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Sumido en tales cavilaciones, observó que dos siluetas encapuchadas se acercaban desde una calle lateral. «He aquí, por Zeus, otro par de espíritus.»

Las siluetas se detuvieron frente a él, y una de ellas le dijo, con voz amable:

– Oh Diágoras de Medonte, acompáñanos de inmediato, pues va a suceder algo terrible.

Le bloqueaban el paso. A través de la tiniebla de sus capuchas, Diágoras podía entrever la blancura de sendos rostros misteriosamente parecidos.

– ¿Cómo es que me conocéis? -preguntó-. ¿Quiénes sois?

Los encapuchados se miraron entre sí.

– Somos… eso tan terrible que va a suceder si no nos acompañas -dijo el otro.

Diágoras comprendió de repente que sus ojos lo habían engañado esta vez: la blancura de aquellos rostros era falsa.

Llevaban máscaras.

«Quizá su poder se extienda hasta el arconte rey», pensaba Heracles, alarmado. «A fin de cuentas, cualquiera puede pertenecer a ellos…» Pero, un instante después, con más calma, razonaba: «Por pura lógica, si han llegado hasta esa altura, deberían sentirse más seguros, pero, en cambio, les aterroriza ser descubiertos». Y concluía: «Quizá sean poderosos como dioses, pero les arredra la justicia de los hombres». Volvió a golpear la puerta con insistencia. El niño esclavo apareció en la oscuridad del umbral.

– Otra vez tú -sonrió-. Buena cosa es que nos visites tanto. Tus visitas significan recompensas.

Heracles ya tenía preparados los dos óbolos.

– Esta casa es tenebrosa, y sin un guía como yo podrías perderte -comentó el niño, conduciendo a Heracles por los oscuros corredores-. ¿Sabes lo que dice Ifímaco, el viejo esclavo amigo mío?

– ¿Qué dice?

El pequeño guía se detuvo y bajó la voz.

– Que aquí se perdió alguien hace mucho tiempo y murió sin hallar la salida. Y a veces, de noche, te lo encuentras caminando por los pasillos, más blanco y frío que el mármol de Calcidia, y te pregunta con mucha cortesía por dónde se sale.

– ¿Tú lo has visto alguna vez?

– No, pero Ifímaco dice que sí lo ha visto.

Reanudaron la marcha mientras Heracles replicaba:

– Pues no te lo creas hasta que no lo veas por ti mismo. Todo lo que no se ve, es cuestión de opiniones.

– La verdad es que finjo asustarme cuando me lo cuenta -observó el niño alegremente-, porque a Ifímaco le agrada que me asuste. Pero en realidad no me da miedo. Y si un día me encontrara con el muerto, le diría: «¡La salida, por la segunda a la derecha!».

Heracles rió de buena gana.

– Haces bien en no tener miedo. Ya eres casi un efebo.

– Sí, ya lo soy -admitió el niño con orgullo.

Se cruzaron con el hombre erizado de gusanos que venía en dirección contraria. El hombre no los miró al pasar, porque sus cuencas se hallaban desahuciadas. Siguió caminando en silencio, llevando consigo la fetidez de mil días de cementerio. [127] Cuando llegaron al cenáculo, el niño dijo:

– Bueno, aguarda aquí. Avisaré al ama.

– Te lo agradezco.

Se separaron con un gesto de divertida complicidad, y Heracles pensó de repente que, con el mismo gesto, se estaba despidiendo para siempre, no sólo del niño sino de aquella lóbrega casa y de todos sus habitantes, aun de sus propios recuerdos. Era como si el mundo hubiese muerto y él fuera el único que lo supiera. Sin embargo, por alguna extraña razón, nada le entristecía más que abandonar al niño: ni siquiera sus recuerdos, tenues o duraderos, valiosos o rutiles, le parecían más importantes que aquella hermosa e inteligente criatura, aquel diminuto hombrecito del que -váyase a saber por qué misterioso azar o graciosa y perpetua coincidencia- seguía sin conocer el nombre.

La presencia de Etis se hizo notar, como siempre, por su voz.

– Demasiadas visitas en poco tiempo, Heracles Póntor, para tratarse de simple cortesía.

Heracles, que no la había visto llegar, se inclinó ante ella a modo de saludo, y repuso:

– No es cortesía. Te prometí que regresaría para contarte lo que averiguara sobre lo ocurrido con tu hijo.

Tras una brevísima pausa, Etis hizo un gesto hacia las esclavas, que abandonaron el cenáculo en silencio, y, con la misma dignidad con que acostumbraba a expresarlo todo, le indicó a Heracles uno de los divanes y se reclinó en el otro. Estaba… ¿Elegante? ¿Hermosa? Heracles no supo adjetivarla. Le pareció que gran parte de aquella madura belleza consistía en el suave toque de albayalde en las mejillas, la tintura de los ojos, el destello de los broches y brazaletes y la armonía del oscuro peplo. Pero, desprovistos de ayuda, su semblante adusto y sus formas sinuosas seguirían conservando todo su poder… o quizás obtendrían uno nuevo.

– ¿Ni siquiera te han ofrecido mis esclavos un manto seco? -dijo ella-. Haré que los azoten.

– No importa. Quería verte cuanto antes.

– Gran interés tienes en contarme lo que sabes.

– Así es.

Desvió la vista de la oscura mirada de Etis. La oyó decir:

– Habla, pues.

Contemplando sus propias manos regordetas entrelazadas sobre el diván, Heracles dijo:

– La última vez que estuve aquí, mencioné que Trámaco tenía un problema. No me equivocaba: lo tenía. Naturalmente, a su edad cualquier cosa puede convertirse en un problema. Las almas de los jóvenes son de arcilla, y nosotros las moldeamos a nuestro antojo. Pero nunca se hallan a salvo de contradicciones, de dudas… Necesitan una educación vigorosa…

– Trámaco la tuvo.

– No me cabe la menor duda, pero era demasiado joven.

– Era un hombre.

– No, Etis: hubiera podido llegar a serlo, pero la Parca no le concedió tal oportunidad. Aún era un niño cuando murió.

Hubo un silencio. Heracles se atusó lentamente la plateada barba. Después dijo:

– Y quizás ése fue su problema: que nadie le dejó llegar a ser hombre.

– Comprendo -Etis lanzó un breve suspiro-. Habías de ese escultor… Menecmo. Sé todo lo que sucedió entre ellos, aunque, por fortuna, no me obligaron a asistir al juicio. Bien. Trámaco pudo elegir, y lo eligió a él. Es una cuestión de responsabilidad, ¿no?

– Puede ser -admitió Heracles.

– Además, estoy segura de que nunca tuvo miedo.

– ¿Tú crees? -Heracles alzó las cejas-. No sé. Quizá disimulaba su terror frente a ti, para que tú no sufrieras por su causa…

– ¿Qué quieres decir?

El no contestó. Siguió hablando sin mirar a Etis, como si divagara a solas.

– Aunque… ¿quién sabe? Puede que su terror no te resultara tan desconocido. Cuando Meragro murió, tuviste que soportar mucha soledad, ¿no es cierto? La onerosa carga de dos hijos sin educar, viviendo en una ciudad que os había cerrado las puertas, en esta oscura casa… Porque tu casa es muy oscura, Etis. Los esclavos dicen que en ella habitan los espectros… Me pregunto cuántos espectros habéis visto tus hijos y tú durante todos estos años… ¿Cuánta soledad es necesaria? ¿Cuánta oscuridad se precisa para que los seres se transformen?… En el pasado, todo era distinto…

Con inesperada suavidad, Etis lo interrumpió:

– Tú no recuerdas el pasado, Heracles.

– No de forma voluntaria, lo admito, pero te equivocas si crees que el pasado no ha significado nada para mí…

Bajó el tono de voz y prosiguió, con idéntica frialdad, como si razonara consigo mismo:

– El pasado tenía tus formas. Ahora lo sé, y puedo decírtelo. El pasado me sonreía con tu rostro de adolescente. Durante mucho tiempo, mi pasado fue tu sonrisa… Tampoco de forma voluntaria, es cierto, pero las cosas son como son, y quizá haya llegado el momento de admitirlas, de reconocerlas…, quiero decir, de reconocérmelas a mí mismo, aunque ni tú ni yo podamos hacer nada al respecto…

Hablaba en rápidos murmullos, con los ojos bajos, sin concederle una tregua al silencio.

– Pero ahora… ahora te contemplo y no logro saber qué queda de ese pasado en tu semblante… Y no creas que me importa. Ya te lo he dicho: las cosas son como los dioses quieren, de nada sirve lamentarse. Además, yo soy un hombre poco dado a emocionarme, ya lo sabes… Pero de repente he descubierto que no estoy a salvo de las emociones, aunque sean breves e infrecuentes… Y eso es todo.

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[127] No creo necesario advertir que este cadáver es una presencia eidética, no espectral: el niño y Heracles no pueden verlo, de igual forma que no pueden ver los signos de puntuación del texto de la obra, por ejemplo. (N. del T.)

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