El Descifrador respiró hondo. Supuso que ya estaba todo dicho, y que ellos, ahora, aguardaban alguna clase de respuesta por su parte. De modo que, con firme y sosegada voz, comenzó:
– No quiero ser descuartizado. Ésa no es mi forma de ser feliz. Pero te diré, Etis, lo que pienso hacer, y podéis comunicárselo a vuestro líder, sea quien fuere. Voy a llevaros ante el arconte. A todos. Voy a hacer justicia. Sois una secta ilegal. Habéis asesinado a varios ciudadanos atenienses y a muchos campesinos áticos que nada tienen que ver con vuestras absurdas creencias… Vais a ser condenados y torturados hasta morir. Esta es mi forma de ser feliz.
Volvió a recorrer, una a una, las pétreas miradas que lo contemplaban. Se detuvo en los oscuros ojos de Etis y añadió:
– A fin de cuentas, como tú dijiste, es una cuestión de responsabilidad, ¿no?
Tras un silencio, ella dijo:
– ¿Crees que la muerte o la tortura nos asustan? No has entendido nada, Heracles. Hemos descubierto una felicidad que va más allá de la razón… ¿Qué nos importan tus amenazas? Si es preciso, moriremos sonriendo… y tú no comprenderás nunca por qué.
Heracles se hallaba de espaldas a la salida del cenáculo. De improviso, una nueva voz, densa y poderosa pero con un punto de burla, como si no se tomara en serio a sí misma, se dejó oír en toda la habitación procedente de aquella salida:
– ¡Hemos sido descubiertos! A manos del arconte ha llegado un papiro donde se habla de nosotros y se menciona tu nombre, Etis. Nuestro buen amigo tomó sus precauciones antes de venir a verte…
Heracles se volvió para contemplar el rostro de un perro deforme. El perro iba en los brazos de un hombre inmenso.
– Preguntabas hace un momento por nuestro líder, ¿no, Heracles? -dijo Etis.
Y en ese momento, Heracles sintió el fuerte golpe en la cabeza. [131]
XII
La caverna, al principio, fue un reflejo dorado que colgaba en algún lugar de la oscuridad. Después se convirtió en puro dolor. Volvió a transformarse en el reflejo dorado y colgante. El vaivén no cesaba. Entonces hubo formas: un hornillo sobre las brasas, pero, cosa curiosa, maleable como el agua, donde los hierros parecían cuerpos de serpientes asustadas. Y una mancha amarilla, un hombre cuya silueta se estiraba en un punto y cedía en otro, como colgada de cuerdas invisibles. Ruidos, sí, también: un ligero eco de metales y, de vez en cuando, el tormento puntiagudo de un ladrido. Olores escogidos entre la variada gama de la humedad. Y, de nuevo, todo se cerraba como un rollo de papiro y regresaba el dolor. Fin de la historia.
No supo cuántas historias similares transcurrieron hasta que su mente empezó a comprender. De igual forma que un objeto colgado de un extremo al recibir un golpe repentino se balancea de un lado a otro, primero con gran violencia y desajuste, después isócrono, por último con moribunda lentitud, acomodándose cada vez más a la calma natural de su estado previo, así el furioso torbellino del desmayo extinguió su vaivén, y la conciencia, planeando sobre un punto de reposo, buscó -y encontró al fin- permanecer lineal e inmóvil, en armonía con la realidad del entorno. Fue entonces cuando pudo diferenciar aquello que le pertenecía -el dolor- de aquello que le era ajeno -las imágenes, los ruidos, los olores-, y desechando esto último atendió a lo primero, y preguntóse qué le dolía -la cabeza, los brazos- y por qué. Y como el porqué no era posible saberlo sin el auxilio del recuerdo, hizo uso de su memoria. «Ah, me hallaba en casa de Etis cuando ella dijo: "Placer"… Pero, no; después…»
Al mismo tiempo, su boca decidió gemir y sus manos se retorcieron.
– Oh, temía que te hubiéramos hecho demasiado daño.
– ¿Dónde estoy? -preguntó Heracles, queriendo preguntar: «¿Quién eres?». Pero el hombre, al responder a su pregunta formulada, respondió a ambas.
– Éste es, digamos, nuestro lugar de reunión.
Y acompañó la frase de un gesto amplio de su musculoso brazo derecho, mostrando una muñeca roturada de cicatrices.
La helada comprensión de lo ocurrido cayó sobre Heracles de igual manera que, por juego, los niños suelen agitar el fino tronco de los árboles empapados por la lluvia reciente, y su densa carga de gotas colgadas de las hojas se desparrama de golpe sobre sus cabezas.
El lugar era, en efecto, una caverna de considerables dimensiones. El reflejo dorado correspondía a una antorcha colgada de un gancho que sobresalía de la roca. A la luz de sus llamas se advertía un sinuoso pasillo central flanqueado por dos paredes: una, en la que se hallaba la propia antorcha; otra, la que sostenía los clavos dorados a los que Heracles estaba atado mediante gruesas y serpentinas cuerdas, de modo que sus brazos permanecían alzados por encima de la cabeza. El pasillo formaba un recodo a la izquierda que parecía resplandecer con luz individual, aunque mucho más humilde que el oro de la antorcha, debido a lo cual el Descifrador dedujo que allí se encontraría la salida de la cueva, y que, probablemente, gran parte del día había transcurrido ya. A su derecha, sin embargo, el corredor se perdía entre rocas escarpadas y una tiniebla densísima. En el centro erguíase un hornillo colocado sobre un trípode; un atizador colgaba entre la refulgente sangre de sus ascuas. Sobre el hornillo, una escudilla repicaba con los burbujeos de un líquido dorado. Cerbero menudeaba alrededor, repartiendo los ladridos por igual entre aquel artilugio y el cuerpo inmóvil de Heracles. Su amo, envuelto en un astroso manto gris, se servía de una rama para revolver el líquido de la escudilla. Su expresión mostraba la simpática ufanía con que una cocinera contempla la puja de un dorado pastel de manzanas. [132] Otros objetos que hubieran podido ser dignos de interés yacían más allá del hornillo, junto a la pared de la antorcha, y Heracles no los distinguía muy bien.
Tarareando una cancioncilla, Crántor dejó por un instante de revolver y cogió un cazo dorado que colgaba del trípode, lo introdujo en el líquido y se lo llevó hasta la nariz. La sinuosa columna de humo que le empañó el rostro pareció brotar de su propia boca.
– Hmm. Un poco caliente, pero… Toma. Te sentará bien.
Acercó el cazo a los labios de Heracles, desatando con ello la ira de Cerbero, que parecía considerar como un oprobio que su amo le ofreciera algo a aquel individuo gordo antes que a él. Heracles, que pensaba que no tenía mucha elección y que además se hallaba sediento, probó un poco. Sabía a cereal dulzón con un punto de picante. Crántor inclinó el cazo y gran parte del contenido se derramó por la barba y la túnica de Heracles.
– Bebe, vamos.
Heracles bebió. [133]
– Es kyon, ¿verdad? -dijo después, jadeando.
Crántor asintió, regresando al hornillo.
– Hará efecto dentro de poco tiempo. Tú mismo podrás comprobarlo…
– Tengo los brazos fríos como serpientes -protestó Heracles-. ¿Por qué no me desatas?
– Cuando el kyon haga efecto, tú mismo podrás liberarte. Es increíble la fuerza oculta que poseemos y que el raciocinio no nos permite utilizar…
– ¿Qué me ha ocurrido?
– Me temo que te golpeamos y te trajimos aquí en una carreta. Por cierto: a algunos de los nuestros les ha resultado sumamente difícil salir de la Ciudad, pues los soldados ya habían sido alertados por el arconte… -levantó la negra mirada de la escudilla y la dirigió hacia Heracles-. Nos has hecho bastante daño.
– El daño os gusta -replicó el Descifrador con desprecio. Y preguntó-: ¿Debo entender que habéis huido?
– Oh sí, todos. Yo me he quedado en la retaguardia para convidarte a un symposio de kyon y charlar un poco… Los demás han buscado nuevos aires.