II [5]
Las esclavas prepararon el cuerpo de Trámaco, hijo de la viuda Etis, según el método: se lustró el horror de las dilaceraciones con ungüentos procedentes del lequito; manos de ágiles dedos se deslizaron sobre la piel socavada para extender esencias y perfumes; fue envuelto en la fragilidad del sudario y vestido con ropa limpia; se dejó el rostro al descubierto y se ató la mandíbula con fuertes vendajes para impedir el escalofriante bostezo de la muerte; bajo la untuosidad de la lengua se depositó el óbolo que pagaría los servicios de Caronte. Después aderezaron un lecho con mirto y jazmines, y sobre él colocaron el cadáver, los pies hacia la puerta, para ser velado durante todo el día; la presencia gris de un pequeño Hermes tutelar lo custodiaba. En la entrada del jardín, el ardanion, el ánfora con agua lustral, serviría para hacer pública la tragedia y purificar a las visitas del contacto con lo desconocido. Las plañideras contratadas entonaron sus sinuosos cánticos a partir del mediodía, cuando arreciaron las muestras de condolencia. Por la tarde, una serpenteante hilera de hombres se extendía a lo largo de la vereda del jardín: cada uno aguardaba en silencio, bajo la húmeda frialdad de los árboles, su turno para entrar en la casa, desfilar ante el cuerpo y dar el pésame a los familiares. Daminos, del demo de Clazobion, el tío de Trámaco, ofició de anfitrión: poseía cierta fortuna en barcos y en minas de plata de Laurion, y su presencia atrajo a numerosa gente. Fueron escasos, sin embargo, los que acudieron en recuerdo de Meragro, el padre de Trámaco (que había sido condenado y ejecutado por traidor a la democracia muchos años antes), o por respeto a la viuda Etis, que había heredado el deshonor de su esposo.
Heracles Póntor llegó a la caída del sol, pues había decidido participar también en la ecforá, la comitiva fúnebre, que se celebraba siempre de noche. Penetró con ceremoniosa lentitud en el oscuro vestíbulo -húmedo y frío, de aire aceitoso por el olor de los ungüentos-, dio una vuelta completa alrededor del cadáver siguiendo los pasos de la flexuosa fila de visitantes, y abrazó en silencio a Daminos y a Etis, que lo recibió velada por un negro peplo y un chal de gran capucha. Nada hablaron. Su abrazo fue uno de tantos. Durante su recorrido pudo distinguir a algunos hombres que conocía y a otros que no: allí estaban el noble Praxínoe y su hijo, el bellísimo Antiso, de quien se afirmaba que había sido uno de los mejores amigos de Trámaco; allí también Isífenes y Efialtes, dos reputados mercaderes que, sin duda, habían acudido por Daminos; y -una presencia que no dejó de sorprenderle- Menecmo, el escultor poeta, vestido con el descuido que lo caracterizaba, que se entretuvo en quebrantar el protocolo dedicándole a Etis algunas palabras en voz baja. Por fin, a la salida, en la húmeda frialdad del jardín, creyó advertir la robusta figura del filósofo Platón aguardando entre los hombres que aún no habían entrado, y dedujo que había venido en recuerdo de su antigua amistad con Meragro.
Una inmensa y sinuosa criatura parecía la comitiva que emprendió el camino del cementerio por la Vía de las Panateneas: la cabeza la formaban, en primer lugar, los vaivenes del cadáver transportado por cuatro esclavos; detrás, los familiares directos -Daminos, Etis y Elea-, sumidos en el silencio del dolor; y los tañedores de oboe, jóvenes con túnicas negras que aguardaban el inicio del rito para empezar a tocar; por último, los peplos blancos de las cuatro plañideras. El cuerpo lo constituían los amigos y conocidos de la familia, que avanzaban en dos hileras.
El cortejo salió de la Ciudad por la Puerta del Dipilon y se internó en el Camino Sagrado, lejos de las luces de las viviendas, entre la húmeda y fría neblina de la noche. Las piedras del Cerámico retemblaron undosas bajo el resplandor de las antorchas: por doquier aparecían figuras de dioses y héroes cubiertas por el suave aceite del rocío nocturno, inscripciones en altas estelas adornadas con siluetas ondulantes y urnas de graves contornos sobre las que reptaba la hiedra. Los esclavos depositaron cuidadosamente el cadáver en la pira funeraria. Los tañedores de oboe hicieron deslizar por el aire las sinuosas notas de sus instrumentos; las plañideras, coreográficas, rasgaron sus vestiduras al tiempo que entonaban la oscilante frialdad de su canto. Se iniciaron las libaciones en honor a los dioses de los muertos. El público se dispersó para contemplar el rito: Heracles eligió la proximidad de una enorme estatua del héroe Perseo; la cabeza decapitada de Medusa, que el héroe asía de las víboras del pelo, quedaba a la altura de su rostro, y parecía contemplarlo con ojos deshabitados. Finalizaron los cánticos, se pronunciaron las últimas palabras, y las doradas cabezas de cuatro antorchas se inclinaron ante los bordes de la pira: el Fuego multicefálico se alzó, retorciéndose, y sus múltiples lenguas ondearon en el aire frío y húmedo de la Noche [6].
El hombre golpeó la puerta varias veces. Como nadie respondió, volvió a golpear. En el oscuro cielo ateniense, las nubes de varias cabezas comenzaron a agitarse.
Por fin, la puerta se abrió, y un rostro blanco, sin rasgos, envuelto en un largo sudario negro, apareció tras ella. El hombre, confuso, casi atemorizado, titubeó antes de hablar:
– Deseo ver a Heracles Póntor, a quien llaman el Descifrador de Enigmas.
La figura se deslizó hacia las sombras en silencio y el hombre, aún indeciso, penetró en la casa. Afuera proseguía el irregular estrépito de los truenos.
Heracles Póntor, sentado a la mesa de su pequeña habitación, había dejado de leer y se concentraba, distraído, en el sinuoso trayecto de una grieta grande que descendía desde el techo hasta la mitad de la pared frontera, cuando de repente la puerta se abrió con suavidad y apareció Pónsica en el umbral.
– Una visita -dijo Heracles descifrando los armónicos, ondulantes gestos de las delgadas manos de su esclava enmascarada, de ágiles dedos-. Un hombre. Quiere verme -las manos se agitaban juntas; las diez cabezas de los dedos conversaban en el aire-. Sí, hazlo pasar.
El hombre era alto y delgado. Se envolvía en un humilde manto de lana impregnado de las untuosas escamas del relente nocturno. Su cabeza, bien formada, ostentaba una lustrosa calva, y una barba blanca recortada con esmero le adornaba el mentón. En sus ojos había claridad, pero las arrugas que los rodeaban revelaban edad y cansancio. Cuando Pónsica se hubo marchado, siempre en silencio, el recién llegado, que no había dejado de observarla con expresión de asombro, se dirigió a Heracles.
– ¿Acaso es cierta tu fama?
– ¿Qué dice mi fama?
– Que los Descifradores de Enigmas pueden leer en el rostro de los hombres y en el aspecto de las cosas como si fueran papiros escritos. Que conocen el lenguaje de las apariencias y saben traducirlo. ¿Es por ello que tu esclava oculta el rostro tras una máscara sin rasgos?
Heracles, que se había levantado para coger una fuente de frutas y una crátera de vino, sonrió ligeramente y dijo:
– Por Zeus, que no seré yo quien desmienta tal fama, pero mi esclava se cubre la cara más por mi tranquilidad que por la suya: fue secuestrada por unos bandidos lidios cuando no era más que un bebé, los cuales, durante una noche de borrachera múltiple, se divirtieron quemando su rostro y arrancándole la pequeña lengua… Puedes coger fruta si quieres… Según parece, uno de los bandidos se apiadó de ella, o atisbo la posibilidad de negocio, y la adoptó. Después la vendió como esclava para trabajos domésticos. Yo la compré en el mercado hace dos años. Me gusta, porque es silenciosa como un gato y eficiente como un perro, pero sus facciones destruidas no me agradan…