[140] -¡El texto está incompleto!
– ¿Por qué lo dices? -pregunta Montalo.
– Porque termina con esta frase: «Entonces, el Traductor dijo»…
– No -replica Móntalo. Me mira de forma extraña-. El texto no está incompleto.
– ¿Quieres decir que hay más páginas ocultas en otra parte?
– Sí.
– ¿Dónde?
– Aquí -responde, encogiéndose de hombros.
Mi desconcierto parece divertirle. Entonces pregunta bruscamente:
– ¿Ya has hallado la clave de la obra?
Pienso durante un instante y murmuro, titubeando:
– ¿Quizás es el poema?…
– ¿Y qué significa el poema?
Tras una pausa, respondo:
– Que la verdad no puede ser razonada… O que es difícil encontrar la verdad…
Montalo parece decepcionado.
– Ya sabemos que es difícil encontrar la Verdad -comenta-. Esta conclusión no puede ser la Verdad… porque, en tal caso, la Verdad no sería nada. Y tiene que haber algo, ¿no? Dime: ¿cuál es la idea final, la clave del texto?
– ¡No lo sé! -grito.
Le veo sonreír, pero su sonrisa es amarga.
– Quizá la clave sea tu propio enfado, ¿no? -dice-, esta ira que ahora sientes contra mí… o el placer que experimentaste cuando imaginabas retozar con la hetaira… o el hambre que padecías cuando yo me retrasaba con la comida… o la lentitud de tus intestinos… Puede que sean ésas las únicas claves. ¿Para qué buscarlas en el texto? ¡Están en nuestros propios cuerpos!
– ¡Deja de jugar conmigo! -replico-. ¡Quiero saber qué relación existe entre esta obra y el poema de mi padre!
Montalo adopta una expresión seria y recita, como si leyera, en tono fatigado:
– Ya te dije que el poema es de Filotexto de Quersoneso, escritor tracio que vivió en Atenas durante sus años de madurez y frecuentó la Academia de Platón. Basándose en su propio poema, Filotexto compuso las imágenes eidéticas de La caverna de las ideas. Ambas obras se inspiraron en sucesos reales ocurridos en Atenas durante aquella época, particularmente el suicidio colectivo de los miembros de una secta muy similar a la que se describe aquí. Este último acontecimiento influyó mucho en Filotexto, que veía en tales ejemplos una prueba de que Platón se equivocaba: los hombres no escogemos lo más malo por ignorancia sino por impulso, por algo desconocido que yace en cada uno de nosotros y que no puede ser razonado ni explicado con palabras…
– ¡Pero la historia le ha dado la razón a Platón! -exclamo con energía-. Los hombres de nuestra época son idealistas y se dedican a pensar y a leer y descifrar textos… Muchos somos filósofos o traductores… Creemos firmemente en la existencia de Ideas que no percibimos con los sentidos… Los mejores de nosotros gobiernan las ciudades… Mujeres y hombres trabajan por igual en las mismas cosas y tienen los mismos derechos. El mundo se halla en paz. La violencia se ha extinguido por completo y…
La expresión de Montalo me pone nervioso. Interrumpo mi emocionada declaración y le pregunto:
– ¿Qué ocurre?
Lanzando un profundo suspiro, con los ojos enrojecidos y húmedos, replica:
– Ésa es una de las cosas que se propuso demostrar Filotexto con su obra, hijo: el mundo que estás describiendo… el mundo en que vivimos… nuestro mundo… no existe. Y, probablemente, no existirá jamás -y, en tono sombrío, añade-: El único mundo que existe es el de la obra que has traducido: la Atenas de posguerra, esa ciudad repleta de locuras, éxtasis y monstruos irracionales. Ése es el mundo real, no el nuestro. Por tal motivo te advertí que La caverna de las ideas afectaba a la existencia del universo…
Le observo. Parece estar hablando en serio, pero sonríe.
– ¡Ahora sí que creo que estás completamente loco! -le digo.
– No, hijo. Haz memoria.
Y de repente su sonrisa se vuelve bondadosa, como si ambos compartiéramos la misma desgracia. Dice:
– ¿Recuerdas, en el capítulo séptimo, la apuesta entre Filotexto y Platón?
– Sí. Platón afirmaba que no podría escribirse jamás un libro que contuviera los cinco elementos de sabiduría. Pero Filotexto no estaba tan convencido…
– Eso es. Pues bien: La caverna de las ideas es el resultado de la apuesta entre Filotexto y Platón. A Filotexto la empresa le parecía muy difícil: ¿cómo crear una obra que incluyera los cinco elementos platónicos de sabiduría?… Los dos primeros eran sencillos, si recuerdas: el nombre es el nombre de las cosas, simplemente, y la definición, las frases que decimos acerca de ellas. Ambos elementos figuran en un texto normal. Pero el tercero, las imágenes, ya representaba un problema: ¿cómo crear imágenes que no fueran simples definiciones, formas de seres y cosas más allá de las palabras escritas? Entonces, Filotexto inventó la eidesis…
– ¿Qué? -lo interrumpo, incrédulo-. ¿«Inventó»?
Montalo asiente con gravedad.
– La eidesis es una invención de Filotexto: gracias a ella, las imágenes alcanzaban soltura, independencia… no se vinculaban a lo que estaba escrito sino a la fantasía del lector… ¡Un capítulo, por ejemplo, podía contener la figura de un león, o de una muchacha con un lirio!…
Sonrío ante la ridiculez que estoy oyendo.
– Sabes tan bien como yo -replico- que la eidesis es una técnica literaria empleada por algunos escritores griegos…
– ¡No! -me interrumpe Montalo, impaciente-. ¡Es una simple invención exclusiva de esta obra! ¡Déjame seguir y lo entenderás todo!… El tercer elemento, pues, quedaba resuelto… Pero aún faltaban los más difíciles… ¿Cómo lograr el cuarto, que era la discusión intelectual? Evidentemente, se necesitaba una voz fuera del texto, una voz que discutiese lo que el lector iba leyendo… un personaje que contemplara desde la distancia los sucesos de la trama… Este personaje no podía estar solo, ya que el elemento exigía cierto grado de diálogo… De modo que se hacía imprescindible la existencia de, al menos, dos caracteres fuera de la obra… Pero ¿quiénes serían éstos, y con qué excusa se presentarían al lector?…
Montalo hace una pausa y enarca las cejas con expresión divertida. Prosigue:
– La solución se la dio a Filotexto su propio poema, la estrofa del traductor «encerrado por un loco»: añadir varios traductores ficticios sería el medio más adecuado para conseguir el cuarto elemento… Uno de ellos «traduciría» la obra, comentándola con notas marginales, y los demás se relacionarían con él de una u otra forma… Con este truco, nuestro escritor logró introducir el cuarto elemento. ¡Pero quedaba el quinto, el más difícil: la Idea en sí!…
Montalo hace una breve pausa y emite una risita. Añade:
– La Idea en sí es la clave que hemos estado buscando en vano desde el principio. Filotexto no cree en su existencia, y por eso no la hemos encontrado… Pero, a fin de cuentas, también está incluida: en nuestra búsqueda, en nuestro deseo de hallarla… -y tras ampliar su sonrisa, concluye-: Filotexto, pues, ha ganado la apuesta.
Cuando Montalo termina de hablar, murmuro, incrédulo:
– Estás completamente loco…
El inexpresivo rostro de Montalo palidece cada vez más.
– En efecto: lo estoy -admite-. Pero ahora sé por qué jugué contigo y después te secuestré y te encerré aquí. En realidad, lo supe cuando me dijiste que el poema en que se basa esta obra era de tu padre… Porque yo también estoy seguro de que ese poema lo escribió mi padre…, que era escritor, como el tuyo.
Me quedo sin saber qué decir. Montalo prosigue, cada vez más angustiado:
– Formamos parte de las imágenes de la obra, ¿no lo ves? Yo soy el loco que te ha encerrado, como dice el poema, y tú el traductor. Y el padre de ambos, el hombre que nos ha engendrado a ti y a mí, y a todos los personajes de La caverna, se llama Filotexto de Quersoneso.
Un escalofrío recorre mi cuerpo. Contemplo la oscuridad de la celda, la mesa con los papiros, la lámpara, el pálido semblante de Montalo. Murmuro:
– Es mentira… Yo… yo tengo mi propia vida… ¡Tengo amigos!… Conozco a una muchacha llamada Helena… Yo no soy un personaje… ¡Yo estoy vivo!…
Y de repente su rostro se contrae en una absurda mueca de rabia.
– ¡Necio! ¿Aún no comprendes?… ¡Helena… Elio… tú… yo…! ¡¡Todos hemos sido el CUARTO ELEMENTO!!
Aturdido, furioso, me abalanzo sobre Montalo. Intento golpearlo para poder escapar, pero lo único que consigo es arrancarle el rostro. Su rostro es otra máscara. Detrás, sin embargo, no hay nada: oscuridad. Sus ropas, fláccidas, caen al suelo. La mesa en la que he estado trabajando desaparece, así como la cama y la silla. Después se esfuman las paredes de la celda. Quedo sumido en las tinieblas.
– ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?… -pregunto.
El espacio destinado a mis palabras se acorta. Me vuelvo tan marginal como mis notas.
El autor decide finalizarme aquí.