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– ¿Puedo verla de cerca?

– Sí -dijo Menecmo.

El filósofo se acercó al podio y subió por una de las escaleras. Sus pasos retumbaron en la sucia madera del pedestal. Se aproximó a la escultura y observó su perfil.

El hombre de mármol, encorvado sobre la mesa, sostenía entre el índice y el pulgar una fina pluma; los rollos de papiro lo sitiaban. ¿Qué clase de vestido llevaba?, se preguntó Diágoras. Una especie de manto muy entallado… Ropas extranjeras, evidentemente. Contempló su cuello inclinado, la prominencia de las primeras vértebras -estaba bien hecho, hubo de reconocer-, los espesos mechones de pelo a ambos lados de la cabeza, las orejas de lóbulos gruesos e impropios…

Aún no había podido verle el rostro: la figura agachaba demasiado la cabeza. Diágoras, a su vez, se agachó un poco: observó las ostensibles entradas en las sienes, las áreas de calvicie prematura… No pudo evitar, al mismo tiempo, admirar sus manos: venosas, delgadas; la derecha atrapaba el tallo de la pluma; la izquierda descansaba con la palma hacia abajo, ayudando a extender el pergamino sobre el que escribía, el dedo medio adornado con un grueso anillo en cuyo sello estaba grabado un círculo. Un rollo de papiro desplegado se hallaba cerca de la misma mano: sería, sin duda, la obra original. El hombre redactaba la traducción en el pergamino. ¡Incluso las letras, en este último, se hallaban cinceladas con pulcra destreza! Intrigado, Diágoras se asomó por encima del hombro de la figura y leyó las palabras que, se suponía, acababa de «traducir». No supo qué podían significar. Decían:

No supo qué podían significar. Decían

Pero aún no había visto el rostro de la figura. Inclinó un poco más la cabeza y lo contemplo. [53]

Pero aún no había visto el rostro de la figura. Inclinó un poco más la cabeza y lo contempló.

Eran unas facciones [54]

– Un hombre muy astuto -dijo Heracles cuando salieron del taller-. Deja las frases inacabadas, como sus esculturas. Adopta un carácter repugnante para que retrocedamos con las narices tapadas, pero estoy seguro de que, frente a sus discípulos, sabe ser encantador.

– ¿Crees que fue él quien…? -preguntó Diágoras.

– No nos apresuremos. La verdad puede hallarse lejos, pero posee infinita paciencia para aguardar nuestra llegada. Por lo pronto, me gustaría tener la oportunidad de hablar de nuevo con Antiso…

– Si no me equivoco, lo encontraremos en la Academia: esta tarde se celebra una cena en honor de un invitado de Platón, y Antiso será uno de los coperos.

– Muy bien -sonrió Heracles Póntor-: Pues creo, Diágoras, que ha llegado la hora de conocer tu Academia. [55]

VII

El camino que lleva a la escuela filosófica de la Academia es, en sus comienzos, apenas una exigua trocha que se desprende de la Vía Sagrada un poco después de la Puerta de Dipilon. El viajero no percibe nada especial al recorrerla: la vereda se introduce en un boscaje de pinos altos retorciéndose al tiempo que se afila, como un diente, de modo que se tiene la sensación de que, en un momento dado, abocará a una fronda impenetrable sin que hayamos llegado en realidad a ninguna parte. Pero al dejar atrás los primeros recodos, por encima de una extensión breve aunque compacta de piedras y plantas de hojas curvas como colmillos, se advierte la límpida fachada del edificio principal, un contorno cúbico y marfileño colocado cuidadosamente sobre un pequeño teso. Poco después, el camino se ensancha con cierto orgullo. Hay un pórtico en la entrada. No se sabe con certeza a quiénes ha querido representar el escultor con los dos rostros del color del marfil de los dientes que, situados en sendos nichos, contemplan en simétrico silencio la llegada del viajero: afirman unos que a lo Verdadero y lo Falso, otros que a lo Bello y lo Bueno, y los menos -quizá los más sabios- que a nadie, porque son simples adornos (ya que algo había que colocar, al fin y al cabo, en aquellos nichos). En el espacio central, una inscripción: «Nadie pase que no sepa Geometría», enmarcada en líneas retorcidas. Más allá, los bellos jardines de Academo, urdidos de ensortijados senderos. La estatua del héroe, en el centro de una plazoleta, parece exigir del visitante el debido respeto: con la mano izquierda tendida, el índice señalando hacia abajo, la lanza en la otra, la mirada ceñida por las aberturas de un yelmo de híspida crin rematada por colmilludas puntas. Junto a la floresta, la marmórea sobriedad de la arquitectura. La escuela posee espacios abiertos entre columnas blancas con techos dentados y rojizos para las clases de verano y un recinto cerrado que sirve de refugio a discípulos y mentores cuando el frío muestra sus colmillos. El gimnasio cuenta con todas las instalaciones necesarias, pero no es tan grande como el de Liceo. Las casas más modestas constituyen el habitáculo de algunos de los maestros y el lugar de trabajo de Platón.

Cuando Heracles y Diágoras llegaron, el crepúsculo había desatado un bóreas áspero que removía las retorcidas ramas de los árboles más altos. Nada más cruzar el blanco pórtico, el Descifrador pudo observar que el ánimo y la actitud de su compañero mudaban por completo. Diríase que semejaba un perro de caza olfateando la presa: alzaba la cabeza y se pasaba con frecuencia la lengua por los labios; la barba, de ordinario discreta, se hallaba erizada; apenas escuchaba lo que Heracles le decía (pese a que éste, fiel a su costumbre, no ha-blaba mucho), y se limitaba a asentir sin mirarle y murmurar «Sí» frente a un simple comentario, o responder «Espera un momento» a sus preguntas. Heracles intuyó que se hallaba deseoso de demostrarle que aquel lugar era el más perfecto de todos, y el solo pensamiento de que algo pudiese salir mal lo angustiaba sin remedio.

La plazoleta se hallaba vacía y el edificio de la escuela parecía abandonado, pero nada de esto intrigó a Diágoras.

– Suelen dar breves paseos por el jardín antes de cenar -dijo.

Y de repente, Heracles sintió que su manto era retorcido con un violento tirón.

– Ahí vienen -el filósofo señalaba la oscuridad del parque. Y añadió, con extático énfasis-: ¡Y ahí está Platón!

Por los revueltos senderos se acercaba un grupo de hombres. Todos llevaban himationes oscuros cubriendo ambos hombros, sin túnica ni jitón debajo. Parecían haber aprendido el arte de moverse como los patos: en hilera, desde el más alto al más bajito. Hablaban. Era maravilloso verles hablar y caminar en fila al mismo tiempo. Heracles sospechó que poseían alguna especie de clave numérica para saber con exactitud a quién le tocaba el turno de decir algo y a quién el de responder. Nunca se interrumpían: el número dos se callaba, y justo entonces replicaba el número cuatro, y el número cinco parecía intuir sin error el final de las palabras del número cuatro y procedía a intervenir en ese punto. Las risas sonaban corales. Presintió también algo más: aunque el número uno -que era Platón- permanecía en silencio, todos los demás parecían dirigirse a él al hablar, pese a que no lo mencionaban explícitamente. Para lograr esto, el tono se elevaba progresiva y melódicamente desde la voz más grave -el número dos- a la más aguda -el número seis-, que, además de ser el individuo de más baja estatura, se expresaba con penetrantes chillidos, como para asegurarse de que el número uno lo escuchaba. La impresión de conjunto era la de una lira dotada de movimiento.

El grupo serpenteó por el jardín, acercándose más en cada curva. En extraña coincidencia, algunos adolescentes emergieron del gimnasio, desnudos por completo o vistiendo breves túnicas, pero refrenaron de inmediato su desordenada algarabía al divisar a la hilera de filósofos. Ambos grupos se reunieron en la plazuela. Heracles se preguntó por un momento qué vería un hipotético observador situado en el cielo: la línea de los adolescentes y la de los filósofos aproximándose hasta unirse en el vértice… ¿quizá -contando con la recta de setos del jardín- una perfecta letra delta?

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[53] No puedo seguir con la traducción. Mis manos tiemblan.

Vuelvo al trabajo tras dos días de angustia. Aún no sé si continuaré o no, quizá no tenga valor. Pero al menos he logrado regresar a mi escritorio, sentarme y contemplar mis papeles. No hubiese creído posible hacer esto ayer por la mañana, cuando charlaba con Helena. Lo de Helena fue un acto impulsivo, lo reconozco: le pedí el día anterior que me hiciera compañía -no me sentía con fuerzas para soportar la soledad nocturna de mi casa-, y, aunque no quise contarle en aquel momento las razones ocultas de mi petición, ella debió de percibir algo en mis palabras, porque aceptó de inmediato. Procuré no hablar del trabajo. Fui amable, cortés y tímido. Tal conducta persistió incluso cuando hicimos el amor. Hice el amor con el secreto deseo de que ella me lo hiciera a mí. Palpé su cuerpo bajo las sábanas, aspiré el acre aroma del placer y escuché sus crecientes gemidos sin que nada de ello me ayudara demasiado: buscaba -creo que buscaba- sentir en ella lo que ella sentía de mí. Quería -ansiaba- que sus manos me explorasen, me percibieran, golpearan en mi obstáculo, me dieran forma en la oscuridad… Pero no, forma no. Quería sentirme como un simple material, un resto sólido de algo que estaba allí, ocupando un espacio, no como una silueta, una figura con rasgos e identidad. No quería que me hablase, no deseaba escuchar palabras -menos aún mi nombre-, nada de frases vacías que pudieran aludirme. Ahora comprendo parcialmente lo que me sucedió: se debe, quizá, al agobio de traducir, a esta horrible sensación de porosidad, como si mi existencia se me hubiera revelado, de repente, como algo mucho más frágil que el texto que traduzco y que se manifiesta a través de mí en la parte superior de estas páginas. He pensado que necesitaba, por ello, reforzar estas notas marginales, equilibrar de algún modo el peso de Atlas del texto superior. «Si pudiera escribir», he pensado -no por primera vez pero sí con mayores ansias que nunca-, «si pudiese crear algo propio…». Mi actividad con Helena -su cuerpo, sus pechos firmes, sus músculos suaves, su juventud- me sirvió de poco: quizá tan sólo para reconocerme (precisaba con urgencia de su cuerpo como de un espejo en el que poder verme sin mirarme), pero aquel breve reencuentro, aquella anagnórisis conmigo mismo, sólo me ayudó a conciliar el sueño, y por tanto a desaparecer de nuevo. Al día siguiente, con el alba despuntando entre las colinas, desnudo y de pie frente a la ventana de mi dormitorio -percibiendo un rebullir de sábanas en la cama y la voz soñolienta de mi compañera, desnuda y acostada- decidí contárselo todo. Hablé con calma, sin desviar los ojos de la creciente flama del horizonte:

– Estoy en el texto, Helena. No sé cómo ni por qué, pero soy yo. El autor me describe como una estatua esculpida por uno de los personajes, a la que llama «El traductor», que se encuentra sentado ante una mesa traduciendo lo mismo que yo. Todo corresponde: las profundas entradas en las sienes, las zonas de calvicie, las orejas finas con lóbulos abultados, las manos delgadas y venosas… Soy yo. No me he atrevido a seguir traduciendo: no podría soportar leer la descripción de mi propio rostro

Ella protestó. Se incorporó en la cama. Me hizo muchas preguntas, se enfadó. Yo -aún desnudo- salí del cuarto, me dirigí a! salón y regresé con los papeles de mi traducción interrumpida. Se los entregué. Era gracioso: ambos desnudos -ella sentada, yo de pie-, convertidos otra vez en compañeros de trabajo; ella frunciendo el ceño de profesora al tiempo que sus pechos -trémulos, rosáceos- se alzaban con cada respiración; yo, aguardando en silencio frente a la ventana, mi absurdo miembro arrugado por el frío y la angustia.

– Es ridículo… -dijo al acabar la lectura-. Es absolutamente ridículo…

Protestó de nuevo. Me increpó. Me dijo que me estaba obsesionando, que la descripción era muy vaga, que podía corresponder a cualquier otra persona. Agregó:

– Y el anillo de la estatua lleva un círculo grabado en el sello. ¡Un círculo! ¡No un cisne, como el tuyo!…

Ese era el detalle más horrible. Y ella ya se había dado cuenta.

– En griego, «círculo» es kúklos y «cisne» kúknos, ya lo sabes -repuse con calma-. Sólo una letra de diferencia. Si esa I, esa lambda, es una n, una ny, entonces ya no cabe ninguna duda: soy yo -contemplé el anillo con la silueta del cisne en el dedo medio de mi mano izquierda, un regalo de mi padre del que nunca me despojo.

– Pero el texto dice kúklos y no…

– Montalo advierte en una de sus notas que la palabra es difícil de leer. Él interpreta kúklos, pero señala que la cuarta letra es confusa. ¿Comprendes, Helena? La cuarta letra -mi tono de voz era neutro, casi indiferente-. Dependo de la simple opinión filológica de Montalo sobre una letra para saber si debo volverme loco…

– ¡Pero es absurdo! -se exasperó-. ¿Qué haces… aquí dentro? -golpeó los papeles-. ¡Esta obra fue escrita hace miles de años!… ¿Cómo…? -apartó las sábanas que cubrían sus largas piernas. Se atusó el pelo rojizo. Avanzó, descalza y desnuda, hacia la puerta-. Ven. Quiero leer el texto original -había cambiado de tono: hablaba ahora con firmeza, con decisión.

Horrorizado, le supliqué que no lo hiciera.

– Vamos a leer entre los dos el texto de Montalo -me interrumpió, de pie en la puerta-. Me da igual si después decides no continuar con la traducción. Quiero quitarte esta locura de la cabeza.

Fuimos hacia el salón -descalzos, desnudos-. Recuerdo que pensé algo absurdo mientras la seguía: «Queremos asegurarnos de que somos seres humanos, cuerpos materiales, carne, órganos, y no sólo personajes o lectores… Vamos a saberlo. Queremos saberlo». En el salón hacía frío, pero de momento no nos importó. Helena llegó antes que yo al escritorio y se inclinó sobre los papeles. Yo fui incapaz de acercarme: aguardé detrás de ella, observando su espalda lustrosa y encorvada, la suave curvatura de sus vértebras, el mullido escabel de sus nalgas. Hubo una pausa. «Está leyendo mi rostro», recuerdo que pensé. La oí gemir. Cerré los ojos. Dijo:

– Oh.

La sentí acercarse y abrazarme. Su ternura me horrorizaba. Dijo:

– Oh… oh…

No quise preguntarle. No quise saberlo. Me amarré a su tibio cuerpo con fuerza. Entonces percibí su risa: suave, creciente, naciendo en su vientre como la alegre presencia de otra vida.

– Oh… oh… oh… -dijo sin dejar de reír.

Después, mucho después, leí lo que ella había leído, y comprendí por qué se reía.

He decidido continuar con la traducción. Reanudo el texto a partir de la frase: «Pero aún no había visto el rostro de la figura». (N. del T.)

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[54] Laguna textual a partir de aquí. Móntalo afirma que las cinco líneas siguientes son ilegibles. (N. del T.)

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