– ¿Dices que has visto a Menecmo? -preguntó, ansioso-. ¿Dónde?
El hombre contestó:
– Yo soy Menecmo.
Dicen que sonreía. No, no sonreía. ¡Sonreía, Hárpalo, lo juro por los ojos de lechuza de Atenea! ¡Y yo por el negro río Estigia: no sonreía! ¿Tú estabas cerca de él? ¡Tan cerca como ahora lo estoy de ti, y no sonreía: hacía una mueca, pero no era una sonrisa! ¡Sonreía, yo también lo vi: cuando lo cogisteis de los brazos entre varios, sonreía, lo juro por…! ¡Era una mueca, necio: como si yo hiciera así con la boca! ¿Te parece que estoy sonriendo ahora? Me pareces un estúpido. Pero ¿cómo, por el dios de la verdad, cómo iba a sonreír, sabiendo lo que le espera? Y si sabe lo que le espera, ¿por qué se ha entregado en vez de huir de la Ciudad?
La pregunta había dado a luz múltiples crías, todas deformes, agonizantes, muertas al caer la noche…
El Descifrador de Enigmas se hallaba sentado ante el escritorio, una mano apoyada en la gruesa mejilla, pensando. [76]
Yasintra penetró en la habitación sin hacer ruido, de modo que cuando él alzó la vista la halló de pie en el umbral, su imagen dibujada por las sombras. Vestía un largo peplo atado con fíbula al hombro derecho. El seno izquierdo, atrapado apenas por un cabo de tela, se mostraba casi desnudo. [77]
– Sigue trabajando, no quiero molestarte -dijo Yasintra con su voz de hombre.
Heracles no parecía molesto.
– ¿Qué quieres? -dijo. [78]
– No interrumpas tu labor. Parece tan importante…
Heracles no sabía si ella se burlaba (resultaba difícil saberlo, porque, según creía, todas las mujeres eran máscaras). La vio avanzar lentamente, cómoda en la oscuridad.
– ¿Qué quieres? -repitió. [79]
Ella se encogió de hombros. Con lentitud, casi con desgana, acercó su cuerpo al de él.
– ¿Cómo puedes estar tanto tiempo ahí sentado, a oscuras? -preguntó con curiosidad.
– Estoy pensando -dijo Heracles-. La oscuridad me ayuda a pensar. [80]
– ¿Te gustaría que te diera un masaje? -murmuró ella.
Heracles la miró sin responder. [81]
Ella extendió sus manos hacia él.
– Déjame -dijo Heracles. [82]
– Sólo quiero darte un masaje -murmuró ella, juguetona.
– No. Déjame. [83]
Yasintra se detuvo.
– Me gustaría hacerte disfrutar -musitó.
– ¿Por qué? -pregunto Heracles. [84]
– Te debo un favor -dijo ella-. Quiero pagártelo.
– No es necesario. [85]
– Estoy tan sola como tú. Pero puedo hacerte feliz, te lo aseguro.
Heracles la observó. El rostro de ella no mostraba ninguna expresión.
– Si quieres hacerme feliz, déjame a solas un momento -dijo. [86]
Ella suspiró. Volvió a encogerse de hombros.
– ¿Te apetece comer algo? ¿O beber? -preguntó.
– No quiero nada. [87]
Yasintra dio media vuelta y se detuvo en el umbral.
– Llámame si necesitas algo -le dijo.
– Lo haré. Ahora vete. [88]
– Sólo tienes que llamarme, y vendré.
– ¡Vete ya! [89]
La puerta se cerró. La habitación quedó a oscuras otra vez. [90]
IX
Como los delitos que se le imputaban a Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, eran de sangre -de «carne», como pretendían algunos-, el juicio se celebró en el Areópago, el tribunal de la colina de Ares, una de las instituciones más venerables de la Ciudad. Sobre sus mármoles se habían cocinado las fastuosas decisiones del gobierno en otros tiempos, pero, tras las reformas de Solón y Clístenes, su poder se había visto reducido a una simple magistratura encargada de juzgar los homicidios voluntarios, que sólo ofrecía a sus clientes condenas de muerte, pérdidas de derechos y ostracismos. No había ateniense, pues, que se deleitara observando las gradas blancas, las severas columnas y el alto podio de los arcontes situado frente a un pebetero redondo como un plato donde espumaban olorosas hierbas en honor de Atenea, cuyo aroma -afirmaban los entendidos- recordaba vagamente el de la carne humana asada. Sin embargo, en ocasiones, se celebraba un pequeño festín a costa de algún acusado notable.
El juicio de Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, había despertado gran expectación, más por la nobleza de las víctimas y la sordidez de los crímenes que por él mismo, pues Menecmo no pasaba de ser uno de los muchos herederos de Fidias y Praxíteles que se ganaban la vida vendiendo sus obras, como quien vende carne, a mecenas aristocráticos.
Pronto, tras el anuncio estridente del heraldo, no quedó ni un solo espacio libre en las históricas gradas: metecos y atenienses pertenecientes al gremio de escultores y ceramistas, así como poetas y militares, componían la mayoría del hambriento público, pero no faltaban los simples ciudadanos curiosos.
Los ojos se hicieron grandes como bandejas y hubo murmullos de aprobación cuando los soldados presentaron al acusado, atado por las muñecas, magro de carnes pero recio y consistente. Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, erguía el torso y levantaba mucho la cabeza, aderezada de mechones de cabello gris, como si en vez de una condena fuera a recibir un honor militar. Escuchó con calma la jugosa lista de las acusaciones y, acogiéndose a la ley, guardó silencio cuando el arconte orador lo requirió para rectificar lo que creyera oportuno en los cargos que se le imputaban. ¿Hablarás, Menecmo? Nada: ni un sí, ni un no. Seguía irguiendo el pecho con el terco orgullo de un faisán. ¿Se declararía inocente? ¿Culpable? ¿Ocultaba un terrible secreto que pensaba revelar al final?
Desfilaron los testigos: sus vecinos sazonaron el preámbulo hablando de los jóvenes, por lo general vagabundos o esclavos, que frecuentaban su taller so pretexto de posar como modelos para sus obras. Se comentaron sus aficiones nocturnas: los gritos picantes, los gruñidos golosos, el agridulce olor de las orgías, la media docena diaria de efebos desnudos y blancos como pastelillos de nata. Muchos estómagos se contrajeron al escuchar tales declaraciones. Varios poetas afirmaron después que Menecmo era buen ciudadano y mejor autor, y que se esforzaba afanosamente por recuperar la antigua receta del teatro ateniense, pero como eran artistas tan insípidos como aquel al que pretendían ensalzar, los arcontes hicieron caso omiso de sus testimonios.
Le tocó el turno a la casquería de los crímenes: se acentuaron los ribetes sangrientos, la carne retazada, la delicuescencia de las vísceras, la crudeza inane de los cuerpos. Habló el capitán de la guardia de frontera que había encontrado a Trámaco; opinaron los astínomos que hallaron a Eunío y Antiso; las preguntas aparejaron una guarnición de despojos; la fantasía adobó un cadáver con tarazones de piernas, rostros, manos, lenguas, lomos y vientres. Por fin, al mediodía, bajo los tostadores dominios de los corceles del Sol, la oscura silueta de Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte, subió las escalinatas del podio. El silencio era sincero: todos esperaban con devoradora impaciencia lo que suponían que sería el principal testimonio de la acusación. Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte, no los defraudó: fue firme en sus respuestas, impecable en la clara pronunciación de las frases, honrado en la exposición de los hechos, prudente a la hora de juzgarlos, con cierto regusto amargo al final, un poco duro en algún punto, pero en general satisfactorio. Al hablar, no miró hacia las gradas, donde Platón y algunos de sus colegas se sentaban, sino hacia el podio de los arcontes, a pesar de que éstos no parecían prestar la más mínima atención a sus palabras, como si ya tuvieran segura la sentencia y su declaración fuera considerada un mero aperitivo.