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Mientras los hombres del barco se encargaban de hacer otros dos senderos de troncos, uno para cada casco del catamarán, Esquella y Carlos No Más treparon al aparato y echaron a andar los motores. Las hélices del DC-3 giraron de maravilla.

– Ahora falta lo más fácil: despegar -dijo Esquella.

– Dispone de unos trescientos metros de agua calma. Luego empieza la línea de arrecifes -comentó Carlos No Más.

– El problema será bajar. Nunca he pilotado un hidroavión -confesó Esquella.

– Las aguas del fiordo estarán quietas. Por lo menos las próximas veinticuatro horas. Ahora, si me tiene confianza, déjeme volar el cacharro. En la escuela de aviación piloté Grumanns, Catalinas, bichos que no son tan pesados como un DC-3, pero creo que puedo hacerlo.

– ¡Todo tuyo, Carlitos! Para aligerarlo aún más botaremos parte del combustible. Volarás con lo apenas necesario. Desde el barco te indicaré cuándo levantar el vuelo.

– Entonces deje libre la butaca. Yo estoy al mando ahora.

– Las cincuenta lucas te pertenecen, Carlitos. Los nobles bueyes jalaron de El loro con hipo hasta dejarlo en el agua. Los cascos de los catamaranes soportaron el peso y la balsa de cola mantuvo la parte trasera fuera del agua. Carlos No Más esperó a que el barco se acercara a la línea de arrecifes antes de aumentar la potencia de los motores y poner el avión en movimiento. Ver oscilar las agujas de los tacómetros fue una delicia. Cuando vio que Esquella levantaba los dos pulgares, tiró del bastón de mandos y El loro con hipo se elevó ganando rápidamente la altura deseada.

Fue un buen vuelo, tranquilo pero movido porque el avión iba tan ligero que las brisas lo sacudían como a una hoja de papel. Voló sin contratiempos las noventa millas rumbo norte por sobre la península de Taitao, el ventisquero de San Rafael, hasta la entrada del gran fiordo de Aysén. Allí torció al este y, guiándose por el destello del agua, se internó continente adentro. Le faltaban ocho millas para alcanzar la bahía de Puerto Chacabuco cuando las agujas del combustible marcaron cero, pero estaba a salvo y, protegido por las brisas del Pacífico, planeó sin contratiempos. Acuatizó como un cisne, entre el jolgorio de los lugareños congregados en el muelle.

El comerciante de pieles pagó la apuesta. Carlos No Más recibió los cincuenta mil pesos y decidió independizarse. Al poco tiempo conoció a Pet Manheimm, otro aviador en busca de cielos libres, y juntos inauguraron el primer mercado de frutas y verduras, Flor de Negocio.

Empezaron con una avioneta Pipper y un helicóptero Sirkosky, desecho de la guerra de Corea. En Puerto Montt cargaban la avioneta con cebollas, lechugas, tomates, manzanas, naranjas y otros vegetales, los llevaban hasta Puerto Aysén, donde tenían la base, y desde allí salían en el helicóptero para surtir de verduras y frutas los caseríos y las estancias patagónicos.

Flor de Negocio duró hasta el mal día en que Pet y el helicóptero desaparecieron tragados por una tormenta imprevista. Nunca los encontraron, ni a Pet ni a los restos del aparato. Descansa en cualquiera de los ventisqueros, bosques o lagos de la Patagonia, que atraen y a veces engullen a los aventureros.

Perdidos el socio y el helicóptero, Carlos No Más cambió de actividad y se dedicó al servicio postal entre la Patagonia y la Tierra del Fuego. Por esas cosas que ocurren en el sur del mundo, un día se encontró pilotando la primera funeraria aérea de los cielos australes.

Cierta mañana de junio, en pleno inviérno, Carlos No Más estaba en los corrales de una estancia cerca de Ushuaia. Revisaba el Pipper antes de regresar al norte y esperaba a que los gauchos de la estancia terminaran de asar un cordero. De pronto apareció un Land Rover del que bajaron cuatro desconocidos.

– ¿Quién es el piloto del Pipper? -preguntó uno. -Yo. ¿Qué pasa?

– Tiene que hacernos un servicio. Se le pagará lo que pida -dijo el hombre.

– Lo que pida. El dinero no es problema -indicó otro. -Cálmense. ¿De qué se trata?

– Ha muerto don Nicanor Estrada, el dueño de la estancia San Benito. Yo soy el capataz -informó el que llevaba la voz cantante.

– Mi sentido pésame. ¿Y qué tiene que ver conmigo?

– Que tiene que llevarlo hasta Comodoro Rivadavia. Allá lo está esperando la familia con el velorio listo. Don Nicanor debe ser sepultado en el panteón familiar.

Aquellos tipos no sabían de qué hablaban. La estancia San Benito está en Río Grande, y Comodoro Rivadavia a unos ochocientos kilómetros de distancia, siempre que se volara en línea recta.

– Lo siento. Mi aparato no tiene suficiente autonomía. Tengo combustible justo para volar hasta Punta Arenas -se disculpó Carlos No Más. -Lo va a llevar. ¿No oyó de quién se trata? -precisó el capataz. -No. No pienso llevarlo. Y para que nos entendamos: yo decido cuándo y adónde vuelo, y también quiénes serán mis pasajeros.

– No lo entiende. Si usted se niega a llevar a don Nicanor Estrada, no vuelve a volar ni en la Patagonia, ni en la Tierra del Fuego ni en ninguna maldita parte del mundo.

El capataz aún no había terminado de hablar cuando ya sus acompañantes se levantaban los ponchos para enseñar sus escopetas de cañones recortados.

A veces conviene hacer excepciones. Eso pensó Carlos No Más volando rumbo a la estancia San Benito con un matón por copiloto.

Don Nicanor Estrada le esperaba azul, congelado, en la capilla ardiente que habían montado en el frigorífico de la estancia. Cientos de corderos desollados acompañaban al amo. Algunos gauchos y peones tomaban mate y fumaban mirando con temor al cadáver. -Es enorme -comentó al verlo.

– Como todos los Estrada. Un metro noventa y ocho -dijo el capataz.

– No entra. Semejante paquete no entra en el Pipper -alegó Carlos No Más.

– Más respeto con don Nicanor. Entra -insistió el capataz.

– Escuchen: comprendo que deben hacer todo lo posible por mandar el fiambre a Comodoro Rivadavia. Pero deben comprender que es imposible. Ese avión es un Pipper, un cuatriplaza. La cabina, desde el panel de instrumentos hasta el ángulo trasero, mide un metro setenta. No entra ni en diagonal.

– La idea es que lo lleve recostado, o sentado. Así, entra.

– Tampoco. El asiento posterior mide noventa centímetros de ancho. No entra recostado, y en cuanto a sentarlo, ¿cuánto hace que lleva muerto? -Cuatro días. ¿Por qué?

– ¡Cuatro días! Está más tieso que un tronco por la congelación y por algo que se llama rigor mortis. Van a tener que partirle el espinazo y no creo que eso le agrade a la familia.

– Mierda, es cierto -asintió el capataz. El muerto, además de enorme, era muy robusto. Debía de pesar sus buenos ciento veinte kilos sin ropa, y allí, tendido con todos sus atuendos, espuelas de plata, botas de acordéón, chiripa, cinturón de suela y plata, facón y poncho, debía de superar los ciento cincuenta kilos. -Oiga, ¿puede desmontar una parte del techo? -consultó el capataz. -Todo el techo. Pero entonces me congelo.

– Sólo una parte. Suficiente para que entre el cuerpo. Puede volar a baja altura. -Está loco. ¿Pretende que lo lleve parado? -¡De cualquier manera lo vas a llevar, hijo de puta! -chilló el capataz aplastándole la nariz con el cañón de un treinta y ocho.

Lo llevó. Luego de quitar la portezuela del copiloto y atar al muerto a un tablón, lo metieron en el Pipper. Lo metieron por los pies, que sujetaron firmemente a la base del asiento posterior. El muerto descansaba la cintura en el respaldo del asiento del copiloto y parte del tronco, los hombros y la cabeza quedaron al aire. Como lo pusieron boca arriba, parecía ir mirando el ala derecha. Para culminar la faena le cubrieron la cabeza con una bolsa de plástico en la que se leía: "San Benito. Las mejores carnes".

Antes de despegar, Carlos No Más pensó que no era mal negocio eso de la funeraria aérea. El capataz le entregó un cheque por cincuenta mil pesos chilenos, y en Comodoro Rivadavia le esperaba la otra mitad.

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