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Hizo una pausa y tragó saliva. Un levísimo fantasma de rubor teñía sus carnosas mejillas. «Se estará preguntando a qué ha venido esta declaración», pensó. Entonces, elevando un poco más la voz, continuó, en tono intrascendente:

– No obstante, me gustaría saber algo antes de marcharme… Es muy importante para mí, Etis. No se trata de nada relacionado con mi trabajo como Descifrador, te lo aseguro; es una cuestión puramente personal…

– ¿Qué es lo que quieres saber?

Heracles se llevó una mano a los labios como si de repente hubiese notado un fuerte dolor en la boca. Tras una pausa, aún sin mirar a Etis, dijo:

– Antes debo explicarte algo. Desde que comencé a investigar la muerte de Trámaco, un sueño espantoso ha estado inquietando mis noches: veía una mano aferrando un corazón recién arrancado y un soldado a lo lejos diciendo algo que no podía escuchar. Nunca le he dado mucha importancia a los sueños, pues siempre me han parecido absurdos, irracionales, opuestos a las leyes de la lógica, pero éste en concreto me ha hecho pensar que… En fin, debo reconocer que la Verdad, a veces, escoge extrañas formas de manifestarse. Porque este sueño me advertía de un pormenor que yo había olvidado, una nimiedad que, sin duda, mi mente se había negado a recordar durante todo este tiempo…

Se pasó la lengua por los resecos labios y prosiguió:

– La noche en que trajeron el cadáver de Trámaco, el capitán de la guardia fronteriza aseguró que sólo te había dicho que tu hijo había muerto, sin ofrecerte detalles… Ésas eran las palabras que pronunciaba, una y otra vez, el soldado de mi sueño: «Sólo le hemos dicho que su hijo ha muerto». Después, cuando te visité para darte el pésame, dijiste algo parecido a: «Los dioses sonrieron cuando arrancaron y devoraron el corazón de mi hijo». Ahora bien: a Trámaco, en efecto, le habían arrancado el corazón, Aschilos acababa de comprobarlo en el cadáver… Pero tú, Etis, ¿cómo lo sabías?

Por primera vez, Heracles alzó la vista hacia el inexpresivo rostro de la mujer. Prosiguió, sin ninguna clase de emoción, como si estuviese a punto de morir:

– Una simple frase, sin más… Sólo palabras. Razonablemente, no hay ningún motivo para pensar que signifiquen otra cosa que un lamento, una metáfora, una exageración del lenguaje… Pero no es mi razón: es el sueño. El sueño es lo que me dice que esa frase fue un error, ¿verdad?… Deseabas engañarme con tus falsos gritos de dolor, con tus imprecaciones contra los dioses, y cometiste un error. Y tu simple frase quedó guardada dentro de mí como una semilla, y germinó después en un sueño horrible… El sueño me decía la verdad, pero yo no lograba averiguar a quién pertenecía la mano que aferraba el corazón, esa mano que me hacía temblar y gemir todas las noches, esa mano tan delgada, Etis…

Por un instante su voz se quebró. Hizo una pausa. Volvió a bajar los ojos y dijo, con calma:

– Lo demás ha sido sencillo: tú afirmabas ser devota de los Sagrados Misterios, igual que tu hijo, y que Antiso, Eunío y Menecmo… igual que la esclava que intentó asesinarme esta noche… Pero esos Sagrados Misterios no son los de Eleusis, ¿no es cierto? -alzó rápidamente la mano, como si temiera una respuesta-. ¡Oh, me da igual, te lo juro! No deseo inmiscuirme en tus creencias religiosas… Ya te he dicho que sólo he venido a saber una cosa, y después me marcharé…

Contempló fijamente el rostro de la mujer. Con suavidad, casi con ternura, añadió:

– Dime, Etis, pues mi alma se angustia con esta duda… Si es cierto, tal como creo, que eres de ellos, dime… ¿Te limitaste a mirar, o acaso…? -volvió a alzar la mano con rapidez, como para indicarle que no debía contestar aún, pese a que ella no había hecho un solo gesto, no había movido los labios, ni parpadeado, ni dado a entender de ninguna otra forma que fuera a hablar. En tono de súplica añadió-: Por los dioses, Etis, respóndeme que no le hiciste daño a tu propio hijo… Si es preciso, miénteme, por favor. Dime: «No, Heracles, no participé». Tan sólo eso. No es difícil mentir con palabras. Necesito otra frase tuya para aliviar la angustia que me provocaste con la primera. Te juro por Zeus que no me importará saber cuál de las dos es la Verdad. Respóndeme que no participaste, y tienes mi palabra de que saldré por esa puerta y no volveré a molestarte…

Hubo un breve silencio.

– No participé, Heracles, te lo aseguro… -afirmó Etis, conmovida-. Hubiera sido incapaz de hacerle daño a mi propio hijo.

Heracles fue a replicar algo, pero le pareció extraño que las palabras, bien formadas en su mente, no afloraran a sus labios. Parpadeó, confuso y sorprendido por aquella inesperada… [128]

– Necesito otra frase tuya para aliviar la angustia que me provocaste con la primera. Te juro por Zeus que no me importará saber cuál de las dos es la Verdad. Respóndeme que no participaste, y tienes mi palabra de que saldré por esa puerta y no volveré a molestarte…

Hubo un breve silencio.

– Yo fui la primera que clavó las uñas en su pecho -dijo Etis con voz átona.

Heracles fue a replicar algo, pero le pareció extraño que las palabras, bien formadas en su mente, no afloraran a sus labios. Parpadeó, confuso y sorprendido por aquella inesperada afonía. La voz de ella le llegó tenue y terrible como un recuerdo doloroso.

– No me importa que no seas capaz de entenderlo. ¿Qué puedes entender tú, Heracles Póntor? Has obedecido las leyes desde que naciste. ¿Qué sabes de la libertad, de los instintos, de la… rabia? ¿Cómo dijiste? ¿«Tuviste que soportar mucha soledad»? ¿Qué sabes tú de mi soledad?… Para ti, «soledad» es una palabra más. Para mí ha sido una opresión en el pecho, la huida del sueño y el descanso… ¿Qué sabes tú?

«No tiene derecho, además, a maltratarme», pensó Heracles.

– Tú y yo nos amábamos -prosiguió Etis-, pero te humillaste cuando tu padre te ordenó, o te aconsejó, si prefieres, casarte con Hagesíkora. Ella era más… ¿cómo decirlo? ¿Apropiada? Procedía de una noble familia de aristócratas. Y si ésa era la voluntad de tu padre, ¿acaso ibas a desobedecer? No hubiera sido virtuoso ni legal… Las Leyes, la Virtud… ¡He aquí los nombres de las cabezas del perro que custodia este reino de los muertos que es Atenas: Ley, Virtud, Razón, Justicia…! ¿Te sorprende saber que algunos no aceptemos seguir agonizando en esta hermosa tumba?… -su oscura mirada pareció perderse en algún punto de la habitación mientras proseguía-: Mi esposo, tu amigo de juventud, quería transformar políticamente nuestra absurda forma de vida. Opinaba que los espartanos, al menos, no eran hipócritas: hacían la guerra y no les molestaba reconocerlo, incluso presumían de ella. Colaboró con la tiranía de los Treinta, en efecto, pero ése no fue su gran error. Su error consistió en confiar más en los demás que en sí mismo… hasta que la mayoría de «los demás» lo condenó a muerte en la Asamblea… -apretó los labios en una rígida mueca-. Aunque quizá cometiera otro error más grave: creer que todo esto, este reino de difuntos inteligentes, de cadáveres que piensan y dialogan, podía transformarse con un simple cambio político -su risa sonó hueca, vacía-. ¡Lo mismo cree el ingenuo de Platón!… ¡Pero muchos hemos aprendido que no se puede cambiar nada si primero no cambiamos nosotros!… ¡Sí, Heracles Póntor: me siento orgullosa de la fe que profeso! Para mentes como la tuya, una religión que rinde homenaje a los dioses más antiguos mediante el despedazamiento ritual de los adeptos es absurda, ya lo sé, y no voy a pretender convencerte de lo contrario… Pero ¿hay alguna religión que no sea absurda?… ¡Sócrates, el gran racionalista, las denostaba todas, y por eso lo condenasteis!… ¡Tiempos vendrán, sin embargo, en que devorar a alguien a quien amas sea considerado un acto piadoso!…, ¡Pues qué!… ¡Ni tú ni yo lo veremos, pero nuestros sacerdotes aseguran que, en el futuro, se fundarán religiones que adorarán a dioses torturados y destrozados!… ¿Quién sabe?… ¡Quizá, incluso, el acto más sagrado de adoración consista en devorar a los dioses!… [129]

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[128] Lo siento, Heracles, amigo mío. ¿Qué puedo hacer para aliviarte? Necesitabas una frase, y yo, como traductor omnipotente, era capaz de ofrecértela… ¡Pero no debo hacerlo! El texto es sagrado, Heracles. Mi trabajo es sagrado. Tú me suplicas, me animas a prolongar la mentira… «Es muy fácil mentir con palabras», dices. Tienes razón, pero no puedo ayudarte… No soy escritor sino traductor… Es mi deber advertirle al paciente lector que la respuesta de Etis ha sido invención mía, y pido disculpas por ello. Retrocederé unas líneas y escribiré, ahora sí, la respuesta original del personaje. Lo siento, Heracles. Lo siento, lector. (N. del T.)

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[129] El error de la profecía de Etis es obvio: las creencias religiosas, afortunadamente, han tomado otros derroteros. (N. de T.)

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