Hubo un breve silencio. Diágoras miró al Descifrador, buscando ayuda. Heracles se encogió de hombros.
– ¿Puedo marcharme ya? -dijo la muchacha-. Estoy cansada.
No le respondieron, pero ella se apartó de la pared y se alejó. Su cuerpo, envuelto en un largo chal oscuro y una túnica, se movía con la bella parsimonia de un animal del bosque. Las ajorcas y brazaletes invisibles resonaban con los pasos. En el límite de la oscuridad se volvió hacia Diágoras.
– No quería golpearte -dijo.
Regresaban a la Ciudad en plena noche, por el camino de los Muros Largos.
– Siento lo del rodillazo -comentó Heracles un poco apenado por el hondo silencio que había mantenido el filósofo desde la conversación con la hetaira-. ¿Aún te duele?… Bueno, no se puede decir que no te lo advertí… Yo conozco muy bien a esa clase de hetairas bailarinas. Son muy ágiles y saben defenderse. Cuando huyó, comprendí que nos atacaría si la abordábamos.
Hizo una pausa confiando en que Diágoras diría algo, pero su compañero siguió caminando con la cabeza inclinada, la barba apoyada en el pecho. Las luces del Pireo habían quedado atrás hacía tiempo, y la gran vía de piedra (no muy concurrida pero más segura y más rápida que la ruta común, según Heracles), flanqueada por los muros que construyera Temístocles y derribara Lisandro para ser reconstruidos después, se extendía oscura y silenciosa bajo la noche invernal. A lo lejos, hacia el norte, el débil resplandor de las murallas de Atenas destacaba como un sueño.
– Ahora eres tú, Diágoras, quien no habla desde hace mucho tiempo. ¿Te has desanimado?… Bueno, me dijiste que querías colaborar en la investigación, ¿no es cierto? Mis investigaciones siempre comienzan así: parece que no tenemos nada, y después… ¿Acaso te ha parecido una pérdida de tiempo venir al Pireo para hablar con esta hetaira?… Bah, por experiencia te digo que seguir un rastro nunca es perder el tiempo, todo lo contrario: cazar es saber rastrear huellas, aunque éstas parezcan no llevarnos a ninguna parte. Después, clavar la flecha en el lomo del ciervo, a diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, resulta ser lo más…
– Era un niño -murmuró Diágoras de improviso, como si respondiera a alguna pregunta formulada por Heracles-. Aún no había cumplido la edad de la efebía. Su mirada era pura. Atenea misma parecía haber bruñido su alma…
– No te culpes más. A esas edades también buscamos desahogos.
Diágoras apartó por primera vez la vista del oscuro camino para observar al Descifrador con desprecio.
– No lo entiendes. En la Academia, educamos a los adolescentes para que amen la sabiduría sobre todas las cosas y rechacen los placeres peligrosos que sólo conllevan un beneficio inmediato y breve. Trámaco conocía la virtud, sabía que es infinitamente más útil y provechosa que el vicio… ¿Cómo pudo ignorarla en la práctica?
– ¿De qué forma enseñáis la virtud en la Academia? -preguntó Heracles, intentando por enésima vez distraer al filósofo.
– A través de la música y del goce del ejercicio físico.
Otro silencio. Heracles se rascó la cabeza.
– Bueno, digamos que a Trámaco le pareció más importante el goce del ejercicio físico que la música -comentó, pero la mirada de Diágoras le hizo callar de nuevo.
– La ignorancia es el origen de todos los males. ¿Quién elegiría lo peor a sabiendas de que se trata de lo peor? Si la razón, a través de la enseñanza, te hace ver que el vicio es peor que la virtud, que la mentira es peor que la verdad, que el placer inmediato es peor que el duradero, ¿acaso los escogerías conscientemente? Sabes, por ejemplo, que el fuego quema: ¿pondrías la mano sobre las peligrosas llamas por tu propia voluntad?… Es absurdo. ¡Un año visitando a esa… mujer! ¡Pagando su placer!… Es mentira… Esa hetaira nos ha mentido. Yo te aseguro que… ¿De qué te ríes?
– Disculpa -dijo Heracles-, estaba recordando a alguien a quien, una vez, vi poner la mano sobre las llamas por voluntad propia: un viejo amigo de mi demo, Crántor de Póntor. Él opinaba todo lo contrario: decía que no basta con razonar para elegir lo mejor, ya que el hombre se deja guiar por sus deseos y no por sus ideas. Un día le apeteció quemarse la mano derecha, y la puso sobre el fuego y se quemó.
Hubo un largo silencio tras aquellas palabras. Al cabo del tiempo, Diágoras dijo:
– Y tú… ¿estás de acuerdo con esa opinión?
– En modo alguno. Siempre he creído que mi amigo estaba loco.
– ¿Y qué ha sido de él?
– No lo sé. De repente quiso marcharse de Atenas y se marchó. Y no ha regresado.
Tras un nuevo silencio y varios pasos más por la vía de piedra, Diágoras dijo:
– Bueno, hay muchas clases de hombres, desde luego, pero todos elegimos nuestras acciones, por absurdas que parezcan, después de un debate razonado con nosotros mismos. Sócrates pudo haber evitado su condena durante el juicio, pero escogió beber la cicuta porque sabía, razonablemente, que eso era lo mejor para él. Y realmente era así, ya que de esa forma acataba las leyes de Atenas, que tanto había defendido durante toda su vida. Platón y sus amigos intentaron hacerle cambiar de opinión, pero él los convenció con sus argumentos. Cuando se conoce la utilidad de la virtud, jamás se elige el vicio. Por eso creo que esta hetaira nos ha mentido… En caso contrario -añadió, y Heracles percibió la amargura de su voz-, tendré que suponer que Trámaco tan sólo fingía aprender mis enseñanzas…
– ¿Y qué opinas de la hetaira?
– Es una mujer extraña y peligrosa -se estremeció Diágoras-. Su rostro… su mirada… Me he asomado a sus ojos y he visto cosas horribles…
En su visión, ella era ajena a él y hacía cosas imprevistas: bailaba en las nevadas cumbres del Parnaso, por ejemplo, llevando como único atuendo la breve piel de un cervato; su cuerpo se movía sin pensar, casi sin voluntad, como una flor entre los dedos de una muchacha, girando peligrosamente al borde de los resbalosos abismos.
En su visión, ella podía incendiar sus cabellos y azotar con aquel peligroso pelo el aire frío; o volcar la cabeza encendida hacia atrás mientras el hueso de la garganta despuntaba entre los músculos del cuello como el tallo de un lirio; o gritar como si pidiera ayuda, llamando a Bromion de pies de ciervo; o entonar el rápido peán en la oreibasía nocturna, la danza ritual incesante que las mujeres bailan en la cima de las montañas durante los meses invernales. Y es sabido que muchas mueren de frío o de cansancio sin que nadie pueda evitarlo; y también se sabe -aunque ningún hombre lo haya visto nunca- que las manos de las mujeres, en tales danzas, manipulan peligrosos reptiles de velocísimo veneno y anudan sus colas con hermosura, como una muchacha trenzaría, sin ayuda, una corona de lirios blancos; y se sospecha -aunque ningún hombre lo sabe con certeza- que en esas peligrosas noches de rápidos tambores las mujeres sólo son formas desnudas, brillantes de sangre por las llamas de las hogueras y el jugo de los pámpanos, y dejan, con sus pies descalzos, rastros apresurados y audaces en la nieve, como presas heridas por el cazador, sin escuchar el grito de socorro de la cordura, que, como una adolescente de esbelta figura vestida de blanco, exige en vano el final de los rituales. «Ayúdame», clama la vocecilla, pero es inútil, porque el peligro, para las bailarinas, es como un lirio brillante posado en la otra orilla del río: no hay ninguna que resista la tentación de nadar velozmente, sin pensar siquiera en buscar ayuda, hasta que sus manos alcanzan la flor y pueden sostenerla. «Cuidado: hay peligro», clama la voz, pero el lirio es demasiado hermoso y la muchacha no hace caso.
Todo aquello formaba parte de su visión, y él lo tenía por cierto. [17]