La formación seguía un orden creciente: una en cabeza, dos detrás, y así hasta cuatro, que era el máximo de cuerpos en fila que el pasillo permitía, de modo que la insólita manada, en sus comienzos, parecía una punta de lanza viva. A la altura del trípode, el desnudo torrente se desbravó para rodearlo.
Las primeras abordaron el escenario, abalanzándose vertiginosas sobre el rapsoda. Como aún seguían penetrando desde la entrada, las últimas hubieron de detenerse. Mientras aguardaban, se tentaban unas a otras con las máscaras presionando los traseros y muslos de las que iban delante. Conforme alcanzaban la meta, se dejaban caer en absoluto desorden, entre jadeos hidrófobos, acumulándose en una blanda colección de cuerpos inquietos, una desbaratada anatomía de carnes púberes.
Diágoras, estupefacto, en el límite del asombro y el asco, volvió a sentir a Heracles en el codo:
– ¡Finge beber!
Observó al público que lo rodeaba: las cabezas se echaban hacia atrás y fluidos oscuros manchaban las túnicas. Apartó su máscara y alzó la crátera. El olor del líquido no se parecía a nada que Diágoras hubiese percibido antes: una mezcla densa de tinta y especias.
El pasillo comenzaba a despejarse otra vez, pero el escenario crujía bajo el peso de los cuerpos. ¿Qué ocurría allí? ¿Qué hacían? La montaña sonora y cambiante de desnudeces impedía saberlo.
Entonces un objeto salió despedido del escenario y cayó cerca de la escudilla. Era el brazo derecho del rapsoda, fácilmente reconocible por el trozo de tela negra de su túnica aún adherido al hombro. Su aparición fue acogida con alegres exclamaciones. Lo mismo ocurrió con el brazo izquierdo, que rebotó en el suelo con un golpe de rama seca y fue a dar a los pies de Diágoras, la mano abierta como una flor de cinco pétalos blancos. El filósofo lanzó un grito que, por fortuna, nadie oyó. Como si aquella desmembración fuera la señal convenida, el público corrió hacia la escudilla central con el alborozo de muchachas retozando bajo el sol. [100]
– Es un muñeco -dijo Heracles ante el paralizado horror de su compañero.
Una pierna golpeó a un espectador antes de detenerse en el suelo; la otra -lanzada con demasiada fuerza- rebotó en la pared opuesta. Las mujeres pugnaban ahora por arrebatarle la cabeza al mutilado tronco del maniquí: unas tiraban de un lado, otras de otro, unas con la boca, otras con las manos. La vencedora se situó en el centro del escenario, y, con un aullido, enarboló el trofeo mientras separaba impúdicamente las piernas, haciendo resaltar sus músculos de atleta, impropios de doncella ateniense, y alzando ostentosamente los pechos. Las costillas se le herraban de rojo por las luces. Empezó a patear el suelo de madera con su pie descalzo, invocando fantasmas de polvo. Sus compañeras, jadeantes, más apaciguadas, la contemplaban con reverencia.
El Caos gobernaba al público. ¿Qué ocurría? Se aglomeraban alrededor de la escudilla. Diágoras se acercó, aturdido, golpeado por el desorden. Un viejo frente a él agitaba sus espesas canas, como sumido en el éxtasis de un baile privado, mientras sostenía algo con la boca: parecía como si le hubieran abofeteado hasta destrozarle los labios, pero aquellos pingajos de carne que resbalaban por sus comisuras no eran suyos.
– Debo salir -gimió Diágoras.
Las mujeres habían comenzado a corear, desgañitándose:
– ¡Ia, Ia, Bromion, evohé, evohé…!
– Por los dioses de la amistad, Heracles, ¿qué era eso? ¡Desde luego, Atenas no!
Se hallaban en la pacífica frialdad de una calle solitaria, sentados en el suelo y apoyados en la pared de una casa, jadeantes, el estómago de Diágoras en mejores condiciones después de la violenta purga a la que lo había sometido su propietario. Heracles replicó, ceñudo:
– Me temo que esto es mucho más Atenas que tu Academia, Diágoras. Se trata de un ritual dionisiaco. Decenas de ellos se celebran cada luna en la Ciudad y en sus alrededores, todos diferentes en pequeños detalles pero semejantes en conjunto. Yo conocía la existencia de tales ritos, desde luego, pero, hasta ahora, no había presenciado ninguno. Y quería hacerlo.
– ¿Por qué?
El Descifrador se rascó un instante la pequeña barba plateada.
– Según la leyenda, el cuerpo de Dioniso fue destrozado por los titanes, al igual que el de Orfeo lo fue por las mujeres tracias, y Zeus le devolvió la vida a partir del corazón. Arrancar el corazón y devorarlo es uno de los más importantes eventos del rito dionisiaco…
– La escudilla… -murmuró Diágoras.
Heracles asintió.
– Seguramente contenía trozos putrefactos de corazones arrancados de animales…
– Y esas mujeres…
– Mujeres y hombres, esclavos y libres, atenienses y metecos… Los rituales no establecen diferencias. La locura y el desenfreno hermanan a las gentes. Una de esas mujeres desnudas que viste caminando a cuatro patas podía ser la hija de un arconte, y, a su lado, quizá gateaba una esclava de Corinto o una hetaira de Argos. Es la locura, Diágoras: no podemos explicarla con razones.
Diágoras movió la cabeza, aturdido.
– Pero ¿cómo se relaciona todo esto con…? -de repente abrió mucho los ojos y exclamó-: ¡El corazón arrancado!… ¡Trámaco!
Heracles volvió a asentir.
– La secta de esta noche es relativamente legal, conocida y aceptada por los arcontes, pero existen otras que, debido a la naturaleza de sus ritos, se mueven en la clandestinidad… Tú planteaste adecuadamente el problema en mi casa, ¿recuerdas? No podíamos llegar a la Verdad con la razón. Yo no te creí entonces, pero ahora debo admitir que estabas en lo cierto: lo que sentí este mediodía en el ágora, al escuchar el relato de unos campesinos áticos que se lamentaban por la muerte de sus compañeros atacados por los lobos no fue la consecuencia lógica de un… digamos, discurso razonado… sino… algo que ni siquiera puedo definir… Quizás un relámpago de mi demon socrático, o la intuición que dicen que es propia de las mujeres. Sucedió cuando uno de ellos mencionó el corazón devorado de su amigo. Entonces, simplemente, pensé: «Era un ritual, y nosotros no lo sospechábamos». Sus víctimas son, sobre todo, campesinos, por ello han pasado desapercibidos hasta ahora. Pero estoy seguro de que actúan en el Ática desde hace años…
El Descifrador se puso en pie, fatigado, y Diágoras lo imitó mientras murmuraba, con el tono apremiante de la ansiedad:
– ¡Espera un momento: Eunío y Antiso no murieron así! ¡Ellos… ellos conservaban sus corazones!
– ¿No lo entiendes aún? Eunío y Antiso fueron asesinados para engañarnos. La muerte que les interesaba ocultar era la de Trámaco. Cuando supieron que habías contratado a un Descifrador de Enigmas para investigar sobre Trámaco, se asustaron tanto que elaboraron esta espantosa comedia…
Diágoras se pasó una mano por el rostro, como si pretendiera arrancarse la expresión de incredulidad que mostraba.
– No es posible… ¿Devoraron el corazón… de Trámaco?… ¿Cuándo?… ¿Antes o después de que los lobos…?
Se interrumpió al contemplar al Descifrador, que le devolvió la mirada con impasible firmeza.
– Nunca los hubo, Diágoras. Eso era lo que trataban de ocultarnos por todos los medios. Esos desgarros, los mordiscos… No fueron los lobos… Hay sectas que…
La sombra y el ruido sucedieron simultáneamente: la sombra fue tan sólo un polígono irregular, alargado, que se desprendió del recodo más próximo al lugar en que se hallaban y, proyectada por la luna, alejóse velozmente de ellos. El ruido fue un jadeo al principio, y después unos pasos apresurados.
– ¿Quién…? -preguntó Diágoras.
Heracles fue el primero en reaccionar.
– ¡Alguien nos vigilaba! -gritó.
Desplazó su obeso cuerpo hacia delante, obligándose a echar a correr. Diágoras lo sobrepasó con rapidez. La silueta -hombre o mujer- pareció rodar calle abajo hasta perderse en la oscuridad. Bufando, resoplando, el Descifrador se detuvo.