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Menecmo, que en lo alto del podio se ocupaba de recoger las sábanas que cubrían la escultura, se detuvo.

– ¿Cuál es la razón de tu pregunta?

– Oh, Menecmo: si respondes a mis preguntas con preguntas, ¿cómo vamos a terminar pronto? Procedamos con orden: contesta tú ahora a mis cuestiones y yo contestaré a las tuyas después.

– Los conozco.

– ¿Por motivos profesionales?

– Conozco a muchos efebos en la Ciudad… -se interrumpió para tirar de una de las sábanas, que se resistía. No tenía paciencia; sus gestos poseían cualidades agonistas; los objetos parecían desafiarlo. Concedió al lienzo la oportunidad de dos intentos breves, casi de advertencia. Entonces apretó los dientes, afirmó los pies en el podio de madera y, lanzando un sucio gruñido, tiró con ambas manos. La sábana se desprendió con un ruido como de volcar desperdicios, desordenando las colecciones intangibles de polvo.

La escultura, descubierta al fin, era compleja: mostraba a un hombre sentado a una mesa repleta de rollos de papiros. La base, inacabada, se retorcía con la informe castidad del mármol virgen de cincel. De la cabeza de la figura, que daba la espalda a Heracles y Diágoras, sólo era visible la coronilla, tan concentrado parecía estar en lo que hacía.

– ¿Alguno de ellos te sirvió de modelo? -preguntó Heracles.

– En ocasiones -fue la lacónica respuesta.

– Sin embargo, no creo que todos tus modelos sean también actores de tus obras…

Menecmo había regresado a la mesa de utensilios y preparaba una hilera de cinceles de diferente tamaño.

– Les dejo libertad para elegir -dijo sin mirar a Heracles-. A veces hacen ambas cosas.

– ¿Como Eunío?

El escultor volvió la cabeza con brusquedad: Diágoras pensó que gustaba de maltratar a sus propios músculos como un padre ebrio maltrataría a sus hijos.

– Acabo de saber lo de Eunío, si es a eso a lo que te refieres -dijo Menecmo; sus ojos eran dos sombras fijas en Heracles-. No he tenido nada que ver con su arrebato de locura.

– Nadie ha dicho lo contrario -Heracles levantó ambas manos abiertas, como si Menecmo lo estuviera amenazando.

Cuando el escultor volvió a ocuparse de las herramientas, Heracles dijo:

– Por cierto, ¿sabías que Trámaco, Antiso y Eunío participaban en tus obras de incógnito? Los mentores de la Academia les prohibían hacer teatro…

Los huesudos hombros de Menecmo se alzaron a la vez.

– Creo haber oído algo parecido. ¡Es lo más necio que he escuchado jamás! -y diciendo esto, volvió a subir por la escalera del podio en dos saltos-. ¡Nadie puede prohibir el arte! -exclamó, y propinó un cincelazo impulsivo, casi azaroso, en una de las esquinas de la mesa de mármol; el sonido dejó en el aire un ligero vestigio musical.

Diágoras abrió la boca para replicar, pero pareció pensárselo mejor y desistió. Heracles dijo:

– ¿Y se mostraban temerosos de ser descubiertos?

Menecmo rodeó la estatua con expresión afanosa, como buscando alguna otra esquina desobediente que castigar. Dijo:

– Supongo. Pero sus vidas no me interesaban. Les ofrecí la posibilidad de actuar como coreutas, eso es todo. Ellos aceptaron sin rechistar, y los dioses saben que lo agradecí: mis tragedias, a diferencia de mis estatuas, no me dan fama ni dinero, sólo placer, y no es fácil encontrar gente que participe en ellas…

– ¿Cuándo los conociste?

Tras una pausa, Menecmo repuso:

– Durante los viajes que hacíamos a Eleusis. Soy devoto.

– Pero tu relación con ellos no se limitaba a compartir creencias religiosas, ¿no es cierto? -Heracles había iniciado un lento recorrido por el taller, deteniéndose a examinar varias obras con el limitado interés que podría manifestar un aristocrático mecenas.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir, oh Menecmo, que los amabas.

El Descifrador se hallaba frente a la figura de un inacabado Hermes con caduceo, sombrero pétaso y sandalias aladas. Dijo:

– Sobre todo a Antiso, por lo que veo.

Señalaba el rostro del dios, cuya sonrisa expresaba cierta bella malicia.

– ¿Y aquella cabeza de Baco, coronada de pámpanos? -prosiguió Heracles-. ¿Y ese busto de Atenea? -iba de una figura a otra, gesticulando como un vendedor que quisiera encarecerlas-. ¡Yo diría que advierto varios bellos rostros de Antiso repartidos entre las diosas y dioses del sagrado Olimpo!…

– Antiso es amado por muchos -Menecmo reanudó su trabajo con furia.

– Y ensalzado por ti. Me pregunto cómo te las arreglabas con los celos. Imagino que a Trámaco y a Eunío no les agradaría demasiado esta ostensible inclinación tuya por su compañero…

Por un instante, entre las notas del cincel, pareció que Menecmo jadeaba con fuerza: pero al volver el rostro, Heracles y Diágoras descubrieron que sonreía.

– Por Zeus, ¿crees que yo les importaba mucho?

– Sí, puesto que accedían a ser tus modelos y actuar en tus obras, desobedeciendo así los sagrados preceptos que recibían en la Academia. Creo que te admiraban, Menecmo: que, por ti, posaban desnudos o vestidos de mujer, y que, cuando el trabajo finalizaba, empleaban sus desnudeces o sus vestimentas andróginas para tu deleite… y se arriesgaban, de este modo, a ser descubiertos y deshonrar a sus familias…

Menecmo, sin dejar de sonreír, exclamó:

– ¡Por Atenea! ¿Crees de veras que valgo tanto como artista y como hombre, Heracles Póntor?

Heracles replicó:

– Para los espíritus jóvenes, que, al igual que tus esculturas, se hallan aún inacabados, cualquier tierra es buena para echar raíces, Menecmo de Carisio. Y mejor que ninguna, la que abunda en estiércol…

Menecmo no pareció escucharle: se dedicaba en aquel momento, con gran concentración, a esculpir ciertos pliegues de la ropa del hombre. ¡Cling! ¡Cling! De repente empezó a hablar, pero era como si se dirigiera al mármol. Su áspera y desigual voz ensuciaba de ecos las paredes del taller.

– Yo soy un guía para muchos efebos, sí… ¿Piensas que nuestra juventud no necesita de guías, Heracles? ¿Acaso… -y parecía emplear su creciente irritación en aumentar la fuerza del golpe: ¡Cling!-… acaso el mundo que van a heredar es agradable? ¡Mira a tu alrededor!… Nuestro arte ateniense… ¿Qué arte?… ¡Antes, las figuras estaban llenas de poder: imitábamos a los egipcios, que siempre han sido mucho más sabios!… -¡Cling!-. Y ahora, ¿qué hacemos? ¡Diseñar formas geométricas, siluetas que siguen estrictamente el Canon!… ¡Hemos perdido espontaneidad, fuerza, belleza!… -¡Cling! ¡Cling!-. Dices que dejo inacabadas mis obras, y es cierto… Pero ¿adivinas por qué?… ¡Porque soy incapaz de crear nada de acuerdo con el Canon!…

Heracles quiso interrumpirle, pero el limpio comienzo de su intervención quedó sumido en el lodazal de golpes y exclamaciones de Menecmo.

– ¡Y el teatro!… ¡En otra época, el teatro era una orgía donde aun los dioses participaban!… Pero con Eurípides, ¿en qué se convirtió?… ¡En dialéctica barata a gusto de las nobles mentes de Atenas!… -¡Cling!-. ¡Un teatro que es meditación reflexiva en vez de fiesta sagrada!… ¡El propio Eurípides, ya viejo, lo reconoció al final de sus días! -interrumpió el trabajo y se volvió hacia Heracles, sonriendo-. Y cambió de opinión radicalmente…

Y, como si sólo aquella última frase hubiera necesitado de una pausa, reanudó los golpes con más fuerza que antes, mientras proseguía:

– ¡El viejo Eurípides abandonó la filosofía y se dedicó a hacer teatro de verdad! -¡Cling!-. ¿Recuerdas su última obra?… -y exclamó, con gran satisfacción, como si la palabra fuera una piedra preciosa y él la hubiese descubierto de repente entre los escombros-: ¡Bacantes!…

– ¡Sí! -se impuso otra voz-. ¡Bacantes! ¡La obra de un loco! -Menecmo se volvió hacia Diágoras, que parecía desparramar sus gritos con exaltación, como si el silencio que hasta entonces había mantenido le hubiera costado un gran esfuerzo-. ¡Eurípides perdió facultades al envejecer, como nos suele ocurrir a todos, y su teatro se degradó hasta extremos inconcebibles!… ¡Los nobles cimientos de su espíritu razonador, afanado en buscar la Verdad filosófica durante la madurez, cedieron con el paso de los años… y su última obra se convirtió, como las de Esquilo y Sófocles, en un basurero hediondo donde pululan las enfermedades del alma y corren regueros de sangre inocente! -y, sonrojado tras el ímpetu de su discurso, desafió a Menecmo con la mirada.

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