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– Nada. Pensaba.

– Pues piensa acostado en tu lecho.

– Tienes razón -asintió el hombre. Parecía haber despertado de un brevísimo sueño. Miró a su alrededor y se alejó con lentitud.

Todos los curiosos se habían marchado ya, y Aschilos, que comentaba algo con el capitán de la guardia, parecía más que dispuesto a desaparecer velozmente en cuanto se lo permitiera su interlocutor. Incluso el viejo Cándalo, aún retorcido de dolor y gemebundo, alejábase a gatas, azuzado por las patadas de los soldados, en busca de algún oscuro rincón en el que pasar la noche so-fiando con su locura; su larga melena blanca cobraba vida con el viento, se encrespaba a lo largo de la espalda, alzándose al instante siguiente en un cúmulo irregular de cabellos de nieve, un albo penacho inquietado por el aire. En el cielo, sobre las líneas exactas del Partenón, la nubla cabellera de la Noche, orlada de plata, se desflecaba perezosa como el lento peinado de una doncella [2].

Pero el hombre obeso a quien el soldado parecía haber despertado de un sueño no penetró, como los demás, en la cabellera de calles que formaban el complejo barrio interior sino que, titubeando, como si se lo hubiese pensado dos veces, dio un rodeo por la pequeña plaza a paso tranquilo y dirigiose a la casa de la que había salido, momentos antes, el capitán de la guardia, y por la que ahora emergían -eran claramente audibles- funestos lamentos. La vivienda, aun en la agotada penumbra de la noche, denunciaba la presencia de una familia de cierta posición económica: era grande, de dos plantas, y estaba precedida por un extenso jardín y un muro de baja altura. El portón de entrada, al que se accedía mediante breves escalinatas, era de doble hoja y se hallaba flanqueado por columnas dóricas. Las puertas estaban abiertas. Sentado en las escalinatas, bajo la luz de una antorcha colgada de la pared, había un niño.

Cuando el hombre se acercó, un anciano apareció por las puertas dando tumbos: vestía la túnica gris de los esclavos, y al principio, por su manera de moverse, el hombre creyó que estaba borracho o tullido, pero después percibió que lloraba amargamente. El anciano ni siquiera lo miró al pasar: aferrando su rostro entre las sucias manos, avanzó a ciegas por el camino del jardín hasta la pequeña estatua del Hermes tutelar mientras balbucía frases sueltas, ininteligibles, entre las que a veces podía escucharse: «¡Mi ama…!», o bien: «¡Oh, infortunio…!». El hombre dejó de prestarle atención y se dirigió al niño, que lo observaba sin dar muestras de timidez, sentado aún en la escalinata, con los pequeños brazos cruzados sobre las piernas.

– ¿Sirves en esta casa? -preguntó, mostrándole el herrumbroso disco de un óbolo.

– Sí, pero igual podría servir en la tuya.

Al hombre le sorprendió la rapidez de su respuesta y la claridad desafiante de su voz. Le calculó una edad no mayor de los diez años. Llevaba atada en la frente una cinta de trapo que encerraba a duras penas el desorden de sus mechones rubios, o no exactamente rubios sino del color de la miel, aunque era difícil apreciar la tonalidad justa de aquella melena bajo los resplandores de la antorcha. Su rostro, pequeño y pálido, negaba cualquier origen lidio o fenicio y hacía pensar en una procedencia norteña, quizá tracia; en su expresión, con el breve ceño fruncido y la asimétrica sonrisa, se acumulaba la inteligencia. Vestía tan sólo la túnica gris de los esclavos, pero, aunque sus brazos y piernas estaban desnudos, no parecía tener frío. Atrapó el óbolo con destreza y lo ocultó entre los pliegues de la túnica. Continuó sentado, balanceando los pies descalzos.

– Ahora sólo necesito este servicio -dijo el hombre-: Que me anuncies a tu ama.

– Mi ama no recibe a nadie. Un soldado grande, que es el capitán de la guardia, la ha visitado antes y le ha dicho que su hijo ha muerto. Ahora grita y se arranca los cabellos, y clama a los dioses para maldecirlos.

Y como si sus palabras hubiesen necesitado de alguna prueba, se dejó oír de repente, desde la profundidad de la casa, un prolongado alarido coral.

– Esas son sus esclavas -indicó el niño sin inmutarse.

El hombre dijo:

– Escucha. Yo conocía al marido de tu ama…

– Era un traidor -lo interrumpió el niño-. Murió hace mucho tiempo, condenado a muerte.

– Sí, por eso murió: porque fue condenado a muerte. Pero tu ama me conoce bien, y ya que estoy aquí, me gustaría darle el pésame -extrajo un nuevo óbolo de su túnica, que cambió de manos con la misma rapidez que el anterior-. Ve y dile que ha venido a verla Heracles Póntor. Si no desea verme, me marcharé. Pero ve y díselo.

– Lo haré. Pero, si no te recibe, ¿tengo que devolverte los óbolos?

– No. Son para ti. Pero te daré otro más si me recibe.

El niño se puso en pie de un salto.

– ¡Sabes hacer negocios, por Apolo! -y desapareció en la oscuridad del umbral.

En el cielo nocturno, la alborotada cabellera de nubes apenas cambió de forma durante el intervalo en que Heracles aguardó una respuesta. Por fin, los melosos cabellos del niño retornaron de la oscuridad:

– Dame el tercer óbolo -sonrió.

En el interior de la casa, los corredores se comunicaban entre sí por arcos de piedra que parecían grandes fauces abiertas, formando un dédalo de tinieblas. El niño se detuvo en mitad de uno de los penumbrosos pasillos para colocar en la boca de un gancho la antorcha con la que había venido señalando el camino: el gancho se hallaba a demasiada altura, y, aunque el pequeño esclavo no había solicitado ayuda -se alzaba de puntillas haciendo esfuerzos por alcanzarlo-, Heracles cogió la antorcha y la deslizó suavemente a través del aro de hierro.

– Te lo agradezco -dijo el niño-. No soy demasiado mayor aún.

– Pronto lo serás.

Por las paredes se filtraban los clamores, los rugidos, los ecos del dolor, provenientes de bocas invisibles. Era como si todos los habitantes de la casa estuvieran lamentándose al mismo tiempo. El niño -a quien Heracles no podía ver el rostro, pues caminaba delante de él, diminuto, desprotegido, como una oveja avanzando hacia las mandíbulas abiertas de alguna inmensa bestia negra- pareció, de improviso, igualmente afectado:

– Todos queríamos al joven amo -dijo sin volverse y sin dejar de caminar-. Era muy bueno -y emitió un breve jadeo, o un suspiro, o sorbió por la nariz, y Heracles se preguntó por un momento si estaría llorando-. Sólo nos mandaba azotar cuando habíamos hecho algo malo de verdad, y ni al viejo Ifímaco ni a mí nos castigó nunca… ¿Te fijaste en el esclavo que salió de casa cuando llegaste?

– No mucho.

– Ése era Ifímaco. Fue el pedagogo de nuestro joven amo, y la noticia le ha sentado muy mal -y añadió, bajando la voz-: Ifímaco es buena persona, aunque un poco necio. Yo me llevo bien con él, pero es que yo me llevo bien con casi todos.

– No me sorprende.

Habían llegado a una habitación.

– Debes esperar aquí. El ama vendrá enseguida.

El cuarto era un cenáculo sin ventanas, no muy grande, desvelado por el irregular resplandor de modestas lámparas colocadas sobre pequeñas repisas de piedra. Se adornaba con ánforas de boca ancha. Había también dos viejos divanes que no invitaban precisamente a reposar el cuerpo. Cuando Heracles se quedó solo, la oscuridad de aquel antro, los incesantes sollozos, aun el aire clausurado que flotaba como el aliento de una boca enferma, comenzaron a agobiarlo. Pensó que toda la casa parecía armonizada con la muerte, como si no hubieran dejado de celebrarse en su interior prolongados funerales diarios. ¿A qué olía?, se preguntó. Al llanto de una mujer. La habitación estaba repleta del olor húmedo de las mujeres tristes.

– Heracles Póntor, ¿eres tú?…

Una sombra se recortaba en el umbral de acceso a los aposentos interiores. La débil luz de las lámparas no descubría su rostro, salvo -por un raro azar- la región de los labios. De modo que lo primero que Heracles vio de Etis fue su boca, que, al abrirse para que las palabras nacieran, dejó entrever un huso negro como un ojo vacío que pareció contemplarlo desde la distancia como los ojos de las figuras pintadas.

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[2] Llama la atención el abuso de metáforas relacionadas con «melenas» o «cabelleras», dispersas aquí y allá desde el comienzo del texto: es posible que señalen la presencia de eidesis, pero aún no es seguro. Montalo no parece haber reparado en ello, pues nada menciona en sus notas. (N. del T.)

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