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Johann agita el arco de su violín que ahora es la batuta conductora y después del último compás estallan los aplausos: a él le parece vivir un sueño.

No lejos de allí, frente a los jardines imperiales se desplaza un carruaje abierto, un oficial de Su Majestad y una dama de cabellos dorados lo ocupan. Silencio, sólo el trote de los caballos se oye, el oficial ha intentado distraer a la dama con comentarios dispares, ella ha contestado con un sí o un no, siente mucho calor, están lejos los canales cristalinos y sombreados de su San Petersburgo.

Un débil eco se insinúa en el aire, se dirían violines cosacos, ebrios de sangre y vodka, y debido a esa razón minutos después la arrogante pareja hace su entrada en el salón. Ella se siente arrobada, no son sus cosacos pero es la misma alegría y fiebre de vivir ¡qué fuego arde en los ojos del joven director! un mechón de pelo castaño le cae sobre la frente y los ojos pero no le impiden descubrir entre la muchedumbre una radiante sonrisa de aprobación enmarcada por cabellos rubios. Le parece reconocerla ¿dónde la ha visto? sin saber por qué la imagina en un vasto escenario, pero la dama no baila ¿no gusta de su música? y se acerca hacia él, le tiende la mano pálida para ayudarse a subir al estrado y pide la partitura.

«Sueños», es el título, y sus primeras estrofas cantadas se posan sobre las notas de la orquesta como rocío sobre corolas, rocío cristalino de la voz de esa mujer deslumbradora. No se engañaba Johann, ella es la gran Carla Donner, la soprano máxima de la Ópera Imperial. «Sueños de toda una vida pueden hoy ser realidad, el rostro que yo veía cuando mis ojos cerraba, y que en silencio adoraba sin llegarlo a tocar, de repente al alcance de mi mano pómulos que acariciar, labios de tibio coral que tiernamente besar, ojos de verde esmeralda -el mar en ellos está- y yo en él sumergido busco ¿qué? lo que en él se ha de buscar ¿qué es lo que los amantes buscan allá en el fondo del mar?» Y con la última nota del vals también se oye el último agudo de Carla, el público la ovaciona pero ella sólo recoge con la mirada la mirada implorante de Johann y desaparece detrás de la figura señera del oficial.

Pasan los meses, Johann triunfa con su orquesta y un buen día vuelve a su aldea a visitar a su novia y a su madre. Qué alegría reina en la granja, hace días que el horno tuesta bizcochos, de la alacena se retiran encurtidos y se quita el polvo a frascos de dulce guardados para banquetes. ¿Cuánto tiempo se habrá de quedar Johann? Antes era tan distinto todo, Johann estaba sin trabajo a cada momento y venía a refugiarse bajo el techo de hierbas trenzadas y contaba todo a su madre, y a su novia, de lo que sucedía en Viena, su madre escuchaba todo pero no podía detenerse a contarle de lo de ella pues estaba tan ocupada en preparar paquetones de comida para cuando llegara el momento en que Johann volvía a Viena. Pero él ya no necesita nada y no come mayormente lo que le sirve su madre, él se sienta a la mesa y ella espera ansiosa que de los ojos de Johann se desprenda esa chispa de goce que, bueno, es tan propia del hambriento que va a saciarse de una vez.

No, Johann esta vez no trae hambre atrasado y come, pero mucho menos de lo que comía antes. Cunde la alarma en la casa ¿es que no nos quiere más? Y esto no sería nada: en an momento, Johann acostumbrado a contar todo cuenta también que conoció a Carla Donner. Y la chispa se desprende. Y es como si amenazara prender fuego a las plantas de verdura de la huerta y el fuego también podría pasar a los frutales con todas las peras verdes que su madre iba a cortar para dulces de años y años. Claro que ahora no hay que preparar paquetes de comida para Johann.

La familia sigue comiendo pero Johann mira la cocina y nota que le hace falta pintura para tapar tanto hollín y los mosaicos habría que fregar para destapar los colores opacados por una capa de grasa, y mira a su madre para decírcelo y tal vez primero tendría que decirle que tiene la piel del rostro tan seca que le hacen falta afeites y que para despejar la frente alta y noble debería recoger ese pelo desgreñado.

Pasa el tiempo, Johann ha cumplido su promesa de matrimonio y vive con la dulce Poldi en una zona tranquila de Viena, sus músicas han conquistado el corazón de todos pero hace tiempo que no escribe un vals nuevo. Además Viena se ve perturbada por problemas políticos, el pueblo clama por más pan y el viejo emperador yace la mayor parte del día en su lecho, sin fuerzas para enmendar tanto mal. La esperanza de los grupos más liberales, entre los que se cuenta Johann, se concentra en el nombre del duque de Hagenbruhl, personaje muy allegado a la corte.

Es nuevamente verano, Johann recorre las cantinas nocturnas de la ribera del Danubio, malhumorado busca en el fondo de cada copa de vino espumante una melodía nueva para el vals que ha prometido a su ya impaciente editor. Borracho, entra en un local lujoso, y no está seguro de lo que ve, en una mesa semioculta, por entre cortinas de pesado damasco le parece entrever a Carla Donner con su acompañante acostumbrado: el oficial. Johann quiere volver sobre sus pasos y desaparecer en la noche pero ya es tarde, Carla lo ha visto y lo llama a su mesa, lo ha reconocido después de tanto tiempo.

Johann se acerca tambaleando y después de saludar respetuosamente a su acompañante la invita a bailar. El oficial se indigna y lo trata dé borracho empedernido, Johann trata de ignorarlo y repite la invitación a la dama, a lo que el oficial responde con un puñetazo en el rostro del músico. Éste rueda por tierra y trata de encontrar valor para incorporarse y derribar a su vez al oficial que es tan corpulento, trata de sacar fuerzas de flaquezas y busca con la vista entre la concurrencia una señal de apoyo, o tal vez busca un cuchillo afilado sobre una de las mesas para suplir la fuerza limitada de sus puños… cuando oye al dueño del lugar grita «Arrojen a la calle al mequetrefe que está importunando al duque de Hagenbruhl» ¿qué? ¿el duque Hagenbruhl? ¿es ese monstruo violento su ídolo político? ¿está pensando en clavar un cuchillo en el cuerpo del hombre que es la esperanza del imperio austríaco? si no hubiese sido lo que es, músico, Johann habría querido ser un político brillante como Hagenbruhl, pero se pone de pie a duras penas sin saber si agredirlo o no, perdido en su dilema da un paso adelante y el duque, esta vez con más fuerza todavía, le incrusta el puño en la cavidad del ojo.

Johann yace ensangrentado pero un grupo de concurrentes, al oír el nombre «Hagenbruhl», se rebelan enardecidos, son oponentes del duque y como un reguero de pólvora corre el furor político y de la taberna la lucha pasa a la calle y media Viena se ve agitada por un movimiento subversivo, hasta que en medio del caos Johann escapa en un carruaje salvando de entre el fuego a la bella Carla. ¿Hacia dónde huir? el cochero sugiere los bosques de Viena y bajo la lluvia torrencial se alejan de la ciudad. Carla limpia las heridas de Johann, quien vencido por el alcohol y el cansancio cae dormido en el regazo de la soprano. Ella a su vez, arrullada por el trote cadencioso del caballo, es vencida por el sueño.

Qué oscuro está el bosque, pero ya no, qué oscuro estaba, hace horas que va trotando el caballo y una pincelada rosa es el horizonte. ¿Son los pájaros los seres más felices de la creación? Es posible, porque cuando se despiertan cantan, tienen la suerte de cada noche olvidar en el sueño que existe el mal en la tierra. Además sus nidos en lo alto de las copas frondosas reciben la primera caricia de los rayos del sol, por lo cual sus trinos descienden empapados de luz para despertar a Carla y Johann, ambos tal vez víctimas de oscuras pesadillas, seres humanos, en el sueño o la vigilia incapaces de olvidar. Alzan los párpados pesados, y por entre las telarañas de sus temores nocturnos vislumbran la claridad de un despertar diferente, nada tienen que temer el uno del otro, por el contrario, finalmente podrán contarse tantas cosas. Pero no se dicen nada, no encuentran ninguna palabra digna de iniciar un día tan especial.

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