– Oh, por Zeus…
– Y quizás este último error haya sido decisivo -Heracles entrecerró los ojos y se atusó la pulcra barba plateada mientras meditaba. Entonces dijo-: En todo caso, aún no entiendo por qué vistieron a Eunío de mujer y le colocaron esto en la mano…
Extrajo el objeto de su manto. Ambos lo contemplaron en silencio.
– ¿Por qué crees que fue otro quien lo puso? -preguntó Diágoras-. Eunío pudo haberlo cogido antes de…
Heracles negó con la cabeza, impaciente.
– El cadáver de Eunío ya no manaba sangre y estaba rígido -explicó-. Si Eunío hubiera tenido esto en la mano cuando murió, la contractura de los dedos habría impedido que yo se lo quitara con tanta facilidad como lo hice. No: alguien lo disfrazó de muchacha y se lo introdujo entre los dedos…
– Pero, por los sagrados dioses, ¿por qué razón?
– No lo sé. Y me desconcierta. Es la parte del texto que aún no he traducido, Diágoras… Aunque puedo asegurarte, modestamente, que no soy mal traductor -y de repente Heracles dio media vuelta y comenzó a bajar por las escalinatas de la Stoa-. ¡Pero, ea, ya está todo dicho! ¡No perdamos más tiempo! ¡Nos queda por realizar otro Trabajo de Hércules!
– ¿Adónde vamos?
Diágoras tuvo que apresurar el paso para alcanzar a Heracles, que exclamó:
– ¡A conocer a un individuo muy peligroso que quizá nos ayude!… ¡Vamos al taller de Menecmo!
Y, mientras se alejaba, volvió a guardar en su manto el marchito lirio blanco. [51]
En la oscuridad, una voz preguntó: -¿Hay alguien aquí? [52]
En la oscuridad, una voz preguntó:
– ¿Hay alguien aquí?
El lugar era tenebroso y polvoriento; el suelo estaba repleto de escombros y quizá también de basura, cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran piedras y cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran restos blandos o quebradizos. La oscuridad era absoluta: no se sabía por dónde se avanzaba ni hacia dónde. El recinto podía ser enorme o muy pequeño; quizás existía otra salida además del pórtico de entrada, o quizás no.
– Heracles, aguarda -susurró otra voz-. No te veo.
Por ello, el más débil de los ruidos representaba un irrefrenable sobresalto.
– ¿Heracles?
– Aquí estoy.
– ¿Dónde?
– Aquí.
Y por ello, descubrir que en verdad había alguien era casi gritar.
– ¿Qué ocurre, Diágoras?
– Oh dioses… Por un momento pensé… Es una estatua.
Heracles se acercó a tientas, extendió la mano y tocó algo: si hubiera sido el rostro de un ser vivo, sus dedos se hubieran hundido directamente en los ojos. Palpó las pupilas, reconoció la pendiente de la nariz, el contorno ondulado de los labios, el demediado promontorio de la barbilla. Sonrió y dijo:
– En efecto, es una estatua. Pero debe de haber muchas por aquí: se trata de su taller.
– Tienes razón -admitió Diágoras-. Además, casi puedo verlas ya: los ojos se me están acostumbrando.
Era cierto: el pincel de las pupilas había comenzado a dibujar siluetas de color blanco en medio de la negrura, esbozos de figuras, borradores discernibles. Heracles tosió -el polvo lo asediaba- y removió con la sandalia la suciedad que yacía bajo sus pies: un ruido semejante a agitar un cofre lleno de abalorios.
– ¿Dónde se habrá metido? -dijo.
– ¿Por qué no lo aguardamos en el zaguán? -sugirió Diágoras, incómodo por la inagotable penumbra y el lento brotar de las esculturas-. No creo que tarde en venir…
– Está aquí-dijo Heracles-. Si no, ¿por qué iba a dejar la puerta abierta?
– Es un lugar tan extraño…
– Es un taller de artista, simplemente. Lo extraño es que las ventanas estén clausuradas. Vamos.
Avanzaron. Ya era más fácil hacerlo: sus miradas amanecían paulatinamente sobre las islas de mármol, los bustos asentados en altas repisas de madera, los cuerpos que aún no habían escapado de la piedra, los rectángulos donde se grababan frisos. El mismo espacio que los contenía empezaba a ser visible: era un taller bastante amplio, con una entrada en un extremo, tras un zaguán, y lo que parecían pesadas colgaduras o cortinajes en el extremo opuesto. Una de las paredes se hallaba arañada por filamentos de oro, débiles manchas resplandecientes que discurrían por la madera de enormes postigos cerrados. Las esculturas, o los bloques de piedra en las cuales se gestaban, se distribuían a intervalos irregulares por todo el lugar, sobresaliendo entre los desperdicios del arte: residuos, esquirlas, guijarros, arenisca, herramientas, escombros y pedazos desgarrados de tela. Frente a los cortinajes se erguía un podio de madera bastante grande al que se accedía por dos escaleras cortas situadas a los costados. Sobre el podio se vislumbraba una cordillera de sábanas blancas asediada por un vertedero de cascotes. Hacía frío entre aquellos muros, y, por extraño que parezca, olía a piedra: un aroma inesperadamente denso, sucio, semejante a olfatear el suelo aspirando con fuerza hasta atrapar también la picante levedad del polvo.
– ¿Menecmo? -preguntó en voz alta Heracles Póntor.
El ruido que siguió, inmenso, impropio de aquella penumbra mineral, hizo trizas el silencio. Alguien había quitado la tabla que cerraba una de las amplias ventanas -la más cercana al podio-, dejándola caer al suelo. Un mediodía fúlgido y tajante como la maldición de un dios atravesó la sala sin hallar obstáculos; el polvo giraba a su alrededor en visibles nubes calizas.
– Mi taller cierra por las tardes -dijo el hombre.
Sin duda existía una puerta oculta tras los cortinajes, pues ni Heracles ni Diágoras habían advertido su llegada.
Era muy delgado, y presentaba un aspecto de enfermizo desaliño. En su cabello, revuelto y gris, las canas no habían terminado de extenderse y florecían en sucios mechones blancos; la palidez de su rostro se manchaba de ojeras. No existía un solo detalle en su aspecto que un artista no hubiese deseado perfilar: la barba rala y mal esparcida, los irregulares cortes del manto, el estropicio de las sandalias. Sus manos -fibrosas, morenas- mostraban una revuelta colección de residuos de origen diverso; también sus pies. Todo su cuerpo era una herramienta usada. Tosió, se alisó -en vano- el pelo; sus ojos sanguinolentos parpadearon; dio la espalda a sus visitantes, ignorándolos, y se dirigió a una mesa cercana al podio, repleta de utensilios, dedicándose, al parecer -pues no había modo de cerciorarse-, a elegir los más adecuados para su trabajo. Se escucharon distintos ruidos metálicos, como notas de címbalos desafinados.
– Lo sabíamos, buen Menecmo -dijo Heracles con pulcra suavidad-, y no venimos a adquirir tus estatuas…
Menecmo giró la cabeza y dedicó a Heracles un residuo de su mirada.
– ¿Qué haces aquí, Descifrador de Enigmas?
– Dialogar con un colega -repuso Heracles-. Ambos somos artistas: tú te dedicas a cincelar la verdad, yo a descubrirla.
El escultor prosiguió su labor en la mesa, provocando un desgarbado ajetreo de herramientas. Entonces dijo:
– ¿Quién te acompaña?
– Soy… -alzó la voz Diágoras, muy digno.
– Es un amigo -lo interrumpió Heracles-. Puedes creerme si te aseguro que tiene mucho que ver con mi presencia aquí, pero no perdamos más tiempo…
– Cierto -asintió Menecmo-, porque debo trabajar. Tengo un encargo para una familia aristocrática del Escambónidai, y he de terminarlo antes de un mes. Y otras muchas cosas… -volvió a toser: una tos, como sus palabras, sucia y estropeada.
Abandonó repentinamente su quehacer en la mesa -los movimientos, siempre bruscos, desajustados- y subió por una de las escalerillas del podio. Heracles dijo, con suma amabilidad:
– Serán sólo unas preguntas, amigo Menecmo, y si tú me ayudas acabaremos antes. Queremos saber si te suena de algo el nombre de Trámaco, hijo de Meragro, y el de Antiso, hijo de Praxínoe, y el de Eunío, hijo de Trisipo.