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Pónsica comprendió sus intenciones demasiado tarde.

Dos gruesos arietes, dos enormes émbolos penetraron sin previo aviso por las aberturas de los ojos y se hundieron sin encontrar resistencia en una curiosa viscosidad protegida por delgadas láminas de piel. De inmediato, la hoja del puñal se apartó del cuello de Heracles y algo gimió y vociferó bajo la indiferente expresión de la careta. El Descifrador extrajo los dos dedos, húmedos hasta la segunda falange, y se alejó de ella. Pónsica lanzó un aullido. La máscara seguía paciente y neutra. Retrocedió. Perdió el equilibrio.

Cuando cayó al suelo, Heracles se abalanzó sobre ella.

A duras penas logró refrenar el casi irresistible impulso de utilizar su propio puñal. En vez de ello, después de desarmarla, se sirvió de los pies descalzos para golpearla en varias zonas débiles que su ceguera dejaba indefensas. Usó el talón: le pareció que aplastaba un enorme insecto.

Cuando todo terminó, jadeante, confuso, observó que Yasintra continuaba desnuda e inmóvil contra la pared, como él la había dejado; tan sólo parecía haberse limpiado un poco la sangre del rostro. A Heracles casi le disgustó que ella no lo atacara también: hubiese querido reunir una furia con otra, una lucha encadenada a otra lucha, la perpetuación de un golpe constante. Ahora sólo disponía del aire y de los objetos a su alrededor para destruir, arrancar, aniquilar. Cuando recuperó la voz, dijo:

– ¿En qué momento la reclutaron?

– No lo sé. Cuando ellos me enviaron aquí, me dijeron que acatara sus instrucciones. Ella no habla, pero sus gestos resultan fáciles de entender. Y yo ya conocía las órdenes.

– ¡Los Sagrados Misterios! -murmuró Heracles, con desprecio. Yasintra lo miró sin comprender-. Pónsica me dijo que era devota de los Sagrados Misterios, como Menecmo. Ambos mentían.

– Quizá no -sonrió la bailarina-, porque no te dijeron qué clase de Sagrados Misterios adoraban.

Heracles alzó una ceja y la contempló. Le dijo:

– Vete. Lárgate de aquí.

Ella recogió su peplo y su cinturón del suelo y, dócilmente, cruzó la habitación. En la puerta, se volvió hacia él.

– Tu esclava era la encargada de matarte, no yo. Ellos hacen las cosas a su manera, Descifrador: ni tú ni nadie puede comprenderlos. Por eso son tan peligrosos.

– Vete -repitió él, jadeante, casi sin resuello.

Ella le dijo aún:

– Huye de la Ciudad, Heracles. No vivirás más allá del amanecer.

Cuando Yasintra se marchó, Heracles pudo mostrar por fin todo el cansancio que sentía: se recostó en la pared y se frotó los ojos. Necesitaba recobrar la paz de sus pensamientos, limpiar las herramientas mentales de su trabajo y volver a empezar, con calma…

Un ruido lo sobresaltó. Pónsica intentaba incorporarse en el suelo. Al girar hacia un lado, la máscara surtió dos espesas líneas de sangre por las aberturas de la mirada. El aspecto de aquel rostro blanco y falso dividido por una doble columna rojiza era espantoso. «Es imposible», pensó Heracles. «Le rompí varias costillas. Debe de estar agonizando. No puede moverse.» Recordó la fábula de los autómatas inexorables diseñados por el sabio Dédalo; los movimientos de Pónsica le hicieron pensar en un mecanismo maltrecho: se apoyaba en una mano, se erguía, volvía a caer, volvía a apoyarse, con ademanes de pantomima truncada. Por fin, comprendiendo quizá que su intención era vana, cogió el puñal y se arrastró hacia Heracles con denodado empeño. Sus ojos vomitaban dos regueros paralelos de humores.

– ¿Por qué me odias tanto, Pónsica? -preguntó Heracles.

La vio detenerse a sus pies, la respiración hirviéndole en el pecho, y alzar la daga, trémula, amenazándole con un gesto derrotado. Pero las fuerzas la traicionaron y el cuchillo cayó al suelo, estrepitoso. Exhaló, entonces, un profundo suspiro que en su extremo final pareció convertirse en un gruñido de rabia, y quedó inmóvil, pero aun su misma respiración semejaba una muestra de furia, como si se negara a capitular antes de cumplir su objetivo. Heracles la contemplaba maravillado. Por fin, se acercó con la cautela del cazador que desconfía de la agonía de la presa recién cobrada. Quería entender su conducta antes de sacrificarla. Se inclinó y la despojó de la máscara. Contempló aquel rostro enhebrado de cicatrices y la flamante destrucción de los ojos. La vio boquear como un pez.

– ¿Cuándo, Pónsica? ¿Cuándo comenzaste a odiarme?

Era tanto como preguntar cuándo había decidido convertirse en un ser humano, en una mujer libre, porque de repente le pareció que el odio la había manumitido de algún modo, como la voluntad de un rey poderoso. Recordó el día en que la vio en el mercado, solitaria y poco requerida por los clientes; y los años de eficaz servicio, el silencio de sus gestos, la docilidad de su conducta, su sumisión cuando él le pidió (¿le ordenó?) que usara una máscara… No pudo encontrar ningún resquicio en todo aquel tiempo, ningún instante de sospecha, de explicación.

– Pónsica -susurró en su oído-, dime por qué. Aún puedes mover las manos…

Ella respiraba con esfuerzo. Su devastado rostro de perfil, con los ojos como crías de pájaro o de serpiente aplastadas en sus propios cascarones, ofrecía un aspecto atroz. Pero a Heracles le importaba más su respuesta que su belleza. Le preocupaba que ella muriese sin contestarle. Observó su mano izquierda, que arañaba el suelo. No percibió palabras. Dirigió la mirada hacia la derecha, que había dejado de sostener el puñal. No percibió palabras.

Pensó, ante aquel horrible silencio: «¿Cuándo fue? ¿Cuándo te brindaron la libertad o cuándo la encontraste tú? Quizás acudías realmente a Eleusis, como tantos otros, y los hallaste a ellos…». Se inclinó un poco más y advirtió su olor: era el mismo que había sentido en el aliento de los cadáveres de Eumarco y Antiso. Con Eunío no lo había percibido. «Pero, claro», se dijo, «Eunío apestaba a vino».

Y de repente escuchó los latidos de un corazón. ¿El suyo? ¿El de ella? Quizás el de ella, porque desfallecía. «Está sufriendo terribles dolores, pero no parece importarle.» Se alejó de aquellos latidos. Y el recuerdo de su obsesionante pesadilla volvió a invadirlo, pero esta vez se aferró a su agobiada conciencia como si el estado de vigilia fuera la luz que aquella densa tiniebla precisaba para extinguirse. Vio el corazón recién arrancado, la mano que lo aferraba; distinguió al soldado y escuchó, por fin, sus diáfanas palabras.

Y recordó entonces lo que había olvidado, aquel pequeño detalle que el sueño le había estado gritando con feroz algarabía desde el principio.

A pesar de que la agonía de Pónsica se prolongó durante largo rato, Heracles permaneció inmóvil, de pie junto a su cuerpo, mirando hacia ninguna parte. Cuando ella murió, el día ya había nacido en el exterior y los rayos de sol cruzaban el dormitorio pobremente iluminado.

Pero Heracles continuaba inmóvil. [120]

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[120] ¡Te he salvado la vida, viejo amigo, Heracles Póntor! ¡Es increíble, pero creo que te he salvado la vida! Lloro al pensar que pueda ser cierto. Mientras traducía, anoté mi propio grito, y tú lo escuchaste. Desde luego, cabe imaginar que leyera previamente el texto y después, al elaborar mi traducción, escribiera la palabra una línea antes de que apareciese, pero juro que no fue así; al menos, no de forma consciente… Y ahora, ¿qué has recordado? ¿Por qué yo no lo recuerdo? ¡Debería haberme dado cuenta, igual que tú, pero…!

Han ocurrido cosas importantes. Mi carcelero acaba de marcharse ahora mismo. Entró, como siempre, de forma brusca e imprevista, mientras escribía el párrafo anterior, con la misma máscara de hombre sonriente y el manto negro. Cruzó mi pequeña celda y regresó sobre sus pasos antes de preguntarme:

– ¿Cómo va?

– He terminado la traducción del capítulo décimo. Es la eidesis del Cinturón de Hipólita, las mujeres guerreras, las amazonas. Pero -añadí- también estoy yo.

– ¿De veras?

– Tú lo sabes mejor que nadie -dije.

Su máscara me contemplaba con una sonrisa perenne.

– Yo no he añadido ningún texto a la obra, ya te lo he dicho -replicó.

Respiré hondo y revisé mis notas.

– Cuando Heracles goza con la bailarina Yasintra, se describe su cuerpo como «delgado». Y Heracles es muy gordo: eso ya lo sabe el lector.

– ¿Y?

– Yo soy delgado.

Su carcajada sonó forzada a través del obstáculo de la máscara. Cuando dejó de reír, comentó:

– Leptós en griego es «delgado» pero también «sutil», ya sabes. Y todos los lectores, en este punto, comprenderían que se está hablando más bien de la sutil inteligencia de Heracles Póntor, que no de su complexión… Recuerdo la frase. Dice, literalmente: «El sutil Heracles tensó su cuerpo». Se le denomina «sutil Heracles» de la misma forma que Hornero califica a Ulises de «astuto»… -volvió a reír-. ¡Por supuesto, a ti te interesaba traducir leptós como «delgado», y ya me imagino por qué! Pero no eres el único, no te preocupes: cada cual lee lo que desea leer. Las palabras sólo son un conjunto de símbolos que siempre se acomodan a nuestro gusto.

Se burló igualmente del resto de las supuestas pruebas: Heracles también podía tener «profundas entradas» en las sienes, y la mención de la barba «negra» -como la mía- en lugar de «plateada», obedecería a un error del copista. La cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de un «golpe infantil» -tan similar a la que me produjo un compañero de escuela- era, sin duda, una «coincidencia», y lo mismo cabía decir del anillo en el dedo medio de la mano izquierda.

– Millares de personas tienen cicatrices y llevan anillos -dijo-, lo que ocurre es que admiras al protagonista y quieres parecerte a él a toda costa… particularmente en los momentos más interesantes. ¡Es la presunción de todos los lectores: creéis que el texto está escrito pensando en vosotros, y al leerlo os imagináis la escena a vuestra manera! -su voz sonó de repente muy similar a la mueca de su máscara-. ¿Acaso… acaso has disfrutado mientras leías esos párrafos, eh? ¡No me mires así, ocurre muchas veces!

Aprovechando mi incómodo silencio, se acercó y leyó la nota que estaba redactando antes de ser interrumpido.

– ¿Qué? ¿Le has «salvado la vida» al protagonista? -le oí decir, a mi espalda, en tono incrédulo-. ¡Oh, pero qué fuerza poseen los libros eidéticos!… Es curioso, una obra escrita hace tanto tiempo…, ¡y aún provoca estas reacciones!

Pero su nueva carcajada cesó bruscamente cuando repliqué:

– Quizá no haya sido escrita hace tanto tiempo.

¡Me gustó devolverle el golpe! Sus impenetrables ojos me contemplaron un instante a través de las aberturas de la máscara. Entonces espetó:

– ¿Qué quieres decir?

– Montalo afirma que el papiro en este capítulo huele a mujer, y que posee textura de «seno» y de «brazo de atleta». A su modo, esta ridícula nota es eidética: representa a la «mujer-hombre» o «mujer guerrera» del Cinturón de Hipólita. Rastreando hacia atrás, pueden encontrarse ejemplos parecidos en la descripción del papiro en cada capítulo…

– ¿Y qué deduces de eso?

– Que la intervención de Móntalo es parte del texto -sonreí ante su silencio-. Sus escasas notas marginales son eidéticas, no lingüísticas, y refuerzan las imágenes del libro. Siempre me sorprendió que el erudito Montalo no hubiese advertido que La caverna era eidética. Pero ahora sé que él lo sabía, y jugaba con la eidesis de la misma forma que el autor lo hace en la obra…

– Veo que has estado pensando -admitió-. ¿Y qué más?

– Que La caverna de las ideas, tal como la conocemos, es una obra falsa. Ya comprendo por qué nadie ha oído hablar de ella… Sólo poseemos la edición de Montalo, ni siquiera el original. Ahora bien, la obra está escrita pensando en un posible traductor, y se halla repleta de artificios y trampas que sólo otro colega de similar o superior categoría podría elaborar… La única explicación que se me ocurre es… ¡que fue Móntalo quien la escribió!

La máscara no dijo nada. Proseguí, implacable:

– El original de La caverna no ha desaparecido: ¡la edición de Montalo es el original!

– ¿Y por qué Montalo iba a escribir algo así? -preguntó mi carcelero en tono neutro.

– Porque enloqueció -repliqué-. Montalo estaba obsesionado con los libros eidéticos: creía que podían probar la teoría platónica de las Ideas, y demostrar, de este modo, que el mundo, la vida, el universo, son razonables y justos. Pero no lo logró. Entonces, enloquecido, escribió él mismo una obra eidética, aprovechando sus enormes conocimientos de griego y de eidesis. La obra estaría destinada a sus propios colegas. Sería una forma de decirles: «¡Mirad! ¡Las Ideas existen! ¡Aquí están! ¡Vamos! ¡Descubrid la clave final!»…

– Pero Montalo desconocía cuál era la clave final -repuso mi carcelero-. Yo lo encerré…

Contemplé fijamente las aberturas negras de su máscara y dije:

– Ya basta de patrañas, Montalo…

¡Ni Heracles Póntor lo hubiera dicho mejor!

– A pesar de todo -añadí, aprovechando su silencio-, tu juego ha sido inteligente: probablemente te las arreglaste con cualquier vagabundo… Prefiero pensar que lo encontraste muerto y después le pusiste tus ropas destrozadas, simulando el engaño que habías imaginado para el asesinato de Eunío… Entonces, oficialmente «fallecido», empezaste a actuar en la sombra… Escribiste esta obra pensando en un posible traductor. Después, cuando averiguaste que yo era el encargado de traducirla, me vigilaste. Añadiste páginas falsas para confundirme, para obligarme a que me obsesionara con el texto, pues, como tú mismo afirmas, «no podemos obsesionarnos con algo sin pensar que formamos parte de ese algo». Por último, me secuestraste y me encerraste aquí… Quizás esto sea el sótano de tu casa… o el escondite en el que has vivido desde que fingiste tu muerte… ¿Y qué quieres de mí? Lo mismo que has querido siempre: ¡probar la existencia de las Ideas! Si yo logro descubrir en tu libro las imágenes que has ocultado, eso significa que las ideas existen con independencia de quien las piense, ¿no es cierto?

Tras un larguísimo silencio durante el que mi rostro, como el suyo, fue también una máscara sonriente, le oí decir, marcando cada palabra:

– Traductor: limítate a permanecer en la caverna de tus notas a pie de página. No pretendas salir de ese encierro y ascender hasta llegar al texto. No eres un Descifrador de Enigmas, por mucho que lo desees… Eres un simple traductor. ¡De modo que sigue traduciendo!

– ¿Por qué voy a limitarme a ser un simple traductor si tú no te limitas a ser un simple lector? -repliqué, desafiándolo-. ¡Ya que eres el autor de esta obra, déjame a mí imitar a sus personajes!

– ¡Yo no soy el autor de La caverna de las ideas! -dijo, gimió casi, la máscara.

Y salió dando un portazo.

Me siento mejor. Creo haber ganado este combate. (N. del T.)

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[121] Me han despertado furibundos ladridos de perros. Aún los oigo: no parecen hallarse demasiado lejos de mi celda. Me pregunto si mi carcelero pretende atemorizarme con ellos o se trata, por el contrario, de un simple azar (al menos, una cosa es cierta: no mintió al decirme que tiene perros, pues en verdad los tiene). Pero queda una tercera posibilidad, bastante extraña: faltan dos capítulos por traducir, y sendos Trabajos para cada uno de ellos; si el orden es correcto, éste -el undécimo- debería estar dedicado al Can Cerbero, y el último a las Manzanas de las Hespérides, En el Trabajo del Can Cerbero, Hércules desciende a los infiernos para capturar al peligroso perro multicéfalo que custodia ferozmente sus puertas. Así pues, ¿acaso mi enmascarado guardián pretende hacer una eidesis con la realidad? Por otra parte, Móntalo afirma del papiro: «Destrozado, sucio, con olor a perro muerto». (N. del T.)

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