[120] ¡Te he salvado la vida, viejo amigo, Heracles Póntor! ¡Es increíble, pero creo que te he salvado la vida! Lloro al pensar que pueda ser cierto. Mientras traducía, anoté mi propio grito, y tú lo escuchaste. Desde luego, cabe imaginar que leyera previamente el texto y después, al elaborar mi traducción, escribiera la palabra una línea antes de que apareciese, pero juro que no fue así; al menos, no de forma consciente… Y ahora, ¿qué has recordado? ¿Por qué yo no lo recuerdo? ¡Debería haberme dado cuenta, igual que tú, pero…!
Han ocurrido cosas importantes. Mi carcelero acaba de marcharse ahora mismo. Entró, como siempre, de forma brusca e imprevista, mientras escribía el párrafo anterior, con la misma máscara de hombre sonriente y el manto negro. Cruzó mi pequeña celda y regresó sobre sus pasos antes de preguntarme:
– ¿Cómo va?
– He terminado la traducción del capítulo décimo. Es la eidesis del Cinturón de Hipólita, las mujeres guerreras, las amazonas. Pero -añadí- también estoy yo.
– ¿De veras?
– Tú lo sabes mejor que nadie -dije.
Su máscara me contemplaba con una sonrisa perenne.
– Yo no he añadido ningún texto a la obra, ya te lo he dicho -replicó.
Respiré hondo y revisé mis notas.
– Cuando Heracles goza con la bailarina Yasintra, se describe su cuerpo como «delgado». Y Heracles es muy gordo: eso ya lo sabe el lector.
– ¿Y?
– Yo soy delgado.
Su carcajada sonó forzada a través del obstáculo de la máscara. Cuando dejó de reír, comentó:
– Leptós en griego es «delgado» pero también «sutil», ya sabes. Y todos los lectores, en este punto, comprenderían que se está hablando más bien de la sutil inteligencia de Heracles Póntor, que no de su complexión… Recuerdo la frase. Dice, literalmente: «El sutil Heracles tensó su cuerpo». Se le denomina «sutil Heracles» de la misma forma que Hornero califica a Ulises de «astuto»… -volvió a reír-. ¡Por supuesto, a ti te interesaba traducir leptós como «delgado», y ya me imagino por qué! Pero no eres el único, no te preocupes: cada cual lee lo que desea leer. Las palabras sólo son un conjunto de símbolos que siempre se acomodan a nuestro gusto.
Se burló igualmente del resto de las supuestas pruebas: Heracles también podía tener «profundas entradas» en las sienes, y la mención de la barba «negra» -como la mía- en lugar de «plateada», obedecería a un error del copista. La cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de un «golpe infantil» -tan similar a la que me produjo un compañero de escuela- era, sin duda, una «coincidencia», y lo mismo cabía decir del anillo en el dedo medio de la mano izquierda.
– Millares de personas tienen cicatrices y llevan anillos -dijo-, lo que ocurre es que admiras al protagonista y quieres parecerte a él a toda costa… particularmente en los momentos más interesantes. ¡Es la presunción de todos los lectores: creéis que el texto está escrito pensando en vosotros, y al leerlo os imagináis la escena a vuestra manera! -su voz sonó de repente muy similar a la mueca de su máscara-. ¿Acaso… acaso has disfrutado mientras leías esos párrafos, eh? ¡No me mires así, ocurre muchas veces!
Aprovechando mi incómodo silencio, se acercó y leyó la nota que estaba redactando antes de ser interrumpido.
– ¿Qué? ¿Le has «salvado la vida» al protagonista? -le oí decir, a mi espalda, en tono incrédulo-. ¡Oh, pero qué fuerza poseen los libros eidéticos!… Es curioso, una obra escrita hace tanto tiempo…, ¡y aún provoca estas reacciones!
Pero su nueva carcajada cesó bruscamente cuando repliqué:
– Quizá no haya sido escrita hace tanto tiempo.
¡Me gustó devolverle el golpe! Sus impenetrables ojos me contemplaron un instante a través de las aberturas de la máscara. Entonces espetó:
– ¿Qué quieres decir?
– Montalo afirma que el papiro en este capítulo huele a mujer, y que posee textura de «seno» y de «brazo de atleta». A su modo, esta ridícula nota es eidética: representa a la «mujer-hombre» o «mujer guerrera» del Cinturón de Hipólita. Rastreando hacia atrás, pueden encontrarse ejemplos parecidos en la descripción del papiro en cada capítulo…
– ¿Y qué deduces de eso?
– Que la intervención de Móntalo es parte del texto -sonreí ante su silencio-. Sus escasas notas marginales son eidéticas, no lingüísticas, y refuerzan las imágenes del libro. Siempre me sorprendió que el erudito Montalo no hubiese advertido que La caverna era eidética. Pero ahora sé que él lo sabía, y jugaba con la eidesis de la misma forma que el autor lo hace en la obra…
– Veo que has estado pensando -admitió-. ¿Y qué más?
– Que La caverna de las ideas, tal como la conocemos, es una obra falsa. Ya comprendo por qué nadie ha oído hablar de ella… Sólo poseemos la edición de Montalo, ni siquiera el original. Ahora bien, la obra está escrita pensando en un posible traductor, y se halla repleta de artificios y trampas que sólo otro colega de similar o superior categoría podría elaborar… La única explicación que se me ocurre es… ¡que fue Móntalo quien la escribió!
La máscara no dijo nada. Proseguí, implacable:
– El original de La caverna no ha desaparecido: ¡la edición de Montalo es el original!
– ¿Y por qué Montalo iba a escribir algo así? -preguntó mi carcelero en tono neutro.
– Porque enloqueció -repliqué-. Montalo estaba obsesionado con los libros eidéticos: creía que podían probar la teoría platónica de las Ideas, y demostrar, de este modo, que el mundo, la vida, el universo, son razonables y justos. Pero no lo logró. Entonces, enloquecido, escribió él mismo una obra eidética, aprovechando sus enormes conocimientos de griego y de eidesis. La obra estaría destinada a sus propios colegas. Sería una forma de decirles: «¡Mirad! ¡Las Ideas existen! ¡Aquí están! ¡Vamos! ¡Descubrid la clave final!»…
– Pero Montalo desconocía cuál era la clave final -repuso mi carcelero-. Yo lo encerré…
Contemplé fijamente las aberturas negras de su máscara y dije:
– Ya basta de patrañas, Montalo…
¡Ni Heracles Póntor lo hubiera dicho mejor!
– A pesar de todo -añadí, aprovechando su silencio-, tu juego ha sido inteligente: probablemente te las arreglaste con cualquier vagabundo… Prefiero pensar que lo encontraste muerto y después le pusiste tus ropas destrozadas, simulando el engaño que habías imaginado para el asesinato de Eunío… Entonces, oficialmente «fallecido», empezaste a actuar en la sombra… Escribiste esta obra pensando en un posible traductor. Después, cuando averiguaste que yo era el encargado de traducirla, me vigilaste. Añadiste páginas falsas para confundirme, para obligarme a que me obsesionara con el texto, pues, como tú mismo afirmas, «no podemos obsesionarnos con algo sin pensar que formamos parte de ese algo». Por último, me secuestraste y me encerraste aquí… Quizás esto sea el sótano de tu casa… o el escondite en el que has vivido desde que fingiste tu muerte… ¿Y qué quieres de mí? Lo mismo que has querido siempre: ¡probar la existencia de las Ideas! Si yo logro descubrir en tu libro las imágenes que tú has ocultado, eso significa que las ideas existen con independencia de quien las piense, ¿no es cierto?
Tras un larguísimo silencio durante el que mi rostro, como el suyo, fue también una máscara sonriente, le oí decir, marcando cada palabra:
– Traductor: limítate a permanecer en la caverna de tus notas a pie de página. No pretendas salir de ese encierro y ascender hasta llegar al texto. No eres un Descifrador de Enigmas, por mucho que lo desees… Eres un simple traductor. ¡De modo que sigue traduciendo!
– ¿Por qué voy a limitarme a ser un simple traductor si tú no te limitas a ser un simple lector? -repliqué, desafiándolo-. ¡Ya que eres el autor de esta obra, déjame a mí imitar a sus personajes!
– ¡Yo no soy el autor de La caverna de las ideas! -dijo, gimió casi, la máscara.
Y salió dando un portazo.
Me siento mejor. Creo haber ganado este combate. (N. del T.)