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Crántor se negó a aceptar la hospitalidad de Heracles: estaba de paso por la Ciudad, explicó, en el perenne viaje de su vida; se dirigía al norte, más allá de Tracia, a los reinos bárbaros, en busca de los Hiperbóreos; no tenía pensado permanecer en Atenas más de unos cuantos días; deseaba divertirse en las Leneas y asistir al teatro -al «único buen teatro ateniense: las comedias»-. Aseguró haber encontrado alojamiento en una casa de huéspedes donde permitían la presencia de Cerbero. El perro ladró feísimamente al escuchar su nombre. Heracles, que sin duda había bebido más de la cuenta, señaló al animal y dijo:

– Al final has terminado casándote, Crántor, tú que siempre me criticabas por haber tomado esposa. ¿Dónde conociste a tu linda parejita?

Diágoras casi se atragantó con el vino. Pero la amable reacción del aludido le demostró lo que ya sospechaba: que entre éste y el Descifrador fluía el cauce íntimo e impetuoso de una fuerte amistad infantil, misteriosa para el ojo ajeno, que ni los años de lejana distancia ni las extrañas experiencias que los separaban habían logrado atajar del todo. Del todo, en efecto, porque Diágoras también intuía -no hubiera sabido decir cómo, pero eso le ocurría muchas veces- que ninguno de los dos se sentía completamente a gusto con el otro, como si necesitaran acudir con apremio a los niños que fueron para poder comprender, y aun soportar, a los adultos que eran.

– Cerbero ha vivido conmigo mucho más tiempo del que piensas -dijo Crántor en otro tono de voz, domeñando su violencia, como si en vez de hablar intentara arrullar a un recién nacido-. Lo encontré en un muelle, tan solitario como yo. Decidimos unir nuestros destinos -miraba hacia el oscuro rincón donde el perro masticaba con violencia. Entonces añadió, haciendo reír a Heracles-: Ha sido una buena esposa, te lo aseguro. Grita mucho, pero sólo a los extraños -y extendió el brazo por encima del diván para golpear cariñosamente a la pequeña mancha blancuzca. El animal soltó un estridente ladrido de protesta.

Tras una pausa, Crántor dijo, dirigiéndose a Heracles:

– En cuanto a Hagesíkora, tu mujer…

– Murió. Las Parcas le decretaron una larga enfermedad.

Hubo un silencio. La conversación languideció. Al fin, Diágoras expresó su deseo de marcharse.

– No lo hagas por mí -Crántor alzó su enorme mano quemada-. Cerbero y yo nos iremos pronto -y, casi sin transición, preguntó-: ¿Eres amigo de Heracles?

– Soy, más bien, un cliente.

– ¡Oh, un enigmático problema a resolver! Estás en buenas manos, Diágoras: Heracles es un extraordinario Descifrador, me consta. Ha engordado un poco desde la última vez que lo vi, pero te aseguro que no ha perdido su penetrante mirada ni su rápida inteligencia. Resolverá tu enigma, sea cual sea, en pocos días…

– Por los dioses de la amistad -se quejó Heracles-, no hablemos de trabajo esta noche.

– ¿Eres, pues, filósofo? -preguntó Diágoras a Crántor.

– ¿Qué ateniense no lo es? -replicó éste, enarcando las negras cejas.

Heracles dijo:

– Pero no te equivoques, buen Diágoras: Crántor actúa con filosofía, no se dedica a pensarla. Lleva sus convicciones hasta el último extremo, pues no le gusta creer en algo que no pueda practicar -Heracles parecía disfrutar mientras hablaba, como si fuera precisamente este rasgo el que más admiraba de su viejo amigo-. Recuerdo… recuerdo una de tus frases, Crántor: «Yo pienso con las manos».

– La recuerdas mal, Heracles. La frase era: «Las manos también piensan». Pero la he hecho extensiva a todo el cuerpo…

– ¿Piensas también con los intestinos? -sonrió Diágoras. El vino, como ocurre con aquellos que pocas veces lo beben, lo había vuelto cínico.

– Y con la vejiga, y con la verga, y con los pulmones, y con las uñas de los pies -enumeró Crántor. Y añadió, tras una pausa-: Según creo, Diágoras, tú también eres filósofo…

– Soy mentor de la Academia. ¿Conoces la Academia?

– Claro que sí. ¡Nuestro buen amigo Aristocles!…

– Nosotros lo llamamos por su apodo, Platón, desde hace mucho tiempo -Diágoras se hallaba agradablemente sorprendido de comprobar que Crántor conocía el verdadero nombre de Platón.

– Ya lo sé. Dile de mi parte que en Sicilia se le recuerda mucho…

– ¿Has estado en Sicilia?

– Casi puede decirse que vengo de allí. Se rumorea que el tirano Dioniso se ha enemistado con su cuñado Dión a causa tan sólo de las enseñanzas de tu compañero…

Diágoras se alegró con la noticia.

– Platón estará encantado de saber que el viaje que hizo a Sicilia empieza a dar frutos. Pero te invito a que se lo digas tú mismo en la Academia, Crántor. Visítanos cuando quieras, por favor. Si deseas, puedes venir a cenar: así participarás en nuestros diálogos filosóficos…

Crántor contemplaba la copa de vino con expresión divertida, como si encontrara en ella algo sumamente gracioso o ridículo.

– Te lo agradezco, Diágoras -replicó-, pero me lo pensaré. Lo cierto es que vuestras teorías no me seducen.

Y, como si hubiera gastado una broma estupenda, se rió por lo bajo.

Diágoras, un poco confuso, preguntó con amabilidad:

– ¿Y qué teorías te seducen?

– Vivir.

– ¿Vivir?

Crántor asintió sin dejar de mirar hacia la copa. Diágoras dijo:

– Vivir no es ninguna teoría. Para vivir, sólo necesitas estar vivo.

– No: hay que aprender a vivir.

Diágoras, que había deseado marcharse un momento antes, se sentía ahora profesionalmente interesado en el diálogo. Adelantó la cabeza y acarició su bien recortada barba ateniense con la punta de sus delgados dedos.

– Es muy curioso eso que dices, Crántor. Explícame, por favor, pues me temo que lo ignoro: ¿cómo se aprende, según tu opinión, a vivir?

– No puedo explicártelo.

– Pero, de hecho, parece que tú lo has aprendido.

Crántor asintió. Diágoras dijo:

– ¿Y de qué forma se puede aprender algo que después no es posible explicar?

De repente, Crántor mostró su inmensa dentadura blanca emboscada en el laberinto del pelo.

– Atenienses… -gruñó en un tono tan bajo que Diágoras, al pronto, no entendió bien lo que decía. Pero conforme hablaba fue elevando poco a poco la voz, como si, hallándose lejos, se aproximara a su interlocutor en violenta embestida-: No importa cuánto tiempo te ausentes, siguen siendo los mismos de siempre… Los atenienses… ¡Oh, vuestra pasión por los juegos de palabras, los sofismas, los textos, los diálogos! ¡Vuestra forma de aprender con el trasero apoyado en el banco, escuchando, leyendo, descifrando palabras, inventando argumentos y contraargumentos en un diálogo infinito! Los atenienses… un pueblo de hombres que piensan y escuchan música… y otro pueblo, mucho más numeroso pero gobernado por el primero, de gentes que gozan y sufren sin saber siquiera leer ni escribir… -se levantó de un salto y se dirigió a uno de los ventanucos de la pared, por donde se filtraba el confuso clamor de las diversiones leneas-. Escúchalo, Diágoras… El verdadero pueblo ateniense. Su historia nunca quedará grabada en las estelas funerarias ni se conservará escrita en los papiros donde vuestros filósofos redactan sus maravillosas obras… Es un pueblo que ni siquiera habla: muge, brama como un toro enloquecido… -se apartó de la ventana. Diágoras advertía en sus movimientos cierta cualidad salvaje, casi feroz-. Un pueblo de hombres que comen, beben, fornican y se divierten, creyéndose poseídos por el éxtasis de los dioses… ¡Escúchalos!… Están ahí fuera.

– Hay diferentes clases de hombres, al igual que hay diferentes clases de vinos, Crántor -observó Diágoras-: Ese pueblo que mencionas no sabe razonar bien. Los hombres que saben razonar pertenecen a una categoría más elevada, y, forzosamente, deben dirigir a…

El grito fue salvaje, inesperado. Cerbero, ladrando con violencia, acentuó las estentóreas exclamaciones de su amo.

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