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¿Adhemar es más lindo que Héctor? bellos ojos renegridos y cabellos rubios como un maizal.

Y bueno, que se guarden su Adlon, que vayan mañana domingo, que yo iré alguna vez… ¿pero cuándo? ¿cuándo si no ahora? ¿no es acaso este el momento de vivir y divertirse? ¿si no es ahora cuándo va a ser?

Yo y mis vecinos no podemos tocar las estrellas, pero otros sí pueden, y es ese mi gran quebranto. Mis mejores años los voy a pasar detrás de esta cortina de cretona.

Miércoles – Diario querido: soles y lunas se han sucedido en la bóveda del cielo sin que nosotros tuviéramos nuestro encuentro acostumbrado, el encuentro del alma con su espejo, y si en días pasados en ti me he visto descarnadamente flaca (el egoísmo devora), o desgreñadamente ridicula (los sueños me despeinan), hoy quisiera verme no bonita (¿no es ya un progreso?) sino con impecable delantal blanco (nada de tablitas, ni adornos vanos, pero blanco niveo), prolijamente peinada hacia atrás, con el lacio cabello cubriendo apenas el cuello y las puntas levemente rizadas. Lo importante, diario mío, no sería en cambio el cabello, ni el delantal, sino una mirada inteligente y segura como las manos que manejan el bisturí, o las tijeras, o el odiado torno de la amable dentista del sindicato.

No me imaginaba hoy miércoles ir a Buenos Aires pero mi padre vio ayer a la atenta dentista y fijó la cita para mí hoy. ¡Qué disparate! pensé, tener que ir al dentista en un día de clases cuando mañana jueves tenemos nada menos que Zoología, Matemáticas y Castellano, pero cuando la atenta dentista me dijo que todo en la vida es cuestión de organizarse, porque hay tiempo para todo, me di cuenta de que muy cierto era.

De ida había ya aprovechado en el tren para dar un vistazo a los teoremas (fresquitos en mi mente, gracias a la clara exposición del profesor y a mi propia atención), y de vuelta a casa en el viaje leí Zoología y después de la cena media hora para Castellano, pasé en limpio el dibujo de los arácnidos y ya estoy libre, otra vez junto a ti. He cumplido con mi deber.

Y bien dijo la oportuna dentista que hay tiempo para todo, aun para caminar un poco por el centro. Hoy había sido un día inesperadamente caluroso, con los primeros calores dan ganas de tirar al diablo las porquerías de lana, por suerte ya no me quedan chicos los vestidos del año que pasó, y pude ponerme el celestito de algodón, con el bolerito. No me cabe duda de que es mi único vestido como la gente.

Qué suerte que ya tenía aprendido el teorema, llegué encantada y caminé sin apocamientos por la elegante avenida arbolada donde me dijo Laurita que estaban las únicas telas importadas de París que hay en Buenos Aires. Las vi, realidad y sueño netamente separados por un cristal de escaparate. Y seguí caminando, tantas, tantas cosas hermosas para comprar y si me hubiesen hecho elegir entre todas, no habría podido decidir, porque renunciar al pañuelo de gasa morada habría sido tan imposible como dejar de lado el manguito de visón, y mi cabeza explotaba, querido amigo. Qué rabia, qué indignación dan a veces ciertas cosas. Esa avenida es hermosa, amplia, la gente camina sin prisa pero con un despreocupado aire de saber adonde van y la calzada presenta una cierta subida caminando hada el puerto, pero éste no se ve, en lo más alto hay una aristocrática plaza, embebida de sol, y un rascacielos cierra el paso, y así «decorosamente tapa la vista del río y su rumoroso puerto», según las palabras de la Chancha, perdón, la profesora de Castellano.

En la plaza a la sombra, en cambio, me di cuenta del brusco cambio de temperatura que se preparaba, de golpe se levantó un viento del río, no mucho más que una brisa, pero penetrante. Qué ganas de meterme en casa, y tomar un mate caliente, en la avenida yo sin haberme llevado ningún abrigo qué escalofríos me empezaron a correr por la columna vertebral, el vestido parecía que me abrigaba tanto como una telita de araña. Pero en ninguna de esas casas me podía meter, mi ciudad cambia de temperatura sin avisarnos nunca, de un momento a otro, cambia de humor, risas y llantos como en los niños que ríen y lloran caprichosamente. Y me tuve que ir corriendo al consultorio, y total apenas si llegué con veinte minutos de adelanto. Qué actividad, qué ir y venir, qué hermoso es ser útil a la humanidad, esa capacitada y además hermosa mujer que me atendió no descansa un minuto durante horas, de pie junto a sus pacientes, yendo y viniendo por algodones y líquidos curativos. Ella es la que sabe adonde va y no los holgazanes mentecatos inútiles de la avenida, y quiero sentir el rumor afiebrado del puerto, señora Chancha, no me venga usted con que hay que ocultar al trabajador y su sudor, y alabando a ese rascacielos porque oculta de la vista de los ricachones (y de sus conciencias) el espectáculo feroz (y hasta ayer triste por lo mal remunerado) del trabajo.

Pero bien lo expresó el diputado por Matanzas que habló en la reunión del domingo, «ya no pueden negar la existencia de una fuerza nueva, la oligarquía verá las necesidades del obrero aunque éste tenga que abrirle de un machetazo el cráneo y escribírselo en el seso con los dedos ¡y la tinta será su misma sangre oligarca!» Palabras brutales pero necesarias, que repudié cuando recién las oí, antes de recapacitar. Palabras brutales pero ciertas. Porque el trabajo es santo, y el trabajador es así santificado, su sudor lo baña en la gracia divina. Se suda con una pala y también se puede sudar de otro modo, con eí torno o extrayendo muelas, y desinfectando caries, y más aún, operando atacados de peritonitis, o meningitis, o accidentados del tráfico callejero, en pocas palabras: administrando medicinas y cuidados a mi pueblo, mi pueblo querido, que quiero que quepa todo en mis brazos, los brazos de su doctorcita.

XIII Concurso anual de composiciones literarias tema libre:

«la película que más me gustó»

por josé I. casáis, 2do. año nacional, div. b

Aquella calurosa noche de verano, en Viena la gente no se sentía con ganas de ir a dormir. Una gran sala de bailes dejaba escapar, por sus ventanas un dejo de compases de gavota pero el calor era demasiado hasta para una danza tan calma como la gavota, y los ocupantes de las casas vecinas ya sea fumando una pipa o jugando al ajedrez u hojeando un diario rechinaban los dientes hartos de escuchar la misma musiquilla por veinte años consecutivos.

La última pareja está ya por abandonar el local vasto, la modorra ha conquistado su última víctima cuando un violinista de la orquesta, joven e impetuoso, ejecutando el último compás de la partitura no deja caer su arco y guiñando el ojo a un oboísta rollizo ataca un nuevo compás, repiqueteante, alegré y rápido. Los parroquianos más adustos alzan las cejas ofendidos ¿qué es esto? ¿es posible que un local respetable permita la ejecución de esta danza de bajos fondos? El vecindario también escucha y una mano depone la pieza de ajedrez sobre el tablero, un diario yace sobre una mesa y una pipa echa pitadas repiqueteantes, alegres y rápidas: todos se han puesto a bailar. Transeúntes distraídos detienen su paso, carruajes frenan sus caballos, todos se preguntan qué es esa música sin par, y de oreja en oreja transita un nombre prohibido ¡el vals!

Entonces el dueño enfurecido del salón no concibe otra solución que llamar a la policía para que quite de allí al osado violinista pero dirigiéndose a la calzada una muchedumbre le impide el paso: el timorato se pregunta si vendrán a incendiar su sala pero los invasores rápidamente se disponen en parejas y se lanzan en vueltas vertiginosas a la pista desierta. Los miriñaques son duros y las faldas son pesadísimas pero al ritmo del vals resultan amapolas livianas que giran y en unos instantes la sala está llena ¡por fin algo les ha hecho olvidar el calor! Y será mucha la cerveza que consumirán, para provecho del dueño más sorprendido que nadie.

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