– ¡Extrañas cosas ves en las miradas de los demás, Diágoras! -se burló Heracles de buena fe-. No dudo que nuestra hetaira baile de vez en cuando en las procesiones Leneas, pero, sinceramente, creer que se revuelca con las ménades en los éxtasis en honor a Dioniso, esos peligrosos rituales que, si aún persisten, sólo son practicados por algunas tribus de campesinos tracios en lejanos y desolados montes de la Hélade, me parece una exageración. Me temo que tu imaginación posee una vista más aguda que la de Linceo…
– Te he contado lo que he podido contemplar con los ojos del pensamiento -replicó Diágoras-, capaces de vislumbrar la Idea en sí. No los desprecies tan rápido, Heracles. Ya te expliqué que nosotros también somos partidarios de la razón, pero creemos que hay algo superior a ella, y es la Idea en sí, que es la luz ante la cual todos, los seres y cosas que poblamos el mundo, no somos sino vagas sombras. Y, en ocasiones, sólo el mito, la fábula, la poesía o el sueño pueden ayudarnos a describirla.
– Sea, pero tus Ideas en sí no me resultan útiles, Diágoras. Yo me muevo en el campo de lo que puedo comprobar con mis propios ojos y razonar con mi propia lógica.
– ¿Y qué viste tú en la muchacha?
– Poca cosa -repuso Heracles con modestia-. Tan sólo que nos mentía -Diágoras interrumpió sus rápidos pasos con brusquedad y se volvió para contemplar al Descifrador, que sonrió suavemente y con cierto aire culpable, como un niño regañado por una peligrosa jugarreta-. Le tendí una trampa: le hablé del padre de Trámaco. Como sabes, Meragro fue condenado a muerte hace años, acusado de colaborar con los Treinta… [18]
– Lo sé. Fue un juicio triste, como el de los almirantes de Arginusa, porque Meragro pagó por las culpas de muchos otros -Diágoras suspiró-. Trámaco nunca quería hablar de su padre conmigo.
– Precisamente. Yasintra dijo que Trámaco apenas le hablaba, pero sabía muy bien que su padre había muerto en deshonor…
– No: sabía tan sólo que había muerto.
– ¡En modo alguno! Ya te he explicado, Diágoras, que yo descifro lo que puedo ver, y yo veo lo que alguien me dice de igual forma que veo, ahora mismo, las antorchas de la Puerta de la Ciudad. Todo lo que hacemos o decimos es un texto susceptible de ser leído e interpretado. ¿No recuerdas sus palabras exactas? No dijo: «Su padre murió» sino «Él no tenía padre». Es la frase que emplearíamos comúnmente para negar la existencia de alguien a quien no queremos recordar… Es la clase de expresión que Trámaco habría utilizado. Y yo me pregunto: si Trámaco le habló de su padre a esa hetaira del Pireo (un tema que ni siquiera quería compartir contigo), ¿qué otras cosas no le habrá dicho que tú desconoces?
– Así pues, la hetaira miente.
– Eso creo.
– Por tanto, yo también decía la verdad cuando afirmaba que nos había mentido -Diágoras recalcó ostensiblemente sus palabras.
– Sí, pero…
– ¿Te convences, Heracles, de que los ojos del pensamiento también vislumbran la Verdad, aunque por otros métodos?
– Lamento no poder estar de acuerdo -dijo Heracles-, porque tú te referías a la relación de Trámaco con la hetaira, y yo creo, precisamente, que eso es lo único en que no ha mentido.
Tras un par de rápidos pasos silenciosos, Diágoras dijo:
– Tus palabras, Descifrador de Enigmas, son flechas veloces y peligrosas que han ido a clavarse en mi pecho. Hubiera jurado ante los dioses que Trámaco tenía conmigo una confianza absoluta…
– Oh, Diágoras -Heracles meneó la cabeza-, debes abandonar ese noble concepto que pareces tener sobre los seres humanos. Encerrado en tu Academia, enseñando matemáticas y música, me recuerdas a una jovencita de cabellos de oro y alma de lirio blanco, muy hermosa pero muy crédula, que jamás hubiera salido del gineceo, y que, al conocer por vez primera a un hombre, gritara: «Ayuda, ayuda, estoy en peligro».
– ¿No te hartas de burlarte de mí? -repuso el filósofo con amargura.
– ¡No es burla sino compasión! Pero vamos al tema que nos interesa: otra cosa me intriga, y es por qué huyó Yasintra cuando preguntamos por ella…
– No creo que le falten razones. Lo que aún no comprendo es cómo supiste que se había ocultado en el túnel…
– ¿Y dónde, si no? Huía de nosotros, en efecto, pero sabía que jamás podríamos alcanzarla, porque ella es ágil y joven mientras que nosotros somos viejos y torpes… Hablo sobre todo por mí -alzó una obesa mano con rapidez, deteniendo a tiempo la réplica de Diágoras-. Así que deduje que no precisaría seguir corriendo y que le bastaría con ocultarse… ¿Y qué mejor escondite que la oscuridad de aquel túnel tan cercano a su casa? Pero… ¿por qué huyó? Su medio de vida consiste, precisamente, en no huir de ningún hombre…
– Más de un delito pesará sobre su conciencia. Te reirás de mí, Descifrador, pero jamás he visto una mujer más extraña. El recuerdo de su mirada aún me estremece… ¿Qué es eso?
Heracles miró hacia donde indicaba su compañero. Una procesión de antorchas vagaba por las calles próximas a la Puerta de la Ciudad. Sus integrantes llevaban tamboriles y máscaras. Un soldado se detuvo a hablar con ellos.
– El inicio de las fiestas Leneas -dijo Heracles-. Ya es la fecha.
Diágoras movió la cabeza en ademán desaprobador.
– Mucha prisa se dan siempre a la hora de divertirse.
Atravesaron la Puerta, tras identificarse ante los soldados, y siguieron caminando hacia el interior de la Ciudad. Diágoras dijo:
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Descansar, por Zeus. Tengo los pies doloridos. Mi cuerpo se hizo para rodar como una esfera de un lugar a otro, no para apoyarse sobre los pies. Mañana hablaremos con Antiso y Eunío. Bueno, hablarás tú y yo escucharé.
– ¿Qué debo preguntarles?
– Déjame pensarlo. Nos veremos mañana, buen Diágoras. Te enviaré a un esclavo con un mensaje. Relájate, descansa tu cuerpo y tu mente. Y que la preocupación no te robe el dulce sueño: recuerda que has contratado al mejor Descifrador de Enigmas de toda la Hélade… [19]
IV [20]
La Ciudad se preparaba para las Leneas, las fiestas invernales en honor a Dioniso.
Con el fin de adornar las calles, los servidores de los astínomos arrojaban cientos de flores a la Vía de las Panateneas, pero el violento paso de bestias y hombres terminaba convirtiendo el tornasolado mosaico en una pulpa de pétalos deshechos. Se organizaban concursos de canto y danza al aire libre, previamente anunciados en tablillas de mármol sobre el monumento a los Héroes Epónimos, si bien las voces de los cantantes no eran, generalmente, muy agradables de oír, y los bailarines, en gran medida, ejecutaban saltos torpes y furiosos, y desobedecían la instrucción de los oboes. Como los arcontes no estaban interesados en contrariar al pueblo, las diversiones callejeras, aunque mal vistas, no habían sido prohibidas, y adolescentes de distintos demos competían entre sí con pésimas representaciones teatrales y se formaban corros en cualquier plaza para contemplar violentas pantomimas sobre los antiguos mitos realizadas por aficionados. El teatro Dioniso Eleútero abría sus puertas a autores nuevos y consagrados, en particular de comedias -las grandes tragedias se reservaban para las Fiestas Dionisiacas-, tan repletas de brutales obscenidades que, por regla general, sólo los hombres acudían a verlas. En todas partes, pero sobre todo en el ágora y el Cerámico Interior, y desde la mañana hasta la noche, se aglomeraban los ruidos, los gritos, las carcajadas, los odres de vino y el público.
Como la Ciudad presumía de ser liberal, para distinguirse de los pueblos bárbaros y aun de otras ciudades griegas, los esclavos también tenían sus fiestas, aunque mucho más modestas y solitarias: comían y bebían mejor que el resto del año, organizaban bailes y, en las casas más nobles, a veces se les permitía asistir al teatro, donde podían contemplarse a sí mismos en forma de actores enmascarados que, haciendo de esclavos, se burlaban del pueblo con torpes chanzas.