– ¡Bah, es inútil!
Volvieron a reunirse. Las mejillas de Diágoras ardían de rubor y sus labios de muchacha parecían pintados; con gesto delicado se arregló el pelo, alzó el prominente busto para tomar una bocanada de aire y dijo, con dulce voz de ninfa: [101]
– Se ha escapado. ¿Quién sería?
Heracles replicó gravemente:
– Si era uno de ellos, y eso es lo que creo, nuestras vidas no valdrán un óbolo a partir del amanecer. Los miembros de esta secta carecen del menor escrúpulo y son terriblemente astutos: ya te he dicho que no dudaron en servirse de Antiso y Eunío para distraer nuestro pensamiento… Con seguridad, ambos eran sectarios, igual que Trámaco. Ahora se entiende todo: el temor que advertí en Antiso no era debido a Menecmo sino a nosotros. Sin duda, sus superiores le aconsejaron que pidiera ser trasladado fuera de Atenas para que no lo interrogáramos. Pero como nuestra investigación prosiguió, la secta decidió sacrificarlo igualmente, con el fin de desviar nuestra atención hacia Menecmo… Aún recuerdo su mirada, desnudo en la despensa, la otra noche… ¡Cómo me engañó ese maldito muchacho!… En cuanto a Eumarco, no creo que fuera de ellos: quizá presenció la muerte de Antiso y, al querer impedirlo, fue asesinado también.
– Pero entonces, Menecmo…
– Un sectario de cierta importancia: representó muy bien su ambiguo papel de culpable cuando lo visitamos… -Heracles hizo una mueca-. Y, probablemente, fue él quien reclutó a tus discípulos…
– ¡Pero Menecmo ha sido condenado a muerte! ¡Va a ser arrojado por el precipicio del báratro!
Heracles asintió, lúgubre.
– Ya lo sé, y eso es lo que él deseaba. ¡Oh, no me pidas que lo entienda, Diágoras! Deberías leer los textos que he encontrado en tu biblioteca… Los miembros de ciertas sectas dionisíacas ansían morir despedazados o ser torturados; acuden presurosos al sacrificio como una doncella a los brazos de su esposo en la noche nupcial… ¿Recuerdas lo que te dije sobre Trámaco? ¡Tenía los brazos ilesos! ¡No se defendió! ¡Probablemente eso era lo que había en su mirada aquella tarde: tú creíste ver terror, pero era puro placer ¡El terror sólo estaba en tus ojos, Diágoras!
– ¡No! -gritó Diágoras, chilló casi-. ¡El placer no tiene ese aspecto!
– Es posible que esta clase de placer sí. ¿Tú qué sabes? ¿Lo has experimentado alguna vez?… ¡No pongas esa cara, yo tampoco puedo explicármelo! ¿Por qué los participantes en el ritual de esta noche comen pedazos de vísceras podridas? ¡No lo sé, Diágoras, y no me pidas que lo entienda! ¡Quizá toda la Ciudad haya enloquecido sin que nosotros lo sepamos!
Heracles casi se sobresaltó ante la repentina expresión del rostro de su compañero: era como un grotesco esfuerzo de los músculos por mezclar el horror con el enfado y la vergüenza. El Descifrador jamás lo había visto así. Cuando habló, la voz se ajustó muy bien a aquella máscara.
– ¡Heracles Póntor: estás hablando de un discípulo de la Academia! ¡Estás hablando de mis discípulos! ¡Yo conocía el interior de sus almas…! ¡Yo…!
Heracles, que de ordinario lograba mantener la calma, sintió de improviso que la ira lo dominaba.
– ¡Qué importa ahora tu maldita Academia! ¡Qué ha importado nunca!…
Suavizó el tono al observar la amarga mirada que le dirigía el filósofo. Prosiguió, con su serenidad habitual:
– Debemos reconocer, forzosamente, que la gente considera tu Academia un lugar muy aburrido, Diágoras. Acuden a ella, escuchan tus clases y después… después se dedican a devorarse unos a otros. Eso es todo.
«Terminará aceptándolo», pensó, conmovido por la mueca que advertía, a la luz de la luna, en el demacrado semblante del mentor. Tras un instante de incómodo silencio, Diágoras dijo:
– Tiene que haber una explicación. Una clave. Si es cierto lo que afirmas, debe existir una clave final que no hemos encontrado aún…
– Quizás exista una clave en este extraño texto -convino Heracles-, pero yo no soy el traductor adecuado… Es posible que haya que ver las cosas desde la distancia para entenderlas mejor. [102] En cualquier caso, obremos con prudencia. Si han estado vigilándonos, y sospecho que así ha sido, ya saben que los hemos descubierto. Y eso es lo que menos les agrada de todo. Debemos movernos con rapidez…
– ¿De qué forma?
– Necesitamos una prueba. Todos los miembros conocidos de la secta han muerto o están a punto de morir: Trámaco, Eunío, Antiso, Menecmo… El plan fue muy hábil. Pero quizá tengamos alguna posibilidad… ¡Si lográsemos que Menecmo confesara!…
– Yo puedo intentar hablar con él -se ofreció Diágoras.
Heracles pensó un instante.
– Bien, tú hablarás mañana con Menecmo. Yo probaré suerte con otra persona…
– ¿Quién?
– ¡La que puede que constituya el único error que han cometido ellos! Te veré mañana, buen Diágoras. ¡Sé prudente!
La luna era un pecho de mujer; el dedo de una nube se acercaba a su pezón. La luna era una vulva; la nube, afilada, pretendía penetrarla. [103] Heracles Póntor, ajeno por completo a tan celeste actividad, sin vigilarla, cruzó el jardín de su casa, que yacía bajo la vigilancia de Selene, y abrió la puerta de entrada. El hueco oscuro y silencioso del pasillo semejaba un ojo vigilante. Heracles vigiló la posibilidad de que su esclava Pónsica hubiera tomado la precaución de dejar una lámpara de vigilancia en la repisa más próxima al umbral, pero Pónsica, evidentemente, no había vigilado tal evento. [104] De modo que penetró en las tinieblas de la casa como un cuchillo en la carne, y cerró la puerta.
– ¿Yasintra? -dijo. No obtuvo respuesta.
Acuchilló la oscuridad con los ojos, pero en vano. Se dirigió lentamente a las habitaciones interiores. Sus pies parecían moverse sobre puntas de cuchillos. El helor de la casa a oscuras traspasaba su manto como un cuchillo.
– ¿Yasintra? -dijo de nuevo.
– Aquí -escuchó. La palabra había acuchillado el silencio. [105]
Se acercó al dormitorio. Ella se hallaba de espaldas, en la oscuridad. Se volvió hacia él.
– ¿Qué haces aquí, sin luces? -preguntó
Heracles.
– Aguardarte.
Yasintra se había apresurado a encender la lámpara de la mesa. Él observó su espalda mientras lo hacía. El resplandor nació, indeciso, frente a ella, y se extendió por la espalda del techo. Yasintra demoró un instante en dar la vuelta y Heracles continuó observando las fuertes líneas de su espalda: vestía un largo y suave peplo hasta los pies atado con dos fíbulas en cada hombro. La prenda formaba pliegues en su espalda.
– ¿Y mi esclava?
– No ha regresado todavía de Eleusis -dijo ella, aún de espaldas. [106]
Entonces se volvió. Estaba hermosamente maquillada: sus párpados alargados con tinturas, los pómulos níveos de albayalde y la mancha simétrica de los labios muy roja; los pechos temblaban en libertad bajo el peplo azulado; un cinturón de argollas de oro ajustaba la ya bastante angosta línea del vientre; las uñas de sus pies descalzos mostraban dobles colores, como las de las mujeres egipcias. Al volverse, distribuyó por el aire un levísimo rocío de perfume.
– ¿Por qué te has vestido así? -preguntó Heracles.
– Pensé que te gustaría -dijo ella, con mirada vigilante. En cada lóbulo de sus pequeñas orejas, los pendientes mostraban una mujer desnuda de metal, afilada como un cuchillo, vuelta de espaldas. [107]
El Descifrador no dijo nada. Yasintra permanecía inmóvil, aureolada por la luz de la lámpara que se hallaba tras ella; las sombras le dibujaban una retorcida columna que se extendía desde su frente hasta la confluencia púbica de los pliegues del peplo, dividiendo su cuerpo en dos mitades perfectas. Dijo: