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– ¡Eso es absurdo! -exclamó Heracles de repente.

Su imprevista reacción casi asustó a Diágoras: se incorporó con rapidez, arrastrando consigo todas las sombras de su cabeza, y empezó a dar breves paseos por la húmeda y fría habitación mientras sus gruesos dedos acariciaban uno de los untuosos higos que acababa de coger. Prosiguió, en el mismo tono exaltado:

– ¡Yo no descifro el pasado si no puedo verlo: un texto, un objeto o un rostro son cosas que puedo ver, pero tú me hablas de recuerdos, de impresiones, de… opiniones! ¿Cómo dejarme guiar por ellas?… Dices que, desde hace un mes, tu discípulo parecía «preocupado», pero ¿qué significa «preocupado»?… -alzó el brazo con brusquedad-. ¡Un momento antes de que entraras en esta habitación, hubieras podido decir que yo también estaba «preocupado» contemplando la grieta!… Después afirmas que viste el terror en sus ojos… ¡El terror!… Te pregunto: ¿acaso el terror estaba escrito en su pupila en caracteres jónicos? ¿El miedo es una palabra grabada en las líneas de nuestra frente? ¿O es un dibujo, como esa grieta en la pared? ¡Mil emociones distintas podrían producir la misma mirada que tú atribuiste sólo al terror!…

Diágoras replicó, un poco incómodo:

– Yo sé lo que vi. Trámaco estaba aterrorizado.

– Sabes lo que creíste ver -puntualizó Heracles-. Saber la verdad equivale a saber cuánta verdad podemos saber.

– Sócrates, el maestro de Platón, opinaba algo parecido -admitió Diágoras-. Decía que sólo sabía que no sabía nada, y, de hecho, todos estamos de acuerdo con este punto de vista. Pero nuestro pensamiento también tiene ojos, y con él podemos ver cosas que nuestros ojos carnales no ven…

– ¿Ah, sí? -Heracles se detuvo bruscamente-. Pues bien: dime qué ves aquí.

Alzó la mano con rapidez, acercándola al rostro de Diágoras: de sus gruesos dedos sobresalía una especie de cabeza verde y untuosa.

– Un higo -dijo Diágoras tras un instante de sorpresa.

– ¿Un higo como los demás?

– Sí. Parece intacto. Tiene buen color. Es un higo normal y corriente.

– ¡Ah, ésta es la diferencia entre tú y yo! -exclamó Heracles, triunfal-. Yo observo el mismo higo y opino que parece un higo normal y corriente. Puedo, incluso, llegar a opinar que es muy probable que se trate de un higo normal y corriente, pero ahí me detengo. Si quiero saber más, debo abrirlo… como ya había hecho con éste mientras tú hablabas…

Separó con suavidad las dos mitades del higo que mantenía unidas: con un único movimiento sinuoso, múltiples cabezas diminutas se alzaron airadas del oscuro interior, retorciéndose y emitiendo un debilísimo siseo. Diágoras hizo una mueca de repugnancia. Heracles añadió:

– Y cuando lo abro… ¡no me sorprendo tanto como tú si la verdad no es la que yo esperaba!

Volvió a cerrar el higo y lo colocó sobre la mesa. De repente, en un tono mucho más tranquilo, similar al que había empleado al comienzo de la entrevista, el Descifrador prosiguió:

– Los elijo personalmente en el comercio de un meteco del ágora: es un buen hombre y casi nunca me engaña, te lo aseguro, pues sabe de sobra que soy experto en materia de higos. Pero a veces la naturaleza juega malas pasadas…

La cabeza de Diágoras había vuelto a enrojecer. Exclamó:

– ¿Vas a aceptar el trabajo que te propongo, o prefieres seguir hablando del higo?

– Compréndeme, no puedo aceptar algo así… -el Descifrador cogió la crátera y sirvió espeso vino no mezclado en una de las copas-. Sería como traicionarme a mí mismo. ¿Qué me has contado? Sólo suposiciones… y ni siquiera suposiciones mías sino tuyas… -meneó la cabeza-. Imposible. ¿Quieres un poco de vino?

Pero Diágoras ya se había levantado, recto como un junco. Sus mejillas ardían de rubor.

– No, no quiero vino. Ni tampoco quiero quitarte más tiempo. Ya sé que me he equivocado al elegirte. Discúlpame. Tú has cumplido con tu deber rechazando mi petición, y yo con el mío exponiéndotela. Que pases buena noche…

– Aguarda -dijo Heracles con aparente indiferencia, como si Diágoras hubiera olvidado algo mientras se marchaba-. He dicho que no puedo ocuparme de tu trabajo, pero si quisieras pagarme por un trabajo propio, aceptaría tu dinero…

– ¿Qué clase de broma es ésta?

Las cabezas de los ojos de Heracles emitían múltiples destellos de burla como si, en efecto, todo lo que hubiera dicho hasta ese instante no hubiera sido sino una inmensa broma. Explicó:

– La noche en que los soldados trajeron el cuerpo de Trámaco, un viejo loco llamado Cándalo alertó a todo el vecindario de mi barrio. Salí a ver lo que ocurría, como los demás, y pude contemplar su cadáver. Un médico, Aschilos, lo estaba examinando, pero ese inepto es incapaz de ver nada más allá de su propia barba… Sin embargo, yo sí vi algo que me pareció curioso. No había vuelto a pensar en ello, pero tu petición me ha hecho recordarlo… -se atusó la barba mientras reflexionaba. Entonces, como si hubiera tomado una decisión repentina, exclamó-: ¡Sí, aceptaré resolver el misterio de tu discípulo, Diágoras, pero no por lo que tú creíste ver cuando hablaste con él sino por lo que yo vi al observar su cadáver!

Ni una sola de las múltiples preguntas que surgieron en la cabeza de Diágoras obtuvo la mínima respuesta por parte del Descifrador, que se limitó a agregar:

– No hablemos del higo antes de abrirlo. Prefiero no decirte nada más por ahora, ya que puedo estar equivocado. Pero confía en mí, Diágoras: si resuelvo mi enigma, es probable que el tuyo quede resuelto también. Si quieres, pasaré a comentarte mis honorarios…

Enfrentaron las múltiples cabezas del aspecto económico y llegaron a un acuerdo. Entonces Heracles indicó que comenzaría su investigación al día siguiente: iría al Píreo e intentaría encontrar a la hetaira con la que Trámaco se relacionaba.

– ¿Puedo ir contigo? -lo interrumpió Diágoras.

Y, mientras el Descifrador lo observaba con expresión de asombro, Diágoras añadió:

– Ya sé que no es necesario, pero me gustaría. Quiero colaborar. Será una forma de saber que aún puedo ayudar a Trámaco. Prometo hacer lo que me ordenes.

Heracles Póntor se encogió de hombros y dijo, sonriente:

– Bien, considerando que el dinero es tuyo, Diágoras, supongo que tienes todo el derecho del mundo a ser contratado…

Y, en aquel instante, las múltiples serpientes enroscadas bajo sus pies levantaron sus escamosas cabezas y escupieron la untuosa lengua, llenas de rabia [10].

III [11]

Parece adecuado que detengamos un instante el veloz curso de esta historia para decir algunas rápidas palabras acerca de sus principales protagonistas: Heracles, hijo de Frínico, del demo de Póntor, y Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte. ¿Quiénes eran? ¿Quiénes creían ser ellos? ¿Quiénes creían los demás que eran?

Acerca de Heracles, diremos que [12]

Acerca de Diágoras [13]

Y, una vez bien enterado el lector de estos pormenores concernientes a la vida de nuestros protagonistas, reanudamos el relato sin pérdida de tiempo con la narración de lo sucedido en la ciudad portuaria del Pireo, donde Heracles y Diágoras acudieron en busca de la hetaira llamada Yasintra.

La buscaron por las angostas callejuelas por las que viajaba, veloz, el olor del mar; en los oscuros vanos de las puertas abiertas; aquí y allá, entre los pequeños cúmulos de mujeres silenciosas que sonreían cuando ellos se acercaban y, sin transición, se enseriaban al ser interrogadas; arriba y abajo, por las pendientes y las cuestas que se hundían al borde del océano; en las esquinas donde una sombra -mujer u hombre- aguardaba silenciosa. Preguntaron por ella a las ancianas que aún se pintaban, cuyos rostros de bronce, inexpresivos, cubiertos de albayalde, parecían tan antiguos como las casas; depositaron óbolos en manos temblorosas y agrietadas como papiros; escucharon el tintineo de las ajorcas doradas cuando los brazos se alzaban para señalar una dirección o un nombre: pregunta a Kopsias, Melita lo sabe, quizás en casa de Talia, Anfítrite la busca también; Eo ha vivido más en este barrio, Clito las conoce mejor, yo no soy Talia sino Meropis. Y mientras tanto, los ojos, bajo párpados sobrecargados de tinturas, siempre entrecerrados, siempre veloces, móviles en sus tronos de pestañas negras y dibujos de azafrán o marfil o rojizo oro, los ojos de las mujeres, siempre rápidos, como si sólo en las miradas las mujeres fueran libres, como si sólo reinaran tras el negror de las pupilas que destellaban de… ¿burla?, ¿pasión?, ¿odio?, mientras sus labios quietos, las facciones endurecidas y la brevedad de las respuestas ocultaban sus pensamientos; sólo los ojos fugaces, penetrantes, terribles.

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[10] ¡Seguro que estas líneas finales han sorprendido al lector tanto como a mí! Debemos excluir, por supuesto, la posibilidad de una complicada metáfora, pero tampoco podemos caer en un exacerbado realismo: pensar que «múltiples serpientes enroscadas» anidaban en el suelo de la habitación de Heracles, y que, por tanto, todo el diálogo previo entre Diágoras y el Descifrador de Enigmas se ha desarrollado en «un lugar repleto de ofidios que se deslizan con fría lentitud por los brazos o las piernas de los protagonistas mientras éstos, inadvertidamente, siguen hablando», como opina Móntalo, es llevar las cosas demasiado lejos (la explicación que aduce este ilustre experto en literatura griega es absurda: «¿Por qué no van a existir serpientes en la habitación si el autor así lo quiere}», afirma. «Es el autor quien tiene la última palabra sobre lo que sucede en el mundo de su obra, no nosotros.»). Pero el lector no tiene por qué preocuparse: esta última frase sobre las serpientes es pura fantasía. Claro está que todas las anteriores también lo son, ya que se trata de una obra de ficción, pero, entiéndaseme bien, esta frase es una fantasía que el lector no debe creerse, ya que las demás, con ser igualmente ficticias, han de ser creídas, al menos durante el tiempo que dure la lectura, para que el relato adopte cierto sentido. En realidad, el único objetivo de este absurdo evento final, a mi modo de ver, es reforzar la eidesis: el autor pretende que sepamos cuál es la imagen oculta en este capítulo. Aun así, el recurso es traicionero: ¡no caiga el lector en el error de pensar en lo más fácil. Esta misma mañana, cuando todavía mi traducción no había llegado a este punto, Helena y yo descubrimos, de repente, no sólo la imagen eidética correcta sino -así lo creo- la clave de todo el libro. Nos faltó tiempo para comentárselo a Elio, nuestro jefe.

– «Humedad fría», «untuosidad», movimientos «sinuosos» y «reptantes»… Puede estar hablando de una serpiente, ¿no? -sugirió Elio-. Primer capítulo, león. Segundo capítulo, serpiente.

– Pero ¿y «cabeza»? -objeté-. ¿Por qué tantas «cabezas múltiples»? -Elio se encogió de hombros, devolviéndome la pregunta. Le mostré, entonces, la estatuilla que me había traído de casa-. Helena y yo creemos haberlo descubierto. ¿Ves? Ésta es la figura de la Hidra, el legendario monstruo de múltiples cabezas de serpiente que, al ser cortadas, se reproducían… De ahí también la insistencia en describir la «decapitación» de los higos…

– Pero hay más -intervino Helena-: Derrotar a la Hidra de Lerna fue el segundo de los Trabajos que realizó Hércules, el héroe de gran parte de las leyendas griegas…

– ¿Y qué? -dijo Elio.

Tomé la palabra, entusiasmado.

– La caverna de las ideas tiene doce capítulos, y, según la tradición, doce fueron en total los Trabajos de Hércules, cuyo nombre griego es Heracles. Además, el personaje principal de la obra se llama así, Heracles. Y el primer Trabajo de Hércules, o Heracles, consistió en matar al León de Nemea… y la idea oculta del primer capítulo es un león.

– Y la del segundo, la Hidra -concluyó Elio con rapidez-. Todo concuerda, en efecto… Al menos, por ahora.

– ¿Por ahora? -me irritó un poco aquella coletilla-. ¿A qué te refieres?

Elio sonrió con calma.

– Estoy de acuerdo con vuestras conclusiones -explicó-, pero los libros eidéticos son traicioneros: tened en cuenta que se trata de trabajar con objetos completamente imaginarios, ni siquiera con palabras sino con… ideas. Con imágenes destiladas. ¿Cómo podemos estar seguros de la clave final que tenía en mente el autor?

– Muy sencillo -repuse-: Todo consiste en probar nuestra teoría. El tercer Trabajo, según la mayoría de las tradiciones, fue capturar al Jabalí de Erimanto: si la imagen oculta del tercer capítulo se parece a un jabalí, nuestra teoría recibirá una prueba más…

– Y así hasta el final -dijo Helena, muy tranquila. -Tengo otra objeción -Elio se rascó la calva-: En la época en la que fue escrita esta obra, los Trabajos de Hércules no eran ningún secreto. ¿Por qué usar la eidesis para ocultarlos? Se hizo el silencio.

– Una buena objeción -admitió Helena-. Pero supongamos que el autor ha elaborado una eidesis de la eidesis, y que los Trabajos de Hércules ocultan, a su vez, otra imagen…

– ¿Y así hasta el infinito? -la interrumpió Elio-. No podríamos conocer entonces la idea original. Debemos detenernos en algún sitio. Según ese punto de vista, Helena, cualquier cosa escrita puede remitir al lector a una imagen que, a su vez, puede remitir a otra, y a otra… ¡Sería imposible leer!

Ambos me miraron aguardando mi opinión. Reconocí que yo tampoco lo comprendía.

– La edición del texto original es de Móntalo -dije-, pero, inconcebiblemente, no parece haber notado nada. Le he escrito una carta. Quizá su opinión nos resulte útil…

– ¿Montalo, has dicho? -Elio enarcó las cejas-. Vaya, me temo que has perdido el tiempo… ¿Acaso no lo sabías? Fue noticia en todas partes… Montalo murió el año pasado… ¿Tú tampoco lo sabías, Helena?

– No -reconoció Helena, y me dedicó una mirada compasiva-. Vaya casualidad.

– Desde luego -asintió Elio, y se volvió hacia mí-: Y como la única edición del original era la suya y la única traducción hasta el momento es la tuya, parece que el descubrimiento de la clave final de La caverna de las ideas depende exclusivamente de ti…

– Vaya responsabilidad -bromeó Helena.

Me quedé sin saber qué decir. Y aún le sigo dando vueltas al tema. (N. del T.)

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[11] «Rapidez, descuido. Las palabras fluyen aquí sobre el cauce de una caligrafía irregular, a veces incomprensible, como si al copista le hubiese faltado tiempo para acabar el capítulo», comenta Montalo acerca del texto original. Por mi parte, permanezco ojo avizor para «capturar» a mi Jabalí entre las frases. Inicio la traducción del tercer capítulo. (N. del T.)

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[12] «Siguen cinco líneas indescifrables», asegura Montalo. Al parecer, la caligrafía en este punto es desastrosa. Se adivinan, a duras penas (siempre según Montalo), cuatro palabras en todo el párrafo: «enigmas», «vivió», «esposa» y «gordo». El editor del texto original añade, no sin cierta ironía: «El lector deberá intentar reconstruir los datos biográficos de Heracles a partir de estas cuatro palabras, lo cual parece, al mismo tiempo, enormemente fácil y muy difícil». (N. del T.)

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[13] Igualmente anónimas son las tres líneas que el anónimo autor dedica al personaje de Diágoras. Montalo solo es capaz de entresacar, con dificultad, estas tres palabras: «vivió?» (con partícula interrogativa incluida), «espíritu» y «pasión». (N. del T.)

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