quizá, del mar. Y así bosque tras bosque y colina tras colina, Aranmanoth y Windumanoth se sentían cada vez más cerca de lo que andaban buscando y que parecía escapar ante sus ojos, como si lo tuvieran al alcance de su mano y no pudieran, o no supieran, apresarlo.
En la mente de Windumanoth los recuerdos se confundían con sus deseos. Se abrazaba con fuerza a la cintura de Aranmanoth y, apoyando suavemente su mejilla en la espalda del muchacho, dejaba escapar alguna lágrima que nadie, excepto ella, percibía. Eran las lágrimas que provocan los sueños cuando éstos vienen y van como si el mar los empujara y los hiciera chocar contra las rocas de un acantilado. Windumanoth lloraba por la emoción cuando recordaba la mirada de su padre o los juegos con que la entretenían sus hermanas. Anhelaba la pureza y la libertad de su infancia en el Sur, y temblaba ante la posibilidad de recuperar aquel tiempo que -eso creía- la esperaba al otro lado de un bosque, de una colina, o de una encrespada montaña.
Habían llegado a una amplia y abierta explanada cuando, a lo lejos, vieron a un campesino arando la tierra. Fueron hacia él y, sin bajarse del caballo, Windumanoth le preguntó:
– ¿Qué tierras son éstas?, ¿dónde nos encontramos?
El hombre les miró extrañado y tardó unos segundos en contestar:
– Estáis en las tierras de Nores -dijo al fin.
Y como un relámpago en la noche, los ojos de Windumanoth se iluminaron.
– Aranmanoth, ¿has oído lo que ese hombre ha dicho? Mi hermana Liliana, mi querida hermana Liliana, debe de estar cerca de este lugar. Y donde esté ella, estará el Sur.
– ¿Dónde está la casa del conde de Nores? -preguntó Aranmanoth-. ¿Qué camino hemos de seguir?
Pero el campesino se encogió ligeramente de hombros y dijo:
– Tampoco yo soy de estas tierras. Pero creo que el conde vive más allá de esa colina. Preguntad allí.
Aranmanoth y Windumanoth miraron en la dirección que el hombre señalaba con su mano, se despidieron de él y, al galope, se dirigieron hacia aquella colina que les aguardaba inmóvil y expectante.
Al otro lado encontraron un frondoso bosque que nada se parecía a los bosques que Windumanoth recordaba en el Sur. Pero se adentraron en él con la esperanza de que, quizá en su interior, o cuando lo atravesaran, encontrarían algo, o alguien, que les indicara la dirección que debían seguir.
Y así fueron preguntando a todos aquellos que pudieran saber dónde vivía Liliana, y algunos les señalaban un camino, otros se encogían de hombros y guardaban silencio. Pero ellos avanzaban y cruzaban colinas y riachuelos obedeciendo más a su propia intuición que a lo que aquellas gentes les decían.
La primavera se alejaba y el verano se iba apoderando de cuantas tierras pisaban. Sólo los bosques umbríos -a veces cómplices y a veces enemigos- mantenían una misteriosa oscuridad que, a medida que pasaban los días, se les antojaba más amigable.
– Qué reconfortante es alcanzar la sombra -decían a veces. Y descendían de su montura para refrescar sus rostros y sus pies en el agua. La oscuridad, inesperadamente, resplandecía tanto o más que el sol.
– Ya casi estamos en el Sur -decía Windumanoth hundiendo sus pies en un arroyo.
Aranmanoth veía sus rostros reflejados en el agua cristalina del riachuelo, y comprendía perfectamente las palabras de Windumanoth. Sabía que el Sur estaba muy cerca, por más que desconocieran hacia dónde debían dirigir sus pasos para encontrarlo.
Y fue entonces cuando una anciana que iba recogiendo moras silvestres les preguntó:
– ¿A dónde vais?
– Estamos buscando el castillo de Liliana -respondieron ellos.
La mujer sonrió levemente y les invitó a comer moras con ella. Al reencontrar el gusto ácido de las moras, Windumanoth empezó a llorar en silencio. Tan sólo el brillo que resbalaba por sus mejillas podía delatarla. Comía mora tras mora y disfrutando de su sabor. Entonces la anciana se volvió hacia ella y dijo:
– No llores, niña. Los jóvenes no deben llorar. Ya llegará el tiempo de las lágrimas. Ahora debes alegrarte de tu juventud.
Windumanoth secó sus lágrimas con el dorso de la mano y dijo:
– Ya que sabes tantas cosas, ¿podrías decirnos dónde habita mi hermana Liliana?
La vieja volvió a sonreír, se llevó una mora a la boca, y al fin dijo:
– El castillo del conde de Nores se encuentra al otro lado de este bosque. Allí encontraréis a Liliana.
Y siguiendo las indicaciones de la anciana, tras dos días de camino por el interior de un bosque que les pareció interminable, al fin llegaron al castillo.
Cuando Windumanoth se halló ante su hermana, le resultó difícil reconocerla. Se encontraba ante su hermana mayor, aquella que la llevaba a atisbar tras los tapices de su casa el comportamiento de los hombres y, sin embargo, le pareció que se hallaba ante una mujer distinta, alguien que en absoluto se correspondía con la imagen que de ella guardaba Windumanoth.
Liliana se había convertido en un mujer robusta y, aunque conservaba su sonrisa abierta y su cálido abrazo había perdido algo que Windumanoth no atinaba a descubrir. Era algo que habitaba en su rostro, en sus gestos y en su forma de mover las manos. Ahora hablaba sin el menor rastro de ternura en su voz, y su mirada, o bien huía de la de su hermana pequeña, o bien se ocultaba bajo los párpados.
Cuando estuvieron a solas Liliana preguntó:
– ¿Quién es ese muchacho que viene contigo?
– Hermana, es el futuro Señor de Lines… Es mi guardián y mi protector.
Liliana la miró con una cierta sorpresa:
– Y eso, ¿qué significa?
Windumanoth no supo qué contestar, pero al fin, tras unos segundos de confusión, dijo:
– Es mi guardián… Y mi amigo.