Después de un breve silencio, el escultor inquirió con suavidad:
– ¿Puedo saber quién es este imbécil?
Heracles detuvo con un gesto la airada réplica de su compañero:
– Perdona, buen Menecmo, no hemos venido aquí para hablar de Eurípides y su teatro… ¡Déjame seguir, Diágoras!… -el filósofo se contenía a duras penas-. Queremos preguntarte…
Un estrépito de ecos lo interrumpió: Menecmo había comenzado a gritar mientras paseaba de un lado a otro por el podio. De vez en cuando señalaba a uno de los dos hombres con el pequeño martillo, como si se dispusiera a lanzárselo a la cabeza.
– ¿Y la filosofía?… ¡Recordad a Heráclito!… ¡«Sin discordia no hay existencia»!… ¡Eso opinaba el filósofo Heráclito!… ¿Acaso la filosofía no ha cambiado también?… ¡Antes era una fuerza, un impulso!… Ahora… ¿qué es?… ¡Puro intelecto!… ¡Antes…! ¿Qué nos intrigaba?… ¡La materia de las cosas: Tales, Anaximandro, Empédocles…! ¡Antes pensábamos en la materia! ¿Y ahora? ¿En qué pensamos ahora? -y deformó la voz grotescamente para decir-: ¡En el mundo de las Ideas!… ¡Las Ideas existen, claro, pero viven en otro lugar, lejos de nosotros!… ¡Son perfectas, puras, bondadosas y útiles…!
– ¡Lo son! -saltó Diágoras, chillando-. ¡Lo son, de la misma forma que tú eres imperfecto, vulgar, canalla y…!
– ¡Por favor, Diágoras, déjame hablar! -exclamó Heracles.
– ¡No debemos amar a los efebos, oh no!… -se burlaba Menecmo-. ¡Debemos amar la idea de efebo!… ¡Besar un pensamiento de labios, acariciar una definición de muslo!… ¡Y no hagamos estatuas, por Zeus! ¡Eso es un arte imitativo vulgar!… ¡Hagamos ideas de estatuas!… ¡Esta es la filosofía que heredarán los jóvenes!… ¡Aristófanes hacía bien en situarla en las nubes…
Diágoras resoplaba, en el colmo de la indignación.
– ¿Cómo puedes opinar con tanto desparpajo sobre algo que ignoras, tú…?
– ¡Diágoras! -la firmeza de la voz de Heracles provocó una repentina pausa-. ¿No te das cuenta de que Menecmo pretende desviar el tema? ¡Déjame hablar de una vez!… -y prosiguió, con sorprendente calma, dirigiéndose al escultor-: Menecmo, hemos venido a preguntarte sobre las muertes de Trámaco y Eunío…
Y lo dijo casi en tono de disculpa, como si se excusara por mencionar un asunto tan trivial frente a alguien a quien consideraba muy importante. Tras un breve silencio, Menecmo escupió en el suelo del podio, se frotó la nariz y dijo:
– A Trámaco lo mataron los lobos mientras cazaba. En cuanto a Eunío, me han contado que se emborrachó, y las uñas de Dioniso aferraron su cerebro obligándole a clavarse un puñal en el cuerpo varias veces… ¿Qué tengo yo que ver con eso?
Heracles replicó de inmediato:
– Que ambos, junto con Antiso, visitaban tu taller por las noches y participaban en tus curiosas diversiones. Y que los tres te admiraban y correspondían a tus exigencias amorosas, pero tú favorecías sólo a uno. Y que, probablemente, hubo discusiones entre ellos, y quizás amenazas, pues las diversiones que organizas con tus efebos no gozan precisamente de buena reputación, y ninguno de ellos quería que se hicieran públicas… Y que Trámaco no se fue a cazar, pero el día en que salió de Atenas tu taller permaneció cerrado y nadie te vio por ninguna parte…
Diágoras enarcó las cejas y se volvió hacia Heracles, pues desconocía esta última información. Pero el Descifrador prosiguió, como si recitara un cántico ritual:
– Y que Trámaco, de hecho, fue asesinado o golpeado hasta quedar inconsciente, y abandonado a merced de los lobos… Y que anoche, Eunío y Antiso vinieron aquí después de la representación de tu obra. Y que tu taller es la casa más próxima al lugar donde encontraron a Eunío esta madrugada. Y que sé con certeza que Eunío también fue asesinado, y que su asesino cometió el crimen en otro sitio y luego trasladó el cuerpo a ese lugar. Y que es lógico suponer que ambos lugares no deben distar mucho entre sí, pues a nadie se le ocurriría atravesar Atenas con un cadáver al hombro -hizo una pausa y abrió los brazos, en un ademán casi amistoso-. Como puedes comprobar, buen Menecmo, tienes bastante que ver en todo esto.
La expresión del rostro de Menecmo era inescrutable. Hubiera podido pensarse que sonreía, pero su mirada era sombría. Sin decir nada, se volvió lentamente hacia el mármol, dando la espalda a Heracles, y continuó cincelándolo con pausados golpes. Entonces habló, y su voz sonó divertida:
– ¡Oh, el razonamiento! ¡Oh, qué maravilloso, qué exquisito el razonamiento! -emitió una risita sofocada-. ¡Yo soy culpable por un silogismo! Mejor aún: por la distancia que separa mi casa del solar de los alfareros -sin dejar de esculpir, movió la cabeza con lentitud y volvió a reírse, como si la escultura o su propio trabajo le parecieran dignos de burla-. ¡Así construimos los atenienses las verdades hoy día: hablamos de distancias, hacemos cálculos con las emociones, razonamos los hechos…!
– Menecmo… -dijo Heracles con suavidad.
Pero el artista continuó hablando:
– ¡Podrá afirmarse, en años venideros, que Menecmo fue considerado culpable por un asunto de longitudes!… Hoy día todo sigue un Canon, ¿no lo he dicho ya muchas veces? La justicia ya es, tan sólo, cuestión de distancia…
– Menecmo -insistió Heracles en el mismo tono-. ¿Cómo sabías que el cuerpo de Eunío fue hallado en el solar de los alfareros? Eso no lo he dicho yo.
A Diágoras le sorprendió la violenta reacción del escultor: se había vuelto hacia Heracles con los ojos muy abiertos, como si este último fuera una gorda Galatea que hubiese cobrado vida de repente. Por un instante no profirió una sola palabra. Después exclamó, con un resto de voz:
– ¿Estás loco? ¡Lo comenta toda la gente!… ¿Qué pretendes insinuar con eso?…
Heracles empleó de nuevo su más humilde tono de disculpa:
– Nada, no te preocupes: formaba parte de mi razonamiento sobre la distancia.
Y entonces, como si hubiera olvidado algo, se rascó la cónica cabeza y añadió:
– Lo que no comprendo muy bien, buen Menecmo, es por qué te has centrado únicamente en mi razonamiento sobre la distancia y no en mi razonamiento sobre la posibilidad de que alguien asesinara a Eunío…, idea mucho más extraña, por Zeus, y que, sin duda, nadie comenta, pero que tú pareces haber admitido de buen grado en cuanto te la he referido. Has empezado por criticar mi razonamiento sobre la distancia y no me has preguntado: «Heracles, ¿por qué estás tan seguro de que Eunío fue asesinado?»… La verdad, Menecmo, no lo entiendo.
Diágoras no sintió ninguna compasión por Menecmo, pese a que advertía cómo las despiadadas deducciones del Descifrador lo sumergían progresivamente en el desconcierto más absoluto, haciéndolo caer en la trampa de sus propias y frenéticas palabras de manera semejante a esos lagos de podredumbre que -según diversos testimonios de viajeros con los que había hablado- engullen con más rapidez a aquellos que intentan salvarse con contorsiones o aspavientos. En el denso silencio que siguió, quiso añadir, por burla, algún comentario huero que dejara bien patente la victoria que habían obtenido sobre aquella alimaña. Y dijo, con cínica sonrisa:
– Bella escultura es ésa en la que trabajas, Menecmo. ¿A quién representa?
Por un momento, creyó que no obtendría respuesta. Pero entonces advirtió que Menecmo sonreía, y aquello bastó para inquietarlo.
– Se llama El traductor. El hombre que pretende descifrar el misterio de un texto escrito en otro lenguaje sin percibir que las palabras sólo conducen a nuevas palabras, y los pensamientos a nuevos pensamientos, pero la Verdad permanece inalcanzable. ¿No es un buen símil de lo que hacemos todos?
No entendió muy bien Diágoras lo que quería decir el escultor, pero como no deseaba quedar en desventaja comentó:
– Es una figura muy curiosa. ¿Qué vestido lleva? No parece griego…
Menecmo no dijo nada. Observaba su obra y sonreía.