Haces de luz blanca se filtran por la arboleda, tratan de imitar el blanco de las gasas superpuestas del atavío de Carla, cadencioso trota sin cansancio el caballo y el cochero se da vuelta para dar los buenos días a los dos enamorados. «Buenos días», le responden, y han encontrado por fin las palabras adecuadas, «buenos días», buenos, claro que sí, bellos y dulces días a venir. Otros habitantes más del bosque dejan oír su presencia, como balidos de ovejas y el cuerno de su pastor que se agiganta en el eco. Buenos días, días, días, días, días, y el cochero a su vez saca sin perder tiempo una corneta respondiendo con su nota no del todo afinada «yo te quiero» dice el cochero al bosque, quiero, quiero, quiero, quiero, y Johann se afana pensando qué es lo que Carla quiere, quiere, quiere, y Carla lo mira y dice «sólo uno de tus valses podrá hacerme olvidar a esta voz matutina de los bosques» bosques, bosques y ya Johann empieza a sentir adentro una nueva melodía, que va a ser la voz de un nuevo vals. «Dime, dime, dime, dime, lo que tú sientes por mí, no me atrevo a preguntar, soy tan poco para ti, miro tus ojos que miran la nieve en San Petersburgo y todos tus rasgos miro, trazados sobre tu rostro por un lápiz muy liviano con líneas que luego copian las palomas, en los giros de sus vuelos reposados, mas ¡oh! sólo una vez en su vida voló aquella serpentina para repetir la gracia de un gesto de tus manos… pero yo, yo nada soy, mi madre siempre decía que su hijo valía tanto que no existiría en el mundo una mujer tan buena como para mí, mi madre porque es mi madre me quiere y se conforma, en mi cuna duerme un niño protegido por la trama de un tul de mosquitero, mi madre me cuida bien de picaduras de insectos y coloca un mosquitero, y me observa que parezco mejor de lo que soy, esfumado por la trama de un tul de mosquitero, y no sabe que soy poco para ti, mi madre porque es tan buena piensa que no es así, yo tengo miedo del mundo que te ha de arrancar de mí, nada puedo contra el mundo, y sólo atino a preguntarme lo que tú dientes por mí, no me atrevo a nada más, soy tan poco para ti, mi madre porque es tan buena piensa que no es así y si tú fueras tan buena, tan buena como mi madre ¿qué sentirías por mí…»
Y así concluye el nuevo vals, palabra por palabra le ha ido dictando Johann a Carla y ella las canta, las notas suben a las copas frondosas de los tilos, hayas y alerces y de ahí al éter que luce amarillo a mediodía. Además en el éter probablemente hay criaturas invisibles que oirán este canto de nosotros mortales, ¿nos prestarán atención? ¿o les será imposible escucharnos? ¿o nos despreciarán por efímeros y débiles? Carla canta sus notas sin dejar por eso de sonreír, presta tal vez tanta atención a sus agudos y trinos que no se apercibe del significado de las palabras, pues canta sin perturbarse y sonríe, invulnerable como una de esas criaturas del éter.
De repente un claro se abre en el bosque, donde se halla una típica hostería de cazadores que a uno de los lados presenta una glorieta vasta, toda teñida de lila por racimos de glicinas. El cochero se relame los bigotes pues ya estaba sintiendo un hambre muy fuerte y propone a la pareja detenerse a almorzar allí. A la sombra de las glicinas se ve alguna que otra pareja ocupando pocas mesas, tomando refrescos ellas y cerveza ellos, una de las parejas parece ser de estudiantes, tienen libros arrumbados en una silla, tal vez hayan aprovechado todos los desórdenes que hay en la ciudad para faltar a la escuela, él bebe algo alcohólico, posiblemente para perder la timidez y decirle a ella lo que seguramente ya les ha dicho a todos sus compañeros aunque no a la interesada, es una pareja envidiable, ella diáfana y serena, él apuesto y de ojos renegridos y cabellos rubios como un maizal, de ánimo bueno pero nadie por ello se va a aprovechar a molestarlo, pues tiene no sólo las espaldas anchas sino también los brazos fuertes y diestros para la defensa. El cochero dice «tengo apetito» y Carla y Johann recién entonces piensan en la necesidad de dinero y después de hacer cálculos con miedo de que no les alcance consiguen reunir la suma para pagar los almuerzos, el viaje del cochero y he aquí que sólo les basta para pagar una sola habitación, ya que necesitan un descanso, y mientras el cochero se retira al establo ellos dos se presentan a la dueña de la hostería y piden un cuarto alegando que son casados.
La dueña los mira maliciosa y los acompaña a un aposento sombreado, con un hecho de dosel en el centro y divanes con almohadones. Carla elude la mirada de su compañero y se retira a higienizarse. Johann se sienta en un diván y no puede creer que dentro de breves instantes él y Carla estarán juntos y solos en un cuarto en penumbra. ¿Pero ella qué dirá? Todavía ni siquiera un beso se han dado, Hagenbruhl sí la habrá besado, y tal vez también la haya hecho suya, han sido seguramente amantes, ese hombre adusto, seco de modales, de facciones brutales crispadas aun más por el monóculo ha puesto sus zarpas sobre el cuerpo delicado de Carla… ¿cómo pudo ella jamás permitirlo?, y si lo permitió es porque tal vez esa especie de animal la atrae, ¿y Johann tendrá que besarla como la besaba Hagenbruhl?, tomarla con mucha fuerza de los hombros diminutos, hundiéndole los dedos en la carne y así dejando huellas moradas en su carne blanca, lo que significa que ese estrujar ha dañado su piel por dentro, ha provocado lastimaduras por debajo de la epidermis y el color morado viene de que se producen roturas de venas y arterias y equivalen a pequeñas hemorragias internas. Y eso es sólo el comienzo, cuando se ha desbocado como una bestia Hagenbruhl tal vez se ha servido también de los dientes, y la habrá mordido, y luego mejor no pensar en el ultraje final, su furor no se habrá calmado seguramente hasta ver correr la sangre, y ella cada vez más debilitada habrá tenido pocas fuerzas para defenderse, y habrá sido su víctima más veces, la víctima del verdugo encarnizado que quiere ver sangre. ¿Pero cómo es posible que Carla haya accedido a tal cosa? Se me ocurre que hay algo que me escapa al entendimiento, algún secreto infausto, Hagenbruhl tal vez está en posesión de un secreto comprometedor de Carla, alguna trama oscura de espías del viejo San Petersburgo, por algo muy terrible debe Carla haber permitido que se hollara su piel blanca.
Su piel blanca, que no me digan que el blanco es la falta de color, porque es el color más hermoso, y es el culor de la pureza, y por supuesto que el blanco no es la falta de color: los profesores de física han descubierto a todo el mundo que en un copo de nieve, alineados en un blanco inmaculado están ocultos sin embargo el violeta de los lirios, o sea la tristeza, la melancolía, pero también está presente el azul que significa la calma de contemplar reflejado en un charco de la calle el cielo que nos espera, porque el azul está al lado del verde que es la límpida esperanza, y después viene el amarillo de las margaritas del campo, que florecen sin que nadie las plante y se presentan sin buscarlas, como buenas noticias cuando menos se las espera, y el color de las naranjas que ya están maduras por el verano se llama muy apropiadamente anaranjado, el azahar dio un fruto que el verano madura a causa del calor, qué goce saber que germinó la semilla, creció la planta que es la adolescencia y se va a entrar en la juventud del fruto que da el goce anaranjado, el fruto jugoso y refrescante de las tardes calurosas. Pero de ahí al rojo de la pasión hay un solo paso. El rojo también está oculto en el blanco, también está en ella, en Carla, que es tan blanca. ¿Será por eso que Hagenbruhl quiere verle la sangre para convencerse de que ella es tan baja como él?
Pero las cosas no tendrían que ser así, si Carla es blanca como la nieve, el símbolo de la pureza, tendría que ser tratada como se trata a la pureza misma, ¡tiene que ser tratada como se trata a la pureza misma! Pensando todo esto Johann no aguanta más el encierro del aposento, tiene calor, el sol arde, las chicharras se oyen cantar, esto indica que debe haber algún lago cercano, el cual se halla en efecto detrás de un ramaje tupido y después de cerciorarse de que nadie lo ve el joven se desviste para refrescarse. Sopla un céfiro casi imperceptible pero tibio que le enardece la piel, su imagen reflejada en la superficie de las aguas en cambio le irrita: su tórax hundido, los brazos flacos, la espiada un tanto corva. Se detesta, pero ese céfiro lo envuelve más y más en oleadas cálidas y se arroja al pasto.