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Quizá Crántor esperaba que el golpe viniera de su puño, pues cuando vio que éste pasaba frente a él sin atinarle no hizo ademán de retroceder, y recibió en todo el rostro el impacto del clavo. Heracles no sabía en qué lugar exacto había golpeado, pero escuchó el dolor. Se lanzó hacia delante, con el mango del atizador como único objetivo de su mirada, pero una fuerte patada en el pecho lo dejó sin aire y lo hizo desplomarse de lado y rodar como una fruta madura que hubiese caído del árbol.

Durante el furioso tormento que siguió, quiso evocar que en su juventud había luchado en el pancracio. Incluso recordó los nombres de algunos de sus adversarios. A su memoria acudieron escenas, imágenes de triunfos y derrotas… Pero sus pensamientos se interrumpían… Las frases perdían coherencia… Eran palabras sueltas…

Soportó el castigo encogido sobre sí mismo, protegiéndose la cabeza. Cuando las rocas que eran los pies de Crántor se cansaron de golpearle, tomó aliento y olfateó sangre. Las patadas lo habían barrido como a una fofa basura hacia una de las paredes. Crántor decía algo, pero él no lograba escucharle. Por si fuera poco, algún niño salvaje y espantoso le chillaba palabras extranjeras al oído y derramaba sobre su rostro una saliva amarga y enfermiza. Reconoció los ladridos y la proximidad de Cerbero. Giró la cabeza y abrió a medias los ojos. El perro, a un palmo de su cara, era una máscara arrugada y vociferante de cuencas vacías. Parecía el espectro de sí mismo. Más allá, en la infinita distancia del dolor, Crántor le daba la espalda. ¿Qué hacía? Hablaba, quizá. Heracles no podía estar seguro, pues la montaña estrepitosa de Cerbero se alzaba entre los demás sonidos y él. ¿Por qué Crántor no continuaba golpeándole? ¿Por qué no remataba su tarea?…

Se le ocurrió algo. No era un buen plan, probablemente, pero a esas alturas ya nada era bueno. Cogió con sus dos manos el ínfimo cuerpo del perro. Éste, poco acostumbrado a las caricias de los extraños, se debatió como un bebé cuya anatomía fuera, en sus tres cuartas partes, una doble hilera de agudos dientes, pero Heracles lo mantuvo alejado de sí mientras levantaba los brazos cargando con su frenética presa. Crántor, sin duda, había percibido el cambio en el tono de los ladridos, porque se había vuelto hacia Heracles y le gritaba algo.

Heracles se permitió recordar por un momento que, en las competiciones, no había sido malo con el discóbolo.

Como una piedra blanda arrojada juguetonamente por un niño, Cerbero golpeó de lleno en el trípode e hizo caer la escudilla y el brasero. Cuando las brasas, desparramadas como el jugo lento de un volcán, entraron en contacto con su pelaje, los ladridos volvieron a variar de tono. Enfangado en fuego, siguió rodando por el suelo. La energía del lanzamiento no había sido tanta, pero el animal contribuía con sus propios músculos: era puro torbellino y ascuas. Sus aullidos, arropados por el eco de la caverna, se clavaron como doradas agujas en los oídos de Heracles, pero, tal como éste había supuesto, Crántor sólo dudó un instante entre el perro y él, y de inmediato se decidió por socorrer al primero.

Escudilla. Trípode. Brasero. Atizador. Cuatro objetos bien delimitados, cada uno en un lugar distinto del suelo, allí donde el azar los había distribuido. Heracles dejó caer su dolorida obesidad en dirección al último. Las imprevistas diosas de la suerte no lo habían alejado demasiado.

– ¡Cerbero!… -gritaba Crántor, agachado junto al perro. Daba palmadas sobre el pequeño cuerpo, limpiándolo de cenizas-. ¡Cerbero, calma, hijo, déjame que…!

Heracles pensó que un solo golpe, sosteniendo el mango con ambas manos, sería suficiente, pero sin duda había subestimado la resistencia de Crántor. Éste se llevó una mano a la cabeza e intentó girar sobre sí mismo. Heracles volvió a golpearlo. Esta vez, Crántor cayó boca arriba. Pero Heracles también se desplomó sobre él, extenuado.

– … gordo, Heracles -escuchó que jadeaba Crántor-. Deberías hacer… ejercicio.

Con dolorosa lentitud, Heracles volvió a incorporarse. Sentía sus brazos como pesados escudos de bronce. Se apoyó en el atizador.

– Gordo y débil -sonrió Crántor desde el suelo.

El Descifrador logró sentarse a horcajadas sobre Crántor. Ambos jadeaban como si acabaran de disputarse una carrera olímpica. Una húmeda serpiente negra había empezado a crecer en la cabeza de Crántor, y mientras se transformaba sucesivamente en cría, víbora y pitón, no dejaba de reptar por el suelo. Crántor volvió a sonreír.

– ¿Ya notas… el kyon? -dijo.

– No -dijo Heracles.

«Por eso no quiso matarme», pensó: «Estaba aguardando a que la droga me produjera algún efecto».

– Golpéame -murmuró Crántor.

– No -repitió Heracles, y se esforzó por levantarse.

La serpiente ya era más grande que la cabeza que la había engendrado. Pero había perdido su primitiva forma: ahora parecía la silueta de un árbol. [138]

– Te contaré… un secreto -dijo Crántor-. Nadie… lo sabe… Sólo algunos… hermanos… El kyon es… únicamente… agua, miel y… -hizo una pausa. Se pasó la lengua por los labios-… Un chorro de vino aromatizado.

Amplió su sonrisa. La herida del clavo en su mejilla izquierda sangró un poco. Añadió:

– ¿Qué te parece, Heracles?… El kyon no es… nada

Heracles se apoyó en la pared cercana. No habló, aunque siguió escuchando los jadeantes susurros de Crántor.

– Todos creen que es droga… y, al beberlo, se transforman… se vuelven furiosos… enloquecen… y hacen… lo que esperamos que hagan… como si de verdad… hubieran bebido droga… Todos, menos tú… ¿Por qué?

«Porque yo sólo creo en lo que veo», pensó Heracles. Pero como no se sentía con fuerzas para hablar, no dijo nada.

– Mátame -pidió Crántor.

– No.

– Entonces, a Cerbero… Por favor… No quiero que sufra.

– No -volvió a decir Heracles.

Se arrastró hasta la pared opuesta, donde yacía Diágoras. El rostro del filósofo se hallaba cubierto de magulladuras, y una brecha en su frente presentaba mal aspecto, pero seguía vivo. Y tenía los ojos abiertos y la expresión alerta.

– Vamos -dijo Heracles.

Diágoras no pareció reconocerlo, pero se dejó conducir por él. Cuando salieron trastabillando de la cueva hacia la noche reciente, los ladridos de dolor del perro de Crántor quedaron, por fin, sepultados.

La luna se alzaba redonda y dorada, colgando del cielo negro, cuando la patrulla los encontró. Un poco antes, Diágoras, que caminaba apoyado en Heracles, había empezado a hablar.

– Me obligaron a beber su pócima… No recuerdo mucho más a partir de entonces, pero creo que me ocurrió lo que ellos pronosticaron. Fue… ¿Cómo describirlo?… Perdí el dominio de mí mismo, Heracles… Sentí removerse en mi interior un monstruo, una sierpe enorme y rabiosa… -jadeando, con los ojos enrojecidos al recordar su locura, prosiguió-: Comencé a gritar y a reír… Insulté a los dioses… ¡Incluso creo que ofendí al maestro Platón!…

– ¿Qué le dijiste?

Tras una pausa, Diágoras, con evidente esfuerzo, contestó:

– «Déjame en paz, sátiro» -se volvió hacia Heracles con expresión de profunda tristeza-. ¿Por qué lo llamé «sátiro»?… ¡Qué horror!…

El Descifrador, en tono de consuelo, le dijo que todo había que achacarlo a la droga. Diágoras se mostró de acuerdo, y añadió:

– Luego empecé a darme cabezazos contra la pared hasta perder la conciencia.

Heracles pensaba en lo que le había contado Crántor sobre el kyon. ¿Había mentido? No era improbable que así fuese. Pero, en tal caso, ¿por qué la supuesta pócima no le había hecho ningún efecto a él? Por otra parte, si era cierto que el kyon no era más que agua, miel y un poco de vino, ¿por qué provocaba aquellos sorprendentes ataques de locura? ¿Por qué hizo que Eumarco se destrozara a sí mismo? ¿Por qué había afectado a Diágoras? Y otra pregunta lo atormentaba: ¿debía saber este último lo que Crántor le había revelado? Decidió guardar silencio. La patrulla de soldados se tropezó con ellos en la Vía Sagrada. Heracles distinguió las antorchas y alzó la voz para explicarles quiénes eran. El capitán, que se hallaba al tanto de la situación debido al papiro que Heracles había dirigido al arconte, se interesó por el paradero de la secta, pues el único lugar conocido -la casa de la viuda Etis- había sido abandonado por sus moradores con sospechosa precipitación. Heracles ahorró palabras -que en aquel momento en que su fatiga le colgaba del cuerpo como una armadura hoplita le parecían de oro- y pidió que algunos soldados condujeran a Diágoras a la Ciudad para que fuera visto por un médico, ofreciéndose después a guiar al capitán y al resto de sus hombres a la caverna. Diágoras protestó con débiles palabras, pero terminó accediendo, pues se hallaba confuso y extenuado. El Descifrador no tardó en encontrar la senda de regreso, ayudado por las antorchas.

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[138] «Serpiente» y «árbol». La sangre que mana de la cabeza de Crántor forma una doble y bella imagen eidética sobre el monstruo que custodia las Manzanas Doradas y los árboles de las que éstas penden… ¡La posibilidad de que mi padre plagiara un poema de Filotexto sigue preocupándome!… Montalo me ordena: «Traduce». (N. del T.)

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