– ¡Razonar!… ¿De qué os sirve razonar?… ¿Razonasteis la guerra contra Esparta?… ¿Razonasteis la ambición de vuestro imperio?… ¡Pericles, Alcibíades, Cleón, los hombres que os condujeron a la matanza!… ¿Ellos eran razonables?… Y ahora, en la derrota, ¿qué os queda?… ¡Razonar la gloria del pasado!
– ¡Hablas como si no fueras ateniense! -protestó Diágoras.
– ¡Márchate de Atenas, y tú también dejarás de serlo! ¡Sólo se puede ser ateniense dentro de las murallas de esta absurda ciudad!… Lo primero que descubres cuando sales de aquí es que no hay una sola verdad: todos los hombres poseen la suya propia. Y más allá, abres los ojos… y sólo distingues la negrura del caos.
Hubo una pausa. Incluso los furiosos ladridos de Cerbero cesaron. Diágoras se volvió hacia Heracles como si éste hubiese dado muestras de querer intervenir, pero el Descifrador parecía sumido en sus propios pensamientos, por lo que Diágoras supuso que consideraba la conversación exclusivamente «filosófica» y, por tanto, le cedía todas las réplicas. Entonces se aclaró la garganta y dijo:
– Sé lo que quieres decir, Crántor, pero te equivocas. Esa negrura a la que te refieres, y en la que sólo ves el caos, es únicamente tu ignorancia. Crees que no hay verdades absolutas e inmutables, pero puedo asegurarte que sí las hay, aunque sea difícil percibirlas. Dices que cada hombre posee su propia verdad. Te respondo que cada hombre posee su propia opinión. Tú has conocido a muchos hombres muy diferentes entre sí que se expresan en distintos lenguajes y mantienen su particular opinión sobre las cosas, y has llegado a la errónea conclusión de que no hay nada que pueda tener el mismo valor para todos. Pero sucede, Crántor, que te quedas en las palabras, en las definiciones, en las imágenes de los objetos y de los seres. Sin embargo, hay ideas más allá de las palabras…
– El Traductor -dijo Crántor, interrumpiéndolo.
– ¿Qué?
El enorme rostro de Crántor, iluminado desde abajo por las lámparas, parecía una misteriosa máscara.
– Es una creencia muy extendida en algunos lugares lejos de Grecia -dijo-. Según ella, todo lo que hacemos y decimos son palabras escritas en otro idioma en un inmenso papiro. Y hay Alguien que está leyendo ahora mismo ese papiro y descifra nuestras acciones y pensamientos, descubriendo claves ocultas en el texto de nuestra vida. A ese Alguien lo llaman el Intérprete o el Traductor… Quienes creen en Él piensan que nuestra vida posee un sentido final que nosotros mismos desconocemos, pero que el Traductor puede ir descubriendo conforme nos lee. Al final, el texto terminará y nosotros moriremos sin saber más que antes. Pero el Traductor, que nos ha leído, conocerá por fin el sentido último de nuestra existencia. [28]
Heracles, que había permanecido en silencio hasta entonces, dijo:
– ¿Y de qué les sirve creer en ese estúpido Traductor si al final se van a morir igual de ignorantes?
– Bueno, hay quienes piensan que es posible hablar con el Traductor -Crántor sonrió maliciosamente-. Dicen que podemos dirigirnos a El sabiendo que nos está escuchando, pues lee y traduce todas nuestras palabras.
– Y quienes así opinan, ¿qué le dicen a ese… Traductor? -preguntó Diágoras, a quien aquella creencia le parecía no menos ridícula que a Heracles.
– Depende -dijo Crántor-. Algunos lo alaban o le piden cosas como, por ejemplo, que les diga lo que va a sucederles en capítulos futuros… Otros lo desafían, pues saben, o creen saber, que el Traductor, en realidad, no existe…
– ¿Y cómo lo desafían? -preguntó Diágoras.
– Le gritan -dijo Crántor.
Y de repente levantó la mirada hacia el oscuro techo de la habitación. Parecía buscar algo.
Te buscaba a ti. [29]
– ¡Escucha, Traductor! -gritó con su voz poderosa-. ¡Tú, que tan seguro te sientes de existir! ¡Dime quién soy!… ¡Interpreta mi lenguaje y defíneme!… ¡Te desafío a comprenderme!… ¡Tú, que crees que sólo somos palabras escritas hace mucho tiempo!… ¡Tú, que piensas que nuestra historia oculta una clave final!… ¡Razóname, Traductor!… ¡Dime quién soy… si es que, al leerme, eres capaz también de descifrarme!… -y, recobrando la calma, volvió a mirar a Diágoras y sonrió-. Esto es lo que le gritan al supuesto Traductor. Pero, naturalmente, el Traductor nunca responde, porque no existe. Y si existe, es tan ignorante como nosotros… [30]
Pónsica entró con una crátera repleta y sirvió más vino. Aprovechando la pausa, Crántor dijo:
– Voy a dar un paseo. El aire de la noche me hará bien…
El perro blanco y deforme siguió sus pasos. Un momento después, Heracles comentó:
– No le hagas demasiado caso, buen Diágoras. Siempre fue muy impulsivo y muy extraño, y el tiempo y las experiencias han acentuado esas peculiaridades de su carácter. Nunca tuvo paciencia para sentarse y hablar durante largo rato; le confundían los razonamientos complejos… No parecía ateniense, pero tampoco espartano, pues odiaba la guerra y el ejército. ¿Te conté que se retiró a vivir solo, en una choza que él mismo construyó en la isla de Eubea? Eso ocurrió, poco más o menos, en la época en que se quemó la mano… Pero tampoco se encontraba a gusto como misántropo. No sé qué es lo que le complace y lo que le disgusta, y nunca lo he sabido… Sospecho que no le agrada el papel que Zeus le ha adjudicado en esta gran Obra que es la vida. Te pido disculpas por su comportamiento, Diágoras.
El filósofo le quitó importancia al asunto y se levantó para marcharse.
– ¿Qué haremos mañana? -preguntó.
– Oh, tú nada. Eres mi cliente, y ya has trabajado bastante.
– Quiero seguir colaborando.
– No es necesario. Mañana llevaré a cabo una pequeña investigación solitaria. Si hay novedades, te pondré al tanto.
Diágoras se detuvo en la puerta:
– ¿Has descubierto algo que puedas decirme?
El Descifrador se rascó la cabeza.
– Todo marcha bien -dijo-. Tengo algunas teorías que no me dejarán dormir tranquilo esta noche, pero…
– Sí -lo interrumpió Diágoras-. No hablemos del higo antes de abrirlo.
Se despidieron como amigos. [31]
V
Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, podía volar.
Planeaba sobre la cerrada tiniebla de una caverna, ligero como el aire, en absoluto silencio, como si su cuerpo fuera una hoja de pergamino. Por fin encontró lo que había estado buscando. Lo primero que oyó fueron los latidos, densos cual paladas en aguas legamosas; después lo vio, flotando en la oscuridad como él. Era un corazón humano recién arrancado y aún palpitante: una mano lo aferraba como a un pellejo de odre; por entre los dedos fluían espesos regueros de sangre. No era, sin embargo, la desnuda víscera lo que más le preocupaba, sino la identidad del hombre que la apresaba tan férreamente, pero el brazo al que pertenecía aquella mano parecía cortado con pulcritud a la altura del hombro; más allá, las sombras lo cegaban todo. Heracles se acercó a la visión, pues sentía curiosidad por examinarla; le resultaba absurdo creer que un brazo aislado pudiera flotar en el aire. Entonces descubrió algo aún más extraño: los latidos de aquel corazón eran los únicos que escuchaba. Bajó la vista, horrorizado, y se llevó las manos al pecho. Encontró un enorme y vacío agujero.
Dedujo que aquel corazón recién extirpado era el suyo.
Se despertó gritando.
Cuando Pónsica penetró en su habitación, alarmada, él ya se sentía mejor, y pudo tranquilizarla. [32]
El niño esclavo se detuvo a colocar la antorcha en el gancho de metal, pero esta vez consiguió hacerlo de un salto, antes de que Heracles pudiera ayudarlo.