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– Te he preparado comida.

– No quiero comer.

– ¿Vas a acostarte?

– Sí -Heracles se frotó los ojos-. Estoy agotado.

Ella se dirigió hacia la puerta. Sus numerosos brazaletes repicaron con los movimientos. Heracles, que la observaba, dijo:

– Yasintra -ella se detuvo y se volvió-. Quiero hablar contigo -ella asintió en silencio y regresó sobre sus pasos hasta situarse frente a él, inmóvil- Me dijiste que unos esclavos, que afirmaron haber sido enviados por Menecmo, te amenazaron de muerte -ella asintió otra vez, ahora más rápido-. ¿Los has vuelto a ver?

– No.

– ¿Cómo eran?

Yasintra titubeó un instante.

– Muy altos. Con acento ateniense.

– ¿Qué te dijeron exactamente?

– Lo que te conté.

– Recuérdamelo.

Yasintra parpadeó. Sus acuosos, casi transparentes ojos eludieron la mirada de Heracles. La rosada punta de la lengua refrescó con lentitud los rojos labios.

– Que no le hablara a nadie de mi relación con Trámaco, o lo lamentaría. Y juraron por el Estigia y por los dioses.

– Comprendo…

Heracles se atusaba la plateada barba. Empezó a dar breves paseos frente a Yasintra: izquierda, derecha, izquierda, derecha… [108] Entonces murmuró, pensando en voz alta:

– No hay duda: serían también miembros de…

Giró de repente y le dio la espalda a la muchacha. [109] La sombra de Yasintra, proyectada en la pared frente a él, pareció crecer. Con una idea repentina, Heracles se volvió hacia la hetaira. Le pareció que ella se había acercado unos pasos, pero no le dio importancia.

– Un momento, ¿recuerdas si tenían algún signo reconocible? Quiero decir, tatuajes, brazaletes…

Yasintra frunció el ceño y volvió a apartar la mirada.

– No.

– Pero, desde luego, no eran adolescentes sino hombres adultos. De eso estás segura…

Ella asintió y dijo:

– ¿Qué ocurre, Heracles? Me aseguraste que Menecmo ya no podría hacerme daño…

– Y así es -la tranquilizó él-. Pero me gustaría atrapar a esos dos hombres. ¿Los reconocerías si los volvieras a ver?

– Creo que sí.

– Bien -Heracles, de repente, se sintió fatigado. Contempló el tentador aspecto de su lecho y lanzó un suspiro-. Ahora voy a descansar. El día ha sido muy complicado. Si puedes, avísame en cuanto amanezca.

– Lo haré.

La despidió con un gesto indiferente y apoyó la voluminosa espalda en la cama. Poco a poco, su razón vigilante cerró los ojos. El sueño se abrió paso como un cuchillo, hendiendo su conciencia. [110]

El corazón latía encerrado entre los dedos. Había sombras a su alrededor, y se oía una voz. Heracles desvió la vista hacia el soldado: estaba hablando en aquel momento. ¿Qué decía? ¡Era importante saberlo! El soldado movía la boca encerrado en una trémula laguna gris, pero los fuertes retumbos de la víscera impedían a Heracles escuchar sus palabras. Sin embargo, distinguía perfectamente su atuendo: coraza, faldellín, grebas y un yelmo con vistoso penacho. Reconoció su rango. Creyó comprender algo. De improviso, los latidos arreciaron: parecían pasos que se acercaran. Menecmo, naturalmente, sonreía al fondo del túnel, de donde emergían las mujeres desnudas gateando. Pero lo más importante era recordar lo que acababa de olvidar. Sólo entonces…

– ¡No! -gimió.

– ¿Era el mismo sueño? -preguntó la sombra inclinada sobre él.

El dormitorio seguía débilmente iluminado. Yasintra, maquillada y vestida, se hallaba recostada junto a Heracles, observándolo con expresión tensa.

– Sí -dijo Heracles. Se pasó una mano por la húmeda frente-. ¿Qué haces aquí?

– Te escuché, igual que la otra vez: hablabas en voz alta, gemías… No pude soportarlo y acudí a despertarte. Es un sueño que te envían los dioses, estoy segura.

– No lo sé… -Heracles se pasó la lengua por los labios resecos-. Creo que es un mensaje.

– Una profecía.

– No: un mensaje del pasado. Algo que debo recordar.

Ella replicó, suavizando repentinamente su voz hombruna:

– No has alcanzado la paz. Te esfuerzas mucho con tus pensamientos. No te abandonas a las sensaciones. Mi madre, cuando me enseñó a bailar, me dijo: «Yasintra, no pienses. No uses tu cuerpo: que él te use a ti. Tu cuerpo no es tuyo, es de los dioses. Ellos se manifiestan en tus movimientos. Deja que tu cuerpo te ordene: su voz es el deseo y su lengua es el gesto. No traduzcas su idioma. Escúchalo. No traduzcas. No traduzcas. No traduzcas…». [111]

– Puede que tu madre tuviera razón -admitió Heracles-. Pero yo me siento incapaz de dejar de pensar -y añadió, con orgullo-: Soy un Descifrador en estado puro.

– Quizá yo pueda ayudarte.

Y, sin más, apartó las sábanas, inclinó la cabeza con mansedumbre y depositó la boca sobre la región de la túnica que albergaba el fláccido miembro de Heracles.

La sorpresa lo enmudeció. Se incorporó bruscamente. Despegando apenas sus gruesos labios, Yasintra dijo:

– Déjame.

Besó y amasó la blanda, alargada protuberancia en la que Heracles apenas había reparado desde la muerte de Hagesíkora, la dúctil y dócil cosa bajo su túnica. Entonces, durante el minucioso rastreo, sorprendió con la boca un diminuto ámbito. Él lo sintió como un grito, una percepción estridente y repentina de la carne. Gimió de placer, dejándose caer en el lecho, y cerró los ojos.

La sensación se propaló hasta formar un fragmentario espacio de piel bajo su vientre. Adquirió anchura, volumen, fortaleza. Ya no era un lugar: era una rebelión. Heracles ni siquiera lograba localizarlo en el complaciente misterio de su miembro. Ahora, la rebelión era una desobediencia tácita a sí mismo que se aislaba y cobraba forma y voluntad. ¡Y ella había usado sólo su boca! Volvió a gemir.

De improviso, la sensación desapareció bruscamente. En su cuerpo quedó un escozor vacío semejante al que provoca una bofetada. Comprendió que la muchacha había interrumpido las caricias. Abrió los ojos y la vio alzarse el extremo inferior del peplo y colocarse a horcajadas sobre sus piernas. Su firme vientre de bailarina se apoyó sobre la rígida escultura que había contribuido a cincelar y que ahora se erguía apremiante. Él la interrogó con gemidos. Ella había empezado a contonearse… No, no exactamente eso sino un baile, una danza limitada sólo a su tronco: los muslos aferraban con firmeza las gruesas piernas de Heracles y las manos se apoyaban en la cama, pero el tronco se movía, especioso, al ritmo de una música epidérmica.

Un hombro se insinuó, y, con calculada lentitud, la tela que sujetaba el peplo por aquel lado comenzó a deslizarse sobre el torneado borde y descendió por el brazo. Yasintra giró la cabeza en dirección al otro hombro y ejecutó un ejercicio similar. La banda de tela de esa zona resistió un poco más en el punto álgido, pero Heracles creyó, incluso, que la dificultad era voluntaria. Después, con un movimiento sorprendente, la hetaira replegó los brazos y, sin asomo de torpeza, los liberó de las ataduras de tela. La prenda resbaló hasta quedar pendiente de los senos erguidos.

Era difícil desnudarse sin ayuda de las manos, pensó Heracles, y en aquella lenta dificultad residía uno de los placeres que ella le regalaba; el otro, el menos obediente, el más moroso, consistía en la continua y creciente presión de su pubis contra la vara enrojecida que él le mostraba.

Con un preciso balanceo del torso, Yasintra logró que la tela resbalara como el aceite por la convexa superficie de uno de los pechos y, salvado el estorbo esconzado del pezón, flotara en un descenso de pluma hacia su vientre. Heracles observó el seno recién desnudo: era un objeto de carne morena, redonda, al alcance de su mano. Sintió deseos de presionar el adorno oscuro y endurecido que temblaba sobre aquel hemisferio, pero se contuvo. El peplo comenzó a derramarse por el otro pecho.

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[108] ¡No le des la espalda! (N. del T.)

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[109] ¡¡NO, MALDITO SEAS!! (N. del T.)

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[110] ¡No ha pasado el peligro: las tres palabras persisten como signos eidéticos de aviso! (N. del T.)

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[111] Los ojos se me cierran ante estas palabras hipnóticas. (N. del T.)

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