Heracles pensó que aquella nueva actitud de ella lo ayudaba: su inexpresividad anterior, su aparente indiferencia, eran como plomo fundido para su ánimo; pero aquel despertar de su furia le permitía enfrentar el problema desde cierta distancia. Dijo, con calma:
– Quieres decir, Etis, devorar a los dioses de la misma forma que tú devoraste el corazón de tu hijo, ¿no? ¿Eso es lo que has querido decir, Etis?…
Ella no contestó.
De repente, de forma totalmente inesperada, el Descifrador sintió la abrupta llegada de un vómito a su boca. Y de manera igualmente brusca supo, un instante después, que no eran sino palabras. Pero las expulsó como un vómito, perdiendo por un instante su rígida compostura:
– ¿¿Todo eso que me has dicho te hizo hurgar en su corazón mientras él te miraba, agonizante??… ¿¿Qué sentías cuando mutilabas a tu hijo, Etis??…
– Placer -dijo ella.
Por alguna razón, aquella simple respuesta no incomodó a Heracles Póntor. «Lo ha reconocido», pensó, más tranquilo. «Ah, bien… ¡Ha sido capaz de reconocerlo!» Incluso se permitió recobrar la calma, aunque su creciente inquietud lo obligó a levantarse del diván. Etis también lo hizo, pero con delicadeza, como si deseara indicarle que la visita había terminado. En la habitación se encontraban ahora -cuándo habían entrado, Heracles no podía decirlo- Elea y varias esclavas. Todo aquello parecía una especie de cónclave familiar. Elea se acercó a su madre y la abrazó cariñosamente, como si quisiera demostrar con aquel gesto que la apoyaba hasta el final. Dirigiéndose siempre a Heracles, Etis dijo:
– Lo que hemos hecho es difícil de comprender, ya lo sé. Pero quizá pueda explicártelo de esta forma: Elea y yo amábamos a Trámaco más que a nuestra propia vida, pues él era el único hombre que nos quedaba. Y precisamente por ese motivo, debido al amor que le profesábamos, nos alegramos tanto cuando resultó elegido para el sacrificio ritual, pues constituía el mayor deseo de Trámaco… y ¿qué otra alegría podía esperar una pobre viuda como yo, sino complacer el mayor deseo de su único hijo varón? -hizo una pausa y sus ojos destellaron de júbilo. Cuando prosiguió, lo hizo en voz muy baja, tierna, casi musical, como si pretendiera acunar a un recién nacido-: Al llegar el momento, lo amamos más que nunca… Te juro, Heracles, que jamás me he sentido más madre que entonces, cuando… cuando hundí mis dedos en él… Fue, para mí, un misterio tan hermoso como dar a luz -y añadió, como si acabara de contar un secreto muy íntimo y decidiera continuar con la conversación normal-: Sé que no eres capaz de entenderlo, porque no es algo que la razón pueda comprender… Debes sentirlo, Heracles. Sentirlo como lo sentimos nosotras… Tienes que hacer un esfuerzo por sentirlo… -de repente, su tono se hizo implorante-: ¡Deja de pensar por un momento y entrégate a la sensación!
– ¿A cuál? -replicó Heracles-. ¿A la que os procura el bebedizo que tomáis?
Etis sonrió.
– Sí, el kyon. Veo que lo sabes todo. En realidad, nunca dudé de tus facultades: estaba segura de que terminarías por descubrirnos. Bebemos kyon, en efecto, pero el kyon no es magia: simplemente nos convierte en lo que somos. Dejamos de razonar y nos transformamos en cuerpos que gozan y sienten. Cuerpos a los que no les importa morir o ser mutilados, que se entregan al sacrificio con la alegría con la que un niño recibe un juguete…
Caía. Era consciente a medias de que caía.
El descenso no podía ser más accidentado, ya que su cuerpo mantenía una caprichosa obsesión por la línea vertical, pero las piedras desparramadas por la ladera del báratro -el precipicio cercano a la Acrópolis donde se arrojaba a los condenados a muerte- formaban un terreno oblicuo cuyo aspecto semejaba el interior de una crátera. Dentro de muy poco, su cuerpo y aquellas piedras habrían de encontrarse: eso sucedería ya, mientras lo pensaba. Se golpearía y rodaría, sin duda, para volver a golpearse. Sus manos no iban a poder ayudarle: las tenía atadas a la espalda. Quizá se golpeara muchas veces antes de llegar al fondo, repleto de piedras pálidas como cadáveres. Pero ¿qué importaba todo eso si experimentaba la sensación del sacrificio? Un buen amigo, Tríptemes, servidor de los Once y sectario como él, le había llevado a la prisión un poco de kyon, tal como se había acordado tiempo atrás, y la bebida sagrada lo confortaba en aquel momento. El era el sacrificio y moriría por sus hermanos. Se había convertido en la víctima del holocausto, el buey de la hecatombe. Podía verlo: su vida derramándose por la tierra, y, en apropiada simetría, su hermandad, la secreta cofradía de hombres y mujeres libres a la que pertenecía, extendiéndose por la Hélade y acogiendo nuevos adeptos… ¡Aquella felicidad lo hacía sonreír!
El primer golpe quebró su brazo derecho como el tallo de un lirio y destrozó la mitad de su rostro. Siguió cayendo. Al llegar al fondo, sus pequeños pechos se aplastaron contras las piedras, la bella sonrisa comenzó a entumirse en su rostro de muchacha, el lindo peinado rubio se disipó como un tesoro y toda su preciosa figurita adoptó aires de muñeca rota. [130]
– ¿Por qué no te unes a nosotros, Heracles? -en la voz de Etis flotaba un ansia apenas contenida-. ¡No conoces la inmensa felicidad que otorga la liberación de tus instintos! Dejas de tener miedo, de preocuparte, de sufrir… Te conviertes en un dios.
Hizo una pausa y suavizó el tono de voz para añadir:
– Podríamos… ¿quién sabe?… comenzar de nuevo… tú y yo…
Heracles no dijo nada. Los observó. No sólo a Etis: a todos, uno por uno. Eran seis personas: dos viejos esclavos (quizás uno de ellos fuera Ifímaco), dos jóvenes esclavas, Etis y Elea. Le tranquilizó comprobar que el niño no se encontraba entre ellos. Se detuvo en el pálido rostro de la hija de Etis y le dijo:
– Sufriste, ¿verdad, Elea? Aquellos gritos que dabas no eran fingidos, como el dolor de tu madre…
La joven no dijo nada. Miraba a Heracles con semblante inexpresivo, como Etis. En aquel momento, él se percató del enorme parecido físico que existía entre ambas. Prosiguió, imperturbable:
– No, no fingiste. Tu dolor era real. Cuando la droga dejó de hacerte efecto, recordaste, ¿no es cierto?… Y no pudiste soportarlo.
La muchacha pareció ir a responder algo, pero Etis intervino con rapidez.
– Elea es muy joven y le cuesta entender ciertas cosas. Ahora es feliz.
Las contempló a las dos, madre e hija: sus rostros eran como muros blancos, parecían desprovistos de emoción e inteligencia. Miró a su alrededor: lo mismo ocurría con los esclavos. Razonó que sería inútil intentar abrir una brecha en aquel impávido adobe de miradas que no parpadeaban. «Ésta es la fe religiosa», se dijo: «Borra del rostro la inquietud de las dudas, como les ocurre a los necios». Se aclaró la garganta y preguntó:
– ¿Y por qué tuvo que ser Trámaco?
– Le llegó su turno -dijo Etis-. Lo mismo ocurrirá conmigo, y con Elea…
– Y con los campesinos del Ática -replicó Heracles.
La expresión de Etis, por un instante, semejó la de una madre que reuniera paciencia para explicarle algo muy fácil a su hijo pequeño.
– Nuestras víctimas siempre son voluntarias, Heracles. A los campesinos les damos la oportunidad de beber kyon, y ellos pueden aceptar o no. Pero la mayoría acepta -y añadió, con débil sonrisa-: Nadie vive feliz gobernado sólo por sus pensamientos…
Heracles replicó:
– No te olvides, Etis, de que yo iba a ser una víctima involuntaria…
– Tú nos habías descubierto, y eso no podíamos permitirlo. La hermandad debe seguir siendo secreta. ¿No hicisteis vosotros lo mismo con mi esposo cuando pensasteis que la estabilidad de vuestra maravillosa democracia peligraba con individuos como él?… Pero queremos darte esta última oportunidad. Únete a nuestro grupo, Heracles… -y de repente añadió, como suplicándole-: ¡Sé feliz por una vez en tu vida!