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Tomó la palabra el General (no le llamaré de otra manera. ¿Para qué?). Lo hizo con claridad, con rigor, con conocimiento de causa. El Estado Mayor se había alarmado, porque las muestras recibidas del Plan Estratégico, aquello que en otra situación se pudiera interpretar como anzuelo detrás del cual se esconde un vulgar proyecto de estafa, revelaba un conocimiento tan preciso de ciertos datos secretos, que, a partir de aquel momento, todo el sistema defensivo (el vigente), cuya caducidad juzgábamos ya inevitable, quedaba en situación de alarma.

– Sin embargo -dijo Iussupov cuando le fue concedida la palabra-, no conviene descartar la posibilidad de que todo lo existente de ese supuesto Plan se reduzca a esas muestras, que muy bien pueden haber sido elaboradas por alguien inteligente e informado para hacernos creer que el Plan completo existe.

– Es una idea que conviene tener en cuenta -apuntó el doctor Klein-; pero no perdamos de vista que nosotros también hemos elaborado un Plan Estratégico que llegó a las manos de ellos, y éste de ellos que va a llegar a nuestras manos, puede ser la respuesta.

– Yo lo encuentro bastante retorcido -terció, y habló por vez primera, el Secretario.

– ¿Es que conoce usted algo relacionado con el Servicio Secreto y con la política exterior que no lo sea?

Iba a replicar el Secretario, pero el General zanjó la disputa antes mismo de iniciarse.

– ¿Qué más da? No perdamos tiempo. De esta reunión tiene que salir, por lo menos, un proyecto que nos permita actuar una vez que hayamos recibido la aprobación superior.

– ¿Pero usted, General, no tiene autoridad bastante para aprobar lo que aquí se decida?

– En algunos aspectos, sí; en otros, no.

– Supongo -intervino Iussupov-, que se tratará precisamente de aquellos aspectos que exijan una acción inmediata.

– Ésos son, precisamente, los que debo someter a consulta. Cualquier proyecto urgente tiene que pasar al menos por diecisiete despachos, sufrir diecisiete exámenes que dictaminen su urgencia y ser finalmente garantizados por diecisiete firmas.

Yo empezaba a impacientarme. Nadie me había indicado que tuviera algún derecho a intervenir en la conversación, menos aún como protagonista de ella, y hacerlo por mi cuenta habría sido tan inexplicable como la aparición, en aquella sala tan elegante y tan sobria, de la Emperatriz Catalina, aunque no menos necesario, si bien no tan lógico. Por eso precisamente lo hice. Fue una mano que se adelantó, una mano que los demás miraron como la aparición de una serpiente en un lugar donde no suele haberlas; pero como la mano pertenecía a un cuerpo, las miradas siguientes se dirigieron a él, y eran terribles. No me inmuté. Por el contrario, aproveché el silencio indignado (sobre todo el de Iussupov) para decir:

– Empieza a inquietarme la tendencia hacia la fantasía que muestra esta conversación. Todo lo que se ha dicho hasta aquí carece de razón de ser; carece incluso de cualquier clase de realidad que no sea la meramente verbal. Se parte de bases completamente falsas a causa de una imperfecta información. Me permito sugerir a ustedes que, puesto que estoy aquí, se tomen la molestia de interrogarme. Los datos de que carecen, yo los poseo.

Se le interrogará a su debido tiempo, y hasta ese momento, sírvase guardar silencio, coronel Etvuchenko.

– De acuerdo, General. Pero, cuando me llegue el turno, habrá pasado el tiempo concedido para entregar el dinero y recibir a cambio el texto entero del Plan. Por cierto, conviene que preparen un coche. Son varios miles de folios.

Y me senté. Iba a encender un pitillo y recurrir a los recuerdos de Irina para entretenerme, pero, entre los presentes, el General, al menos, tenía sentido común, aunque se murmurase de él que carecía de sentido revolucionario.

– Reconozco que hemos seguido un mal método, Etvuchenko. Hable, hable cuanto antes.

Iussupov, sin embargo, no pareció aprobarlo: pertenecía a esa clase de hombres que no renuncian fácilmente al protagonismo, pero que, aun en el caso de estarles vedado, aspiran, por lo menos, a que la operación se lleve a cabo como si él fuese su verdadero autor, aunque injustamente tratado por la Providencia, que en este caso parecía haberme elegido; así que dijo:

– No será sin mi protesta, General. El coronel Etvuchenko, de quien no había oído hablar hasta hoy, aunque le haya visto algunas veces en los pasillos del Kremlin, perdido entre la multitud de funcionarios y sin lograr sobresalir, ocupa un lugar bastante inferior al mío en la jerarquía del Servicio, y no parece legítimo, ni menos acostumbrado, que pueda decir una sola palabra mientras yo no haya dicho la última de las mías.

– Pues dígala ya, Iussupov -le respondió el General-, y sobre todo, dígala cuanto antes. Tenemos prisa.

– Mi última palabra, General, tiene que ser necesariamente larga y, desde luego, lenta. Consiste en un análisis de la situación según mis propios métodos, y si no a la vista de ciertos datos, teniendo en cuenta al menos determinadas intuiciones.

– Pero, ¿no cree que está ya suficientemente analizada?

Al Secretario, de momento al menos, no le pareció demasiado ortodoxo el que en una cuestión como aquélla, que debía ser resuelta por procedimientos estrictamente científicos, se permitiera la intervención de algo tan irracional como las intuiciones, bien aisladas, bien en cadena, pero Iussupov lo apabulló al demostrarle que su manera de entender la Ciencia y la misma Vida, sin la intuición activa y en cierto modo espabilada, estaba a merced del enemigo, y, lo que es aún peor y más irracional si cabe, del azar. De lo que se infería la urgente necesidad de aplicar a la cuestión del Plan, no ya lo que sabía, sino lo que intuía. El General sacó del bolsillo una petaca y de ésta un cigarrillo.

– Entonces, será mejor que vaya usted a la habitación de al lado y redacte un informe. El Embajador pondrá a su disposición lo que necesite, un magnetófono, o una secretaria.

– ¿Y por qué no ambas cosas? -dijo el Embajador, al parecer divertido-. Acabo de recibir ejemplares verdaderamente notables de lo uno y de lo otro, y me gustaría que alguien los probase.

Se armó un ligero barullo a continuación; Iussupov había interpretado las palabras del Embajador como una invitación a dictar sus palabras al magnetófono mientras se solazaba en los brazos, quizás inexpertos, y, desde luego, desentrenados en el trato con agentes de su categoría, de una secretaria, y necesitaba hacer constar que ni dentro ni fuera del Servicio había mantenido relaciones con carnes mercenarias, aunque, como las presuntas, recibiesen su sueldo del Estado. El Embajador pidió la palabra para una aclaración, el Secretario sentenció que estábamos perdiendo el tiempo, pero que las suposiciones, probablemente involuntarias, de Iussupov, ofendían la dignidad de una ciudadana intachable, y, mientras se dilucidaba si sí o si no, el General me llevó aparte.

– ¿Qué tiene que decirme, coronel?

Saqué del bolsillo unos papeles que había preparado:

– Aquí está escrito con toda precisión lo que hay que hacer en cada uno de los momentos en que se divide la operación. Me temo que si han de sufrir diecisiete exámenes y recibir diecisiete aprobaciones, con las correspondientes firmas, lleguemos tarde. Me temo que llegaremos tarde incluso si usted lo piensa durante más de un minuto y medio, porque, dentro de dos, tiene que salir de la Embajada el personal que ahí se indica y ocupar los puestos de vigilancia y protección que se señalan, marcadas con una equis roja en el diagrama adjunto. Un automóvil que me conduzca, o si se desconfía de mí, que conduzca al señor Embajador o a quien usted designe, tiene que acercarse a la hora prevista a cierta casa y entrar por cierta puerta uno de sus ocupantes, depositar el dinero en un lugar muy concreto, salir de la casa, esperar en el coche, o dando algunas vueltas por el barrio, que es muy atractivo, durante veinte minutos, y entonces, sólo entonces, entrar de nuevo y recoger los folios, que son tantos que el señor Embajador no podrá solo con ellos. Por esa razón, sugiero que alguien le acompañe, y ese alguien podría ser yo, pero también el señor Iussupov, si da su palabra de que no introducirá variaciones improvisadas, y si se digna, por una vez, refrenar su genial intuición. La última palabra, General, es la de usted.

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