El delgado cuerpo de Heracles se tensó; su frente, con las profundas entradas del cabello en las sienes, estaba húmeda de sudor; sus ojos negros parpadeaban; su boca, orlada por la pulcra barba negra, emitió un gemido; todo su rostro había enrojecido; incluso la pequeña cicatriz de su angulosa mejilla izquierda (el recuerdo de un golpe infantil) aparecía más oscura. [112]
Atrapado en la cintura por las hebillas de metal, el peplo renunciaba a prolongar el éxtasis. Yasintra usó por primera vez sus dedos, y el cinturón cedió con un suave chasquido. Su cuerpo se abrió paso hacia la desnudez. Al fin expedita, su carne resultaba, a los ojos de Heracles, bellamente muscular; cada tramo de piel mostraba el recuerdo de un movimiento; su anatomía estaba repleta de propósitos. Gruñendo, Heracles se incorporó con dificultad. Ella aceptó su iniciativa, y se dejó empujar hasta caer de lado. El no deseaba mirar su rostro y, girando, se volcó sobre ella. Sintióse capaz de hacer daño: le separó las piernas y se hundió en su interior con suave aspereza. Quiso creer que la había hecho gemir. Tanteó su rostro con la mano izquierda, y Yasintra se quejó al recibir la mordedura del anillo que él llevaba en el dedo medio. Los gestos de ambos se convirtieron en preguntas y respuestas, en órdenes y obediencias, en un ritual innato. [113]
Yasintra acarició su voluminosa espalda con uñas afiladas como cuchillos, y él cerró los vigilantes ojos. [114] Siguió besándola en las suaves curvas del cuello y el hombro, mordiéndola con suavidad, depositando aquí y allí sus modestos gritos, hasta que sintió la llegada de un placer extraño, avasallador. [115] Gritó por última vez, percibiendo que la voz resonaba dentro de ella, densa y torrencial.
Al mismo tiempo, la hetaira apartó la mano derecha con una lentitud que desmentía su aparente éxtasis, alzó el objeto que había cogido previamente -él la vio, pero no pudo moverse, no en aquel instante- y lo clavó en la espalda de Heracles. [116]
Él sintió una picadura en su espina dorsal.
Un instante después, se apartó de un salto, alzó la mano y la descargó como el pomo de una espada en la mandíbula de ella. La vio girar, pero advirtió que el peso de su cuerpo le impedía caer del lecho. Entonces se incorporó más y la empujó: la muchacha rodó como una res desollada y golpeó el suelo produciendo un ruido peculiar, misteriosamente suave. Sin embargo, el largo y afilado cuchillo que sostenía rebotó con un pequeño estrépito metálico, absurdo entre tantos sonidos tersos. Fatigado y torpe, Heracles salió de la cama, levantó a Yasintra por el pelo y la llevó hasta la pared más próxima, golpeándole la cabeza contra ella.
Fue entonces cuando logró pensar, y lo primero que pensó fue: «No me ha hecho daño. Pudo haberme clavado el puñal, pero no lo hizo». No obstante, su furia no menguó. Volvió a manipular su cabeza tirando del rizado cabello; el impacto resonó en el muro de adobe.
– ¿Qué otra cosa debías hacer, además de matarme? -preguntó con voz ronca.
Cuando ella habló, dos adornos rojos descendieron por su nariz y esquivaron sus gruesos labios.
– No me ordenaron que te matara. Hubiera podido hacerlo, de haber querido. Me dijeron tan sólo que, cuando acudiera tu placer, en ese momento y no antes ni después, apoyara la punta del puñal en tu carne, sin dañarte.
Heracles la sujetaba del pelo. Ambos respiraban jadeantes, los desnudos pechos de ella aplastándose contra la túnica de él. Temblando de rabia, el Descifrador cambió de mano y la cogió del cabello con la izquierda mientras alzaba la derecha y abofeteaba su rostro dos veces, con extrema dureza. Cuando terminó, la muchacha, simplemente, se pasó la lengua por los labios partidos y lo miró sin dar muestras de dolor o cobardía. Heracles dijo:
– Nunca existieron los «hombres altos con acento ateniense», ¿no es cierto?
Yasintra replicó:
– Sí. Eran ellos. Pero llevaban máscaras. Me amenazaron por primera vez tras la muerte de Trámaco. Y después de que vosotros hablarais conmigo, regresaron. Sus amenazas eran espantosas. Me dijeron todo lo que tenía que hacer: debía decirte que había sido Menecmo quien me había amenazado. Y debía ir a tu casa y pedirte cobijo. Y provocarte, y gozar contigo -Heracles volvió a levantar la mano derecha. Ella dijo-: Mátame a golpes si quieres. No le tengo miedo a la muerte, Descifrador.
– Pero a ellos sí -murmuró Heracles sin golpearla.
– Son muy poderosos -Yasintra sonrió con sus labios agrietados-. No puedes imaginarte lo que me dijeron que me harían si no obedecía. Hay muertes que son alivios, pero ellos no prometen la muerte sino un dolor infinito. Convencen pronto a quien quieren. Ni tú ni tu amigo tenéis la más mínima posibilidad frente a ellos.
– ¿Esto me lo dices porque te lo han ordenado también?
– No; esto lo sé.
– ¿Cómo te comunicas con ellos? ¿Dónde puedo encontrarlos?
– Ellos te encuentran a ti.
– ¿Han venido aquí?
– Sí -dijo ella, y Heracles observó que titubeaba. La obligó a apoyar más la espalda contra la pared, clavándole el codo izquierdo en el hombro como un cuchillo mientras vigilaba cualquier movimiento que ella pudiese hacer. [117]
Yasintra añadió:
– En realidad, están aquí.
– ¿Aquí? ¿Qué quieres decir? [118]
Yasintra hizo una pausa: sus ojos se movieron de un lado a otro, como abarcando toda la habitación. Dijo, con extraña lentitud:
– Me ordenaron también que…, después de hacerte gozar, procurara hablarte… y te distrajera…
Heracles observó el rápido movimiento de los ojos de la muchacha. [119]
De repente creyó escuchar algo parecido a una voz interior que le gritaba: «¡Vuélvete!». Lo hizo justo a tiempo.
La figura, enmascarada y vestida con un pesado manto negro, acababa de completar el silencioso y mortífero arco con su brazo derecho, pero el imprevisto obstáculo del antebrazo de Heracles desvió la trayectoria del golpe y la hoja se clavó sin daño en el aire. El Descifrador logró girar antes de que su agresor descargara otra puñalada y, extendiendo la mano, atrapó su muñeca derecha. Forcejearon. Heracles contempló el rostro enmascarado y fue entonces cuando sintió que sus fuerzas flaqueaban, pues reconoció de inmediato aquella máscara sin rasgos, las facciones artesanas y falsas y la oscura inquietud filtrada por las dos aberturas simétricas de los ojos, que ahora emitían destellos de odio. Pónsica aprovechó su momentánea confusión para aproximar más la punta de la daga a la blanda carne de su cuello. Heracles trastabilló, retrocediendo y golpeándose contra la pared. Se obligó a pensar (un pensamiento de refilón, como una mirada de reojo) que Yasintra, al menos, no parecía atacarle, aunque él no sabía qué otra cosa podía estar haciendo ella. Así pues, se enfrentaba a un solo enemigo, una mujer (aunque muy fuerte, como acababa de comprobar en aquel mismo instante). Decidió que podía permitirse el riesgo de que la afiladísima hoja se acercara un poco más a su objetivo a costa de reunir potencia en su mano derecha: alzó el puño y lo descargó contra la máscara. Escuchó un gemido tan profundo como el que hubiera podido percibir desde el brocal de un pozo. Volvió a golpear. Otro gemido, pero nada más. Peor aún: la concentración en su brazo derecho le había hecho olvidar la daga, que acortaba cada vez más la nimia distancia hacia su palpitante cuello, hacia las débiles ramas de las venas y la trémula y dócil musculatura. Entonces dejó de golpear e hizo algo que, sin duda, sorprendió a su frenética oponente: sus dedos se extendieron y empezaron a acariciar cariñosamente los contornos de la máscara, el promontorio de la nariz, el reborde de los pómulos…, como un ciego que deseara reconocer al tacto el rostro de un viejo amigo.